Resulta difícil encontrar un escritor vasco más cautivado por lo que pudiera ser el hombre de acción, intrépido, dinámico, que no concibe su existencia sin peripecias o contratiempos a los que hacer frente. Cuando pensamos en Pío Baroja, nos vienen a la cabeza sus aventureros: mercenarios contrabandistas como Zalacaín, marinos a la manera de Shanti Andia o Chimista, conspiradores de la vida política como Eugenio de Avinareta[1]. En Presencia de lo inglés en Pío Baroja (1993), Lourdes Lecuona no duda en apuntar la presencia mayoritaria de la novela de aventuras inglesa sobre otros géneros en su biblioteca de Iltzea: “Stevenson con dieciséis títulos, Kipling con quince y Rider Haggar con once"[2]. La crítica ha señalado siempre el peso sobre Baroja de obras como El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe o, por supuesto, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. No se puede obviar tampoco la presencia dominante que tiene Walter Scott en su juventud y como parte de la educación sentimental de muchos de los autores finiseculares en la España de la segunda mitad del siglo XIX.
Paradójicamente, la predilección por estos temperamentos vitales proviene de un escritor que pasa gran parte de su vida anclado en un lugar recóndito del que salía siempre a regañadientes. La Vera del Bidasoa configura su geografía literaria y personal y determina parte de su producción literaria. Podríamos decir que también su percepción de la identidad vasca como difusa, fronteriza, oscura, a la manera que apunta uno de los personajes de La familia de Errotacho: “Su país no era todo el País Vasco, sino la faja estrecha comprendida a lo largo de la costa de San Sebastián, a Bayona, y a lo ancho, desde el mar hasta Echalar, en España, y hasta Ezpeleta en Francia. El centro de su mundo era el monte Larrun”[3]. Para Baroja, es la frontera lo que moldea a ese hombre nietzscheano que sólo cree en la acción por la acción. Y, para Baroja, la frontera sólo puede asociarse con lo vasco. Asentado entre dos grandes países como Francia y España, lo vasco sólo puede ser sinónimo de contrabando, aventura, mercenario que no pertenece a ningún lado más allá de su pequeño terruño. Por supuesto, la naturaleza juega un papel sustancial en la manera que se forja esta identidad. Pensemos en la educación sentimental del joven Zalacaín: “Mientras los demás chicos estudiaban la doctrina de Catón, el contemplaba los espectáculos de la naturaleza”[4]. El viejo y vagabundo Tellagorri suple a toda la caterva estatal de profesores y funcionarios porque lo esencial es aprender a sobrevivir e imprimir ese sello de vasco individualista, “reforzado y calafeteado”[5]. El individualismo es un rasgo innegociable para los aventureros vascos de Pío Baroja. Sí es verdad que, en personajes como Zalacaín, Shanti Andia o Chimista, esta autorrealización personal salvando la censura de lo político o lo religioso, ocurre de manera jovial y socarrona. Sin embargo, eso no ocurre así siempre. En “El carbonero, uno de los cuentos de juventud que componen su primera obra literaria, Vidas sombrías (1899), Pío Baroja describe el oficio del Garraiz quemando helechos y recortando leña en la montaña hasta que el Estado le anuncia su próximo reclutamiento militar. El relato termina con la imagen desafiante de Garraiz mirando hacia uno de los boquetes de la montaña y maldiciendo a ese Estado que osa arrancarle de su terruño:
“Garraiz contemplaba el abismo que se extendía ante él, y, sombrío y taciturno, enseñaba el puño a aquel enemigo desconocido que tenía poder sobre él y, para manifestarle su odio, tiraba hacia la llanura las grandes piedras al borde del precipicio”[6].
Por supuesto, esta defensa impertérrita de su individualismo es indisociable de una veneración por esa naturaleza salvaje a la que pertenece el aventurero y en la que se educa. El narrador tampoco pierde ninguna ocasión para venerar a esa naturaleza misteriosa e inquietante:
“Esta conducta rebelde viene acompañada de una idealización de su paisaje cotidiano del que no puede desligarse: Se oía ese grito de los pastores para llevar al aprisco las ovejas, que parece una carcajada sardónica, larga y estridente; se entablaban diálogos entre las hojas y el viento; los hilos del agua al correr por entre las peñas resonaban en el silencio del monte como voces del órgano en la nave solitaria de una iglesia”[7]
Existe en Baroja, por lo tanto, una atracción por la vida desordenada y dinámica de los hombres de acción, que, a su entender, como buen nietzscheano, tienen un papel más fiable que la de los historiadores profesionales, a la hora de captar la atmósfera y las vivencias de una época. Sin embargo, este es otro tema diferente. La cuestión es que este arquetipo del aventurero es una de las señas de identidad de la literatura barojiana que tampoco es insensible a los intereses comerciales. La publicación de Las inquietudes de Shanti Andía (1911) o Zalacaín el aventurero (1909) están mediatizadas por el interés del escritor en construirse una imagen al margen de las grandes corrientes renovadoras del siglo XX[8]. En 1912, la compra de su caserón de Iltzea colma la simpatía de muchos de sus admiradores al situarse en la misma geografía literaria que sus personajes. Pío Baroja adquiere la casa al mismo tiempo que Pierre Loti (un best-seller del momento) compra la suya de Bakhar-Etchea en Hendaya y Edmond Rostand construye su palacete en la Gascuña de su Cyrano de Bergerac. La frontera no entiende intereses editoriales y este grupo de escritores pagan un mismo tributo al espacio literario que les había otorgado un relativo éxito comercial. En definitiva, podemos concluir que en Baroja hay una pretensión de vincular su gusto por los hombres de acción con una identidad vasca fronteriza que se mantiene al margen del vaivén histórico de los grandes Estado-nación. Por otro lado, no cabe duda de que este propósito responde también al éxito editorial que le proporcionan sus primeras novelas de aventuras localizadas en la geografía literaria/física que marca su existencia.
Bibliografía
BAROJA, Pío. Obras Completas, Barcelona, Galaxia-Gutenberg, 2016.
JUARISTI, Jon. “Baroja, escritor de frontera”, Orbis Tertius, 1 (2006): 28-38.
OÑAEDERRRA, Lourdes. Presencia de lo inglés en Pío Baroja. Donostia, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones, 1980.
[1] Este tipo de aventureros tienen a sus propios antagonistas dentro de la propia obra barojiana: pensemos en las
limitaciones de carácter y en la abulía del José Larrinaga en la trilogía de Agonías de nuestro tiempo. Lo mismo
podría decirse de la tendencia a la ataraxia del Fernando Ossorio de Camino de perfección (1902).
[2] Lourdes OÑAEDERRRA, Presencia de lo inglés en Pío Baroja. Donostia, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones, 1980, pág. 248.
[3] Pío, BAROJA. La familia Errotacho. Obras Completas, Barcelona, Galaxia-Gutenberg, Volumen X, págs. 69-70
[4] Pío, BAROJA. Zalacaín el aventurero, OC, I, op.cit. pág. 234.
[5] Ibid. pág. 235
[6] Pío, BAROJA. Vidas sombrías, OC, XII, op.cit. pág. 81.
[7] Ibid. pág. 38
[8] Jon Juaristi, “Baroja, escritor de frontera”, Orbis Tertius, 1, pp. 28-38.