789 Zenbakia 2025-06-17 / 2025-09-15

Gaiak

Los sanfermines, estar juntos

PIERRE, Thomas

Antropólogo

Los años 80 – “Tú que eres grande, por favor, baja la maleta”, no éramos muy altos, pero amatxi no podía resistirse a repetir la misma frase. De pie en una silla de mimbre, frente al armario empotrado del salón, cogíamos con entusiasmo el viejo baúl de cuero marrón, cuyo único propósito era guardar cuidadosamente la ropa para Sanfermin y para la fiesta vasca de Hendaia. A principios de julio, todo el mundo intentaba encontrar el atuendo adecuado para las fiestas de Pamplona. Había mucho donde elegir. Ropas de todas las tallas. Muchas ya no se usaban, o se guardaban por si la familia crecía. Y, en cualquier caso, aunque eso no ocurriera, no te deshaces de esta ropa. No se puede hacer borrón y cuenta nueva. Otros las han usado, otros las usarán.

Una vez hecha la selección, amatxi, a pesar de los achaques propios de su edad, disfrutaba planchando cuidadosamente pantalones, camisas, cinturónes y otros pañuelos – pañuelos, pronunciábamos la palabra en castellano. Una maleta, dos tipos de cinturón – dos gerrikos, usábamos la palabra en euskera. Dos gerrikos de diferentes colores: rojo y negro. El rojo, según la leyenda, hace referencia a la sangre de San Fermín, decapitado en el cuarto siglo. El negro significa el mundo rural. Este mundo rural, que durante siglos había producido los códigos y valores que se convertirían en los fundamentos culturales de la sociedad vasca. Este es el mundo al que el pueblo de Hendaia rinde homenaje cada segundo domingo de agosto. Así que dos gerrikos. La misma forma, ancha; la misma textura, gruesa. Dos aromas parecidos, dos objetos parecidos que, para nosotros, los niños, significaban un mismo mundo, una base cultural común. Simplemente. Ni más ni menos. Los niños no son conscientes de la historia que heredan, ni de la historia en la que ellos, a su vez, participan. Dos gerrikos para dos fiestas callejeras. Dos gerrikos esenciales para dos ciudades. Dos colores para adueñarse simbólicamente del espacio público. Dos fiestas, un imaginario común, poesía de signos, ritos, danzas y canciones. La estética de la celebración festiva en lugar de la fría oficialidad de la ley. Celebrar para existir, festejar para perdurar. Dos colores al rescate de la subjetividad de una comunidad antigua y vulnerable. Un mundo consciente de sí mismo pero sujeto a mandatos contradictorios y lealtades paradójicas. Dos trozos de tela inocuos, a priori. Dos trozos de tela guardados con mimo. Lo insignificante se convierte en sagrado. Lo frágil es valioso.

A principios de julio, teníamos que esperar unos días hasta el día 6 de ese mes. Lloviera o hiciera sol, esos días parecían una eternidad. Cómo matar el tiempo hasta el fatídico momento liberador. La impaciencia crecía. Aprender a esperar. La noche del día 5, el sueño era ligero e inquieto. Excitación. A primera hora de la mañana, tenía lugar la ceremonia de vestimenta con las melodías navarras del disco de vinilo “Con el chum chum de las peñas” abriendo el baile. Aitatxi mandaba a uno de nosotros a por una docena de cruasanes. Luego teníamos que esperar a que la televisión mostrara la enorme multitud congregada en la plaza Consistorial de Pamplona. En esa época, la imagen era pobre, casi estática, casi lejana. No importaba, la misa podía comenzar, y el comedor se llenaba de alegría e ilusión. Los ojos de todos estaban clavados en la pantalla. A mediodía, “Pamploneses, pamplonesas, ¡¡Viva San Fermín!!, ¡¡Gora San Fermín!!” resonaba en el piso y todos se unían en un coro de “¡¡Viva!!, ¡¡Gora!!”. La presión había desaparecido. Ya no había ninguna duda de que las fiestas iban a celebrarse. Nuestro padre, alegre, descorchaba champán. Amaba Sanfermin. Visceralmente. Pertenecía a esa generación de juerguistas que amaban la fiesta, que no lo hacían a medias. Sabía que la vida era trágica, pero eso no le impedía amarla. La vida tenía que ser una fiesta. Pasara lo que pasara, siempre sería demasiado corta. Más valía celebrarlo. Sanfermin estaba ahí para recordárselo, y para recordárnoslo a nosotros. Sanfermin, una relación con la vida y la muerte. Sanfermin, un reloj biológico, una percepción del tiempo, una brújula. Una oda a la existencia terrenal bajo la protección de lo divino.

