Carnaval rural Carnaval rural Jose Mari Satrústegui El carnaval no tiene rostro; sólo careta de enmascarados. No impone a nadie reglas de juego para que cada uno juegue a su modo. El carnaval a los sumo, es espejo translúcido de la vida rebozada de la persona y de los pueblos. Va caminando con el tiempo de etiqueta y contenido. El recuerdo inmemorial lo relaciona con celebraciones rituales del culto a la fertilidad al inicio del nuevo año en la primavera florida del calendario lunar. El renacimiento cíclico del sol, origen de la vida y generador de los frutos del campo, asume más tarde la parafernalia de los ritos iniciáticos y la liturgia del solsticio de invierno. Olentzero es puntual a la cita del fenómeno cosmogónico y, en la línea de otros personajes emergentes por esas fechas en el folklore occidental, simboliza el concepto de Año Viejo que cierra con delirios pantagruélicos la cuenta atrás del número de ojos como días tiene el año, que le atribuye la atribución popular. Miel Otxin, abatido a tiros y quemado en la plaza, siguió funcionando como antes en la órbita del caduco ciclo lunar hasta que, a título ascético de la cuaresma cristiana, fue reinstalado en los límites permitidos por las normas religiosas. Zanpantzar de Ituren y Zubieta merodea los umbrales del moderno calendario oficial, lo mismo que los chicos de cualquier pueblo que, ataviados con cencerros y campanillas, corretean impacientes por callejas y caminos vecinales en la víspera de los Reyes Magos. Al zumbido grave y contundente de joaldunak, portadores de grandes cencerros, se atribuye la virtud de despertar a la naturaleza dormida para reanimar la savia vivificante del bosque y de los campos. El sonido de los objetos metálicos actuaba de talismán que ahuyenta las plagas y el enflujo de los maleficios para el normal desarrollo de los pastos y los sembrados. El rudimentario espaldero de piel de ovino y el atuendo femenino de las enaguas que lucen los protagonistas, sugieren hábitos ancestralesde la inversión de los valores sociales en la historia de la fiesta. En función del espectáculo medieval del Rey de la Faba, un niño recibía por un día honores reales en la corte de Navarra; y la estampa pintoresca del Obispillo y sus acólitos postulando con sotanas rojas y mucetas blancas, representaba la efímera transmisión de la autoridad eclesiástica que recaía en la autoridad de los niños. El carnaval tuvo también las páginas de nuestra historia más reciente marcada función social. En la maraña de represiones atávicas de carácter común, una rígida disciplina de conductas morales impedía el trato normal de los jóvenes de ambos sexos, y el carnaval legitimaba en ocasiones el acercamiento. En Larraun había una jornada reservada al protagonismo de las mujeres, emakunde, y otra dedicada a los hombres, gizakunde. El muchacho se permitía incluso extender el brazo sobre el cuello de la chica para recabar de ella una promesa. Unos tenían que conformarse con una simple sonrisa, y otros recibían un beso en la mejilla o la promesa de algún regalo, que podía ser un pañuelo, el típico rosco dulce piperropil o frutos de invierno, con todo lo que ello significa. Ellos correspondían a su modo. Unanua exhibe extrañas caretas de metal. El disfraz permite hoy al usuario prescindir de atavismos endémicos y descargar la presión laboral, afectiva o moral que impone la sociedad. Es el signo cambiante de una fiesta que goza de buena salud. Jose Mari Satrústegui, antropólogo.
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