El observador El observador Ramón Esparza El colono israelí dirige hacia mi una mirada llena de furia y un ademán amenazador, mientras sostiene su fusil con la mano derecha. Pero ni su mirada ni su actitud causan en mi la más mínima inquietud. Es más, ni siquiera me da miedo. Simplemente, leo el texto del pie de foto y, tras unos segundos, paso la página. IRASCIBLE. Un colono hebreo se dirige a agredir al fotógrafo que tomó su imagen./REUTERS Entre los dos, el colono que desata su ira en Israel y yo, sentado en la barra de un bar, tomando el café con leche de todas las mañanas, media mucho más que una cámara o la página del periódico. Media todo un aparato discursivo que hace posible que yo no me asuste, que tome la imagen por lo que es y que, como mucho, dirija mis temores hacia quien me sustituye allí, en el espacio lógico de la imagen: el fotógrafo. Muchos compañeros suyos han muerto por hacer posible ese juego de la mirada que se repite cada vez que yo miro una imagen cuya construcción se base en las reglas lógicas de la perspectiva, sea o no periodística. Ellos, en el espacio y tiempo de la acción, yo en el mío, fuera de todo riesgo. Los dos contemplando la misma escena. Siguiendo la lógica del procedimiento que Gian Battista Alberti describió a finales del siglo XV, podemos describir el funcionamiento lógico de la imagen diciendo que ésta se corresponde con la mirada de un observador. Un principio que se sintetiza en la llamada pirámide de la visión. Una figura imaginaria cuya base está constituida por el plano de la representación (sobre el que se proyectan los objetos del mundo real) y en cuyo vértice se sitúa el ojo del observador. Cuando yo me sitúo ante la imagen, el vértice de la pirámide no es ya el ojo de quien observaba la escena, sino el mío. Y eso exige todo un malabarismo lógico, ya que en ese momento, mi mirada está coincidiendo, superponiéndose a la de quien miró en otro lugar y otro tiempo. Esto sólo es posible sacando el momento descrito por laimagen de la duración, del flujo de los hechos. De ahí mi tranquilidad, pues se que la mirada de odio del colono israelí nunca tendrá continuidad y que su gesto amenazador queda ahí, en suspenso, sin que la acción que anuncia se llegue a completar jamás. Toda imagen implica, pues, dos tipos de observador, cuyas miradas se superponen. El primero es el observador interno. Se encuentra en el espacio y tiempo lógicos de la imagen. El segundo es externo y está en un espacio lógico totalmente diferente: la barra de un bar, las salas de un museo. Desde luego, lo que acerca de la imagen saben uno y otro es totalmente diferente. Para el primero, por estar situado en el espacio y tiempo de la escena, los bordes de la imagen no son los límites de su saber. El observador interno conoce el espacio que se extiende más allá, e incluso lo que ocurrió antes y lo que pasará después. Pero el segundo no; para él el saber se limita a lo que la imagen muestra, y no hay otro más allá, espacial o temporal, que el que la propia imagen indica. Pues bien, podemos analizar las imágenes, y las fotográficas en particular, planteándonos que la posición del observador interno está unas veces ocupada, pero otras no. Que hay fotografías que, observadas a través del observador interno y su saber, revelan su auténtico contenido, o al menos, unas posibilidades de interpretación mucho más ricas. Como primera aportación a esta vía de interpretación, podemos señalar que la posición del observador interno no está ocupada en todas las imágenes. En el caso de la foto con que abríamos esta reflexión, mi tranquilidad proviene del hecho de saber que la ira del colono no se dirige contra mí, aunque lo haga su mirada, sino contra el fotógrafo, observador interno de esa imagen, y si algo puede inquietarme es su suerte. La figura del fotógrafo se interpone entre el colono y yo, reduciendo, de este modo, el riesgo de la situación a cero. Pero ahora, imaginemos otra fotografía, una de esas que están, en principio, hechaspara ser contempladas en la intimidad. Me refiero a cualquier fotografía de carácter erótico e incluso, yendo un poco más allá, pornográfico. Ahí el funcionamiento de la imagen implica justo lo contrario. La posición del observador interno debe permanecer vacía. Es preciso que el/la modelo no miren a la cámara, sino a mí, observador solitario, para poder establecer el espacio de intimidad que la imagen precisa; por más que las convenciones sociales me permitan colocar esa imagen en la portada de una revista que encuentras en cualquier quiosco. Fuente: página web de la revista Interviú: http://imagenes/1352/Moll03g.jpg La primera de las estrategia es la que estructura el funcionamiento de buena parte de la fotografía del XIX, fundamentalmente la de corte antropológico y documental. La función del fotógrafo era desplazarse a lugares lejanos o exóticos para convertirse en los ojos de quienes, luego en la metrópoli, contemplaban sus imágenes como un sucedáneo de su propia presencia en esos territorios, haciendo posible, de este modo, incorporarlos a la idea de imperio (en el caso de británicos o franceses) o a la de la nueva nación americana (en el de los estadounidenses). Sólo podemos averiguar la presencia del observador interno por los indicios que de su presencia hay en la imagen, aunque también buena parte del juego, como hemos podido ver en la foto erótica, se desarrolle en base a convenciones, incluidas las de nuestro propio deseo, que nos hacen olvidar prudentemente aspectos tales como la artificiosidad de la imagen, que inmediatamente revelan la presencia de todo un montaje escénico (y de quien lo dirige) que, simplemente visto en este caso con ojos femeninos, se hace inmediatamente patente. En esto, la fotografía es también heredera de la tradición pictórica. Pintores del Renacimiento, como Rafael, ya utilizaban la técnica de marcar la presencia del observador mediante miradas que se dirigen hacia él, apartándose de la escena. Estas técnicas de señalamiento, unidasa la rígida estructuración de la imagen, construyen un observador físico, corpóreo, que se interpone en nuestra contemplación de la escena. Un efecto muy diferente al que se produce, por ejemplo, al ver una pintura de Vermeer, donde la rigidez de la perspectiva ha desaparecido y el cuadro más que reconstruir un espacio geometrizado pretende reconstruir el acto mismo de mirar. Rafael: Los desposorios de la virgen. Milán, Pinacoteca de Brera. Vermeer: Callejón. Tras el triunfo de la revolución soviética, Alexandr Rodchenko comienza a desarrollar un trabajo teórico y práctico en el ámbito de la creación estética, tanto fotográfica como pictórica. Para Rodchenko es fundamental definir una nueva estética que rompa con el modo de mirar de la burguesía, modo que él equipara a la tradición de la representación pictórica, que presupone un observador erguido que contempla el espacio a su alrededor en horizontal. Rodchenko llevará a la práctica el programa de la perspectiva geométrica, colocando, materialmente, la cámara en cualquier punto y buscando llevar la mirada a todas las perspectivas posibles. Lo antinatural de esas visiones marca, inmediatamente, la presencia de un observador interno, al obligarnos a preguntarnos por la razón de una representación del mundo tan extraña a la percepción que de él tenemos. Alexandr Rodchenko. Preparándose para una manifestación Por los mismos años, Erwin Solomon, en Alemania, construirá el discurso contrario. Su aportación al naciente periodismo gráfico fue el uso de todo tipo de estrategias para pasar desapercibido ante los sujetos de sus fotografías, generalmente, los grandes de la política de aquellos años. Solomon hacía lo posible para borrar su presencia y, de este modo, romper con la convención de las rígidas poses que caracterizaban la representación del poder. Armado con una pequeña cámara, Cartier Bresson, ya en los años treinta, desarrollaría una estética alrededor de la idea del momento decisivo que, con el fin de capturar elmundo "en vivo", exige del fotógrafo conseguir pasar totalmente desapercibido para quienes son fotografiados. Este fin obliga a toda una estrategia basada en el desarrollo de un ojo altamente entrenado, la rapidez de reflejos, y un concepto del encuadre que tiene más que ver con el recorte que con la organización. Henri Cartier Bresson: Bruselas, 1932. La decadencia de este estilo fotográfico comenzaría en los años cincuenta, con fotógrafos como William Klein o Daido Moriyama, quienes practican un estilo fotográfico que no puede calificarse sino de violento, utilizando grandes angulares, con encuadres que se aproximan extraordinariamente a sus sujetos y buscando la reacción de éstos ante la cámara. La invisibilidad del fotógrafo se ha roto para siempre, al igual que la inocencia de la mirada. El fotógrafo vuelve a encontrar su espacio en la foto. Lógicamente, no siempre es posible discernir sobre la ocupación o desocupación de la posición del observador interno en la imagen. Podemos, en principio, relacionarla con las pretensiones de objetividad del discurso fotográfico, ya que esa idea de no intervención queda reforzada por el borrado cuidadoso de todas las marcas de su intervención que el fotógrafo deja en el cuadro de la imagen. Pero, a veces, esa tarea produce el efecto contrario, como bien demuestra la fotografía contemporánea alemana. En cualquier caso, constituye una perspectiva nueva, y siempre estimulante, para contemplar la imagen. Ramón Esparza, profesor de la UPV Euskonews & Media 161.zbk (2002 / 4 / 5 12) Eusko Ikaskuntzaren Web Orria
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