751 Zenbakia 2020-06-18 / 2020-07-15

KOSMOpolita

Armendariz, Andrés María, por esa libertad

RECARTE, Sergio

El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas protagonizaron en Argentina un nuevo golpe de Estado. El sexto durante ese siglo. El gobierno constitucional de la entonces presidenta María Estela Martínez de Perón, quien había asumido en 1974 después del fallecimiento de Juan Domingo Perón, fue derrocado. Una Junta Militar se erigió como la máxima autoridad del Estado, atribuyéndose la capacidad de aniquilar, de cualquier modo y forma, la más mínima oposición o resistencia. Esa premisa derivó en un imparable temporal de terror que anegó  todos los rincones del país. Los autores visibles del golpe lo denominaron: Proceso de Reorganización Nacional. Poderosos grupos económicos  garantizaron y apoyaron el exterminio.

El 27 de marzo de 1977, tres días después de cumplirse el primer aniversario del golpe de estado, en la calle Trole nº 258 del barrio porteño de Pompeya, un cuerpo desnudo, sin ninguna documentación, yacía en medio de la fría y húmeda madrugada. Habían intentado quemarlo, pero la faena de los asesinos quedó inconclusa. Durante la noche, la lluvia había atenuado tanta crueldad. Recogido por una patrulla de la policía federal de una comisaría a tres manzanas del lugar, el joven pudo ser reconocido 11 días después. Quien lo buscó, lo encontró en una  morgue judicial. Su carne era un mapa desplegado del martirio y la furibunda agonía. Se llamaba Andrés María Armendáriz Leache.

Y aquí, se puede decir que la historia, el pasado adquiere un enorme poder.

Julio de 1958. Un mes loco, el más cálido de la historia de Buenos Aires, con promedio de temperatura que estuvo casi 5 grados por arriba de lo normal. Las últimas semanas habían sido de fuertes lluvias y las aguas del estuario del Río de La Plata se mostraron agitadas y furiosas. Finalmente el sábado 26, la fuerza de la naturaleza mostró su rostro implacable. Una fuerte sudestada, como pocas veces se recuerda, afectó a toda el área metropolitana de Buenos Aires y las zonas de Quilmes y Avellaneda. En total se contabilizaron decenas de muertos y cuantiosos daños materiales.

En ese trágico día arribó al puerto porteño con los últimos alientos el viejo barco inglés de la Royal Mail Lines Limited: el “Highland Monarch”. De él, entre otros pasajeros, desembarcaron Ángel Armendáriz González, su esposa Felisa Leache Leache y seis de sus hijos: María Isabel, Andrés María, María Ángeles, María Milagros, Felipe e Ildefonso. Un año antes se había adelantado María Lidia desde el puerto de Barcelona acompañada de una familia amiga.

La capital argentina no sería el destino final del matrimonio y su prole. Aún faltaba recorrer 2.000 kilómetros a través de una geografía de horizontes infinitos. Lo harán arriba de un camión conducido por José, el único hermano de Ángel, extendiendo cada vez más la distancia del lugar donde habían partido tres semanas antes y donde habían vivido. Obanos, una pequeña aldea enclavada en el valle navarro de Ilzarbe, el valle de las estrellas en la vieja lengua vasca. En Puerto Deseado, en la Patagonia santacruceña destino final del viaje, un inmenso cielo y otras estrellas aguardaba a la familia.

Antes de partir de Buenos Aires, Ángel acudió al encuentro de su propio pasado. Se acercó al conurbano bonaerense, a Ituzaingó para ser más preciso. En un asilo de anciano se hallaba su padre don Saturnino, postrado y hemipléjico  por reiterados ataques de presión. La vida suya no había sido buena y 36 años era el número exacto de ausencias entre ambos. Un espacio en blanco imposible de ser llenado. La presencia de Felisa y los niños mitigaron en parte los sentimientos magullados y las emociones de la ansiada aproximación.

La lejana despedida, la desarticulación, había ocurrido bajo una incierta nube de pesadumbre e inesperadas zozobras en Koluel Kayke, un minúsculo poblado en medio de la nada a 200 kilómetros de Puerto Deseado.