Autor: Bernard PIERRE HIRABOURE "Atto". Año: 2019

Alrededor de la una de la tarde, salíamos hacia Iruña. Teníamos que llegar a tiempo para el Riau riau, el vals de Astráin. Nuestros abuelos sonreían y nos daban besos y abrazos antes de saludarnos por última vez desde el balcón. Luego, a la espera de la reconfortante llamada telefónica que anunciara nuestra llegada sana y salva, amatxi permanecía sentada en el pasillo, cerca del teléfono, probablemente invocando a Nuestra Señora de Socorri. Le daba miedo viajar en coche, la niebla en el puerto de Velate y, para conjurar el destino, había adoptado esa costumbre. Entre la creencia y la superstición. La preocupación intuitiva de las mujeres, madres y abuelas por sus hijos. Para alejar la desgracia. Nuestro padre era consciente de esta preocupación y, una vez llegaba al casco antiguo de la ciudad, hacía la llamada tranquilizadora desde la antigua cabina telefónica del vestíbulo del Hotel La perla. Tranquilizada su madre, nuestro padre podía entregarse a la despreocupación absoluta que caracteriza a la vieja Iruña. Empezaba haciendo un homenaje. Quería tomar la primera copa en el bar Casa Sixto, en lo alto de la calle Estafeta. Un bar que su tío le había recomendado en su primera visita a las fiestas. Una copa en Casa Sixto, un pensamiento para su tío y para los que se habían ido. Hablaba de los muertos. Fulano hizo esto, mengano pensó aquello. Lo que pasó existe. Decía: están aquí, puedo sentirlos. Los muertos participarían en la fiesta. Participarían en el riau riau.

Riau riau, el lugar de encuentro de los iniciados. Una hermandad. Riau riau, la fiesta por excelencia de Sanfermin. Un día, una hora. Un ritual popular. Una comunión colectiva. Poco antes de la hora, como angelitos vestidos de domingo, los miembros de La Pamplonesa aparecían, gota a gota, en las cuatro esquinas de la plaza y se dirigían al ayuntamiento, emblema por excelencia de la unificación y pacificación de la ciudad desde el siglo quince. Un símbolo del sincretismo pamplonés: el lugar de encuentro por excelencia. Los Antiguos Griegos lo habrían llamado ecclesia. Gritos de bienvenida y muestras de reconocimiento dirigidas a los músicos. Sonrisas. Risas. Por fin, llegaba la hora. Txunda txunda ta txunda ta txunda. Liberación. Cantar, saltar. Abrazos. Amabilidad. Ebriedad civilizada. El saludable estado de alegre embriaguez. Emociones. Trance. Purificación. Riau riau, una enseñanza. El vínculo entre los que la han transmitido y aquellos a los que se puede transmitir. Riau riau, un recordatorio: hay que vivir. Hay que enfrentarse al ultimátum. Todos cantan y bailan a la vida. A partir de entonces, el placer terrenal, el de los cuerpos, y la presencia celestial, la de las almas, alcanzan lo eterno, mientras dura la procesión. A San Fermín pedimos... Protección, plenitud y esperanza. Riau riau, un relato: humanidad en estado puro. Riau riau, la comunión de los santos. Riau riau, estar juntos. Todos juntos.


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