Despejemos la niebla del tiempo.

A principios de la década del veinte, la explotación del hombre por el hombre llegaba a sus mayores extremos en aquellas adustas tierras patagónicas. Los peones rurales, cansados de tantos abusos habían comenzado una serie de huelgas y protestas. La situación finalmente fue zanjada mediante tensas negociaciones que rápidamente serian incumplidas por los dueños de las tierras y los frigoríficos. La situación se agravó y comenzaron a actuar la policía y grupos parapoliciales sumando crímenes y arbitrariedades. Frente a esto, los obreros rurales de Santa Cruz, encabezados por dirigentes anarquistas y socialistas, respondieron con una huelga generalizada y la toma de estancias y rehenes. En el extremo sur americano la dignidad buscó ser redimida.

Los peones rebeldes se dividieron en tres grupos y al norte de la provincia la revuelta fue conducida por un humilde gaucho entrerriano llamado José Font, y apodado “Facón Grande” por el tamaño del cuchillo, la única arma que llevaba consigo. Demasiada osadía. Desde Buenos Aires partió una compañía del ejército al mando del coronel Héctor Benigno Varela. Era la segunda vez que acudían, la primera había sido solo para mediar entre patrones y peones. Se instala en Puerto Deseado y comienza la locura asesina. Un odio de bestia feroz. No hubo piedad para los peones y 1500 de ellos fueron fusilados. “Facón Grande” integró la lista, uno de los tantos caídos con cuatro balazos en el pecho y el tiro de gracia en la cabeza. El apoyo de Saturnino Armendáriz a los huelguistas le costó el saqueo y la destrucción de su negocio de ramos generales, el único existente en aquellos años en Koluel Kayke.

El vasco frente al hecho consumado tomó la decisión de no rendirse. No quiso ni pudo alejarse de ese lugar, atrapado, sometido por ese paisaje de inmensidades sin márgenes. Se va a quedar solo, acorazado frente a la soledad que sería irreversible. Sabía que su mujer estaba bastante enferma, con los pulmones carcomidos por los fríos y el futuro de sus dos hijos pequeños le cortaba el aliento.  El tercero de ellos había muerto a los pocos días de nacer y la pequeña tumba  era solo un montículo de nada barrido por los vientos.

Los hermanos Armemdariz en la escuela de Obanos (1957).

Los pulsos de la vida

A punto de finalizar 1922, partió un tren de Koluel Kayke hacia Puerto Deseado llevando a María González, a José de cuatro años y a Ángel de dos. La madre solo deseaba llegar a España con vida a la casa de sus padres en Bercianos del Páramo en la provincia de León. De ese pueblo había partido hacia América pocos años antes y allí, apenas llegar, le tocó morir con el dolor de no haber alcanzado los sueños felices de la vida.

Dos tíos de los niños, Ildefonsa Armendáriz y su esposo no tardaron en acudir a buscarlos y de ese modo, la aldea navarra de Obanos, cruzada por el estrecho río Robo, pasó a ser para los pequeños el rincón donde anclaron sus existencias. El hogar, el mundo para cimentar el futuro.

El tiempo, los años, reabsorbieron a José y Ángel convirtiéndolos en protagonistas de sus propias historias. Crecerían fuertes hasta ser dos muchachones llenos de vitalidad, endurecidos por el trabajo en los campos de labranzas pertenecientes a los propietarios de la antigua y altiva Casa Muzquiz. Pero la Navarra rural en esos tiempos solo ofrecía a la mayoría de los jornaleros, miserias, necesidades acuciantes y penurias mal soportadas. Obanos no fue la excepción. Los campesinos necesitaban tierra y la tierra estaba en pocas manos.

Con la caída de la Monarquía y nada más proclamada la República el 14 de abril de 1931, el Gobierno Provisional dictó una serie de medidas destinadas a remediar “el abandono absoluto en que ha vivido la inmensa masa campesina española”. La noticia fue como si de pronto creciera un árbol de esperanza en el borde del abismo. Se avecinaba en el horizonte la tan ansiada reforma agraria.

Los dueños de Navarra no tardaron en poner el grito en el cielo.  Inmediatamente se agudizaron las tensiones y la relación y el diálogo entre propietarios, arrendatarios y jornaleros se fue haciendo cada vez más conflictiva. Tiempos tormentosos y de malos presagios.

Obanos prácticamente se partió por la mitad y en dos puntos de referencias: La Casa del Pueblo (hoy casa Isidro Goicoechea)  que arropó a los socialistas de la UGT y el poderoso y rancio Círculo Católico (hoy genéricamente llamado "el Centro"). Los ánimos se encresparon y hasta hubo vecinos que llegaron a apedrearse en las calles. Como consecuencia de ello, no tardaron en aparecer pistoleros desde Pamplona, Peralta o Estella llamados por la derecha a amedrentar a los más díscolos. Finte a partir del 18 de julio de 1936 todo explotó por los aires con esquirlas de odios, persecuciones y muertes. Pamplona se había convertido en el epicentro de la sublevación militar contra la Republica. El triunfo del levantamiento dio inicio a una intensa represión de los grupos privilegiados y conservadores que sistemáticamente habían bloqueado las medidas reformistas del gobierno central. Comenzaría la carnicería bajo el supremo control del ejército al mando del general Mola y con ella los aplausos de las autoridades civiles y religiosas. Nunca se usaría tanto el hisopo bendiciendo tamaña salvajada. La hoguera ardió nuevamente para los herejes y el fuego redentor estuvo destinado a  republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas y nacionalistas vascos. Más de tres mil navarros y navarras murieron en esa escabechina

Al mayor de los hijos de Saturnino y María le tocó ir a la guerra al cumplir los 18 años y después, un tramo de su vida se perdería en tierras catalanas. En cambio, Ángel esperó paciente el destino. Continuó trabajando la tierra con la mansa rutina acostumbrada dentro del cuerpo. Pero hubo espanto en sus ojos y en los de muchos labriegos. Obanos vio perder a 14 de sus hombres, encarcelados y fusilados a manos de  requetés y carlistas. Todos ellos miembros de la UGT y fundadores de la Casa del Pueblo que para 1935 contaba con 27 afiliados. Los cuerpos acribillados fueron desparramados en distintas fosas comunes. Seis de ellos en Valcaldera, una corraliza ubicada en las Bardenas en término de Cadreita, luego de sacarlos de la  Prisión Provincial de Pamplona tras una aparente puesta en libertad. Todavía hoy hay quienes recuerdan que antes de llegar al lugar del sacrificio debieron de entrar a Obanos con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. En la Plaza Mayor y frente a sus vecinos, los obligaron a pisar una bandera republicana en llamas mientras sus guardianes daban “vivas” a Cristo Rey y a España. Entre esos condenados se encontraba Victoriano Munárriz, presidente de la UGT local, quien se había atrevido a denunciar públicamente que los “caciques” del pueblo pagaban unos jornales de miserias a sus peones y escasos impuestos al ayuntamiento. A otros obaneses, el camino final los condujo a  ser tapados por el intratable olvido en La Fosa del Alto de las Tres Cruces de Ibero o en las cunetas de la carretera que une Pamplona con Puente la Reina y Estella.

¿Qué pensó Ángel Armendáriz de esos momentos? Es difícil saberlo. En febrero de 1939 fue llamado a fila. Tras un breve periodo de instrucción en Pamplona, entró a formar parte de la segunda compañía del Regimiento América. De nada valió su condición de ciudadano argentino, motivo que esgrimieron sus tíos al tratar de evitar el enrolamiento. Tiene suerte, la guerra está en su tramo final y él en el bando vencedor. Lo envían al casi inexistente frente de guerra de Guadalajara donde ya nada quedaba por hacer. Las menguadas fuerzas republicanas solo tenían un amargo objetivo, el de retirarse hacia Madrid. Después, la rendición, la huida hacia el puerto de Alicante o a la frontera francesa. Desde Burgos, el 1 de abril, Francisco Franco anunció al mundo su parte de guerra más famoso: En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.

Para Ángel Armendáriz no fue el final del viaje por tierras españolas con un fusil al hombro. Es trasladado a Huesca, al Regimiento de Infantería de Montaña N°63 asentado en Barbastro. Más tarde a Málaga para ser embarcado en el barco Juan de Astigarraga con destino a la región del Rif marroquí en la costa mediterránea, los últimos retazos coloniales del otrora vasto imperio nacido en el reino de Castilla a fuerza de fe religiosa y sangre en las espadas.  Una zona caliente las montañas moras. Los ánimos rebeldes de los nativos continuaban latentes y las tribus bereberes no abandonaban la utopía de recuperar su efímera independencia perdida pocos años antes a manos de franceses y españoles. Tras agotadoras maniobras militares y de rastrillajes por el zoco de Arbas Tauri, Ángel fue licenciado en julio de 1942 y movilizado y reincorporado el 3 de diciembre de ese mismo año nuevamente con destino a Barbastro. Finalmente fue dado de baja  en febrero de 1943. Contaba con 23 años y había pasado cuatro duros años en el ejército.

Al regresar al terruño llevaba consigo la promesa dada a su compañero de armas y amigo Florencio Leache de acercarse a Eransus, una aldea hoy prácticamente abandonada a pocos kilómetros de Pamplona. Allí vivía la familia de Florencio y allí durante la visita sintió que su corazón se paralizaba frente a unos ojos verdes con el brillo suficiente para amortiguar la aspereza de la vida. Comenzaba a gestarse un sueño, una iluminaria de felicidad en tiempos de prepotencia, despojo y hambre.

Navarra después de la guerra se mostró más tradicional y católica que nunca. La memoria y la esperanza no tenían cabida en los más humildes. En el pueblo Ángel encontró en sus vecinos y amigos demasiados rostros  tensos, ya sea por el dolor o por la culpa. El pasado cercano se había transformado como una estación muerta.

Proscritas las organizaciones de clases y enterrados sus líderes en las cunetas, los jornales agrícolas eran de miserias. Ángel Armendáriz continua trabajando la tierra ajena y cuando puede, pedalea con energía una bicicleta prestada hasta Eransus. Es un largo trayecto, casi 40 kilómetros, pero según se dice, en el amor no hay límites ni obstáculos que valgan. El 4 de noviembre de 1944, en Pamplona, se casaría con Felisa Leache Leache, una de las tres hermanas del amigo Florencio. Y los hijos no tardaron en venir cada dos años. En total 7. Demasiadas bocas que alimentar. Eran los años de la posguerra, sinónimo de desolación y penurias, de estraperlos y cartilla de racionamiento. Ángel buscó los medios para hacer frente a  la justeza de la vida, sin abandonar el trabajo de la tierra se empleó como peón en la construcción de caminos. Mientras tanto, los niños con edad escolar acuden a la escuela donde Andrés María, el tercero de los hijos del matrimonio, comenzaba a destacarse por su responsabilidad y dedicación a los estudios. Como era zurdo, la maestra le colocó una bolsa en la mano. Se hizo ambidiestro. Alto, delgado, rubio, de ojos vivaces, mirada firme y sonrisa chispeante es el más parecido a su padre. La familia vivirá en un caserón al final de la calle Travesía de San Sebastián, un mundo mágico lleno de risas, juegos de los niños y de los ingentes esfuerzos de Felisa para tratar que siempre en la mesa hubiera la comida suficiente.

Transcurre el tiempo con la lucha ardua de la tenacidad para la familia Armendáriz hasta llegar al año 1958, una fecha que significó un enorme cambio. Los padres tomaron la decisión de buscar una salida definitiva a tantas estrecheces. No quedaba otra. Convencidos por unos primos afincados en Buenos Aires, propietarios de un almacén de ramos generales en Puerto Deseado, partieron hacia Argentina. No les fue fácil ni cómodo abandonar Obanos, pero sienten que tienen que aferrarse en la fe de la quimera. Viajar tras la nube de la esperanza. A punto de abandonar el pueblo, Andrés María, que contaba con 10 años de edad, sintió la frenética congoja dentro de su pecho como un tambor batiente. Al cerrarse la puerta de caserón les dijo a sus padres con la contundencia que ya lo caracterizaba: “Este pueblo, esta casa, pese a todo, siempre será mi hogar”.

Andrés María Armendariz.

La sangre encendida

Una vez instalado en Puerto Deseado, Ángel comenzó a trabajar como vendedor en el almacén de sus primos y los hijos continuaron la escolaridad, en el colegio María Auxiliadoras las niñas y los varones en el colegio salesiano San José. En el ínterin, nacería Stella Maris, la quinta mujer. Después, quiso el destino,  regalarle una sonrisa a Ángel al tener la oportunidad de entrar a trabajar en Aerolíneas Argentinas mejorando su situación económica. Con el tiempo logró levantar su propia casa contando con la ayuda de Andrés María mientras éste cursaba sus estudios secundarios en la Escuela Nacional de Comercio “17 de Agosto” y a la vez  que trabajaba en un estudio jurídico.

Probablemente debido a la fuerte impronta católica que aplicó el régimen franquista en las  enseñanzas -que hizo suya y amplío la Navarra triunfal-, Andrés María sintió desde temprana edad un intenso compromiso de fe. En los albores de su adolescencia comenzó a estrechar lazos de amistad y cooperación con los padres salesianos y bajo el gobierno pastoral de Mauricio Eugenio Magliano, primer obispo de Santa Cruz, impulsor de renovados caminos de evangelización, participó en la fundación de  la Acción Católica de Puerto Deseado. También integró el Movimiento Familiar Cristiano que aglutinó a un importante número de jóvenes.

Con gran entusiasmo y compromiso Andrés María se involucró en diversas actividades: retiros espirituales, misas participativas, bailes, rees, excursiones. Editó con otros amigos, la revista “Juventud en Marcha” que se realizaba a mimeógrafo en los salones de la Parroquia y fue parte activa en la organización de excursiones al santuario de  la Gruta de Lourdes ubicada a 14 km de Puerto Deseado. Por su forma de ser,  Andrés era el clásico líder, responsable, carismático, enemigo de las acciones individualistas y de los prejuicios sociales. Amaba la fotografía, el teatro, la poesía, el ciclismo siendo su ídolo el español Federico Martín Bahamontes, “El águila de Toledo”.

En 1969 debió de mudarse a Buenos Aires en un contexto de múltiples reacciones populares contra la opresión política, económica y social imperantes durante la dictadura del general Juan Carlos Onganía. Fue el año de puebladas en Córdoba, Rosario, Tucumán, Corrientes y el surgimiento de la guerrilla urbana. Andrés María no actuó con indiferencia a los reclamos de libertad y democracia. Ingresó en la Universidad Católica Argentina (UCA) como estudiante de Relaciones Humanas. No tardó, juntos a otros compañeros, en cuestionar el carácter elitista de esa casa de estudios de la Iglesia Católica. No comprendía que en ella se formaran profesionales que avalaran un proyecto liberal, capitalista y antipopular. El joven navarro jamás renunció ni olvidó su origen de clase. A la vez que estudiaba, entró a trabajar en la empresa estatal Austral Línea Área en el área de Cobranzas.

Como tantos otros que había integrado aquellas organizaciones católicas, que durante los gobiernos autoritarios desempeñaron una prudente oposición, Armendáriz asumió mayores obligaciones. El Concilio Vaticano II y el posterior Documento de Medellín cuya premisa eran anunciar el Evangelio denunciando las injusticias, bajo el método de ver, juzgar y actuar, fueron las energías que iluminaron su camino. El camino hacia la libertad.

La causa de los pobres a través de cambios estructurales en la sociedad pasará a ser un deber inapelable. En definitiva, el conflicto se planteó de tal modo que sería imposible para alguien con ideas morales no tomar partido.

Obtenido el título universitario con excelentes calificaciones, Andrés, o “el gallego” como le decían sus amigos, recibió la propuesta de integrar la plantilla jerárquica de la empresa. Oferta que rechazó porque la evaluó como una forma de tomar distancia del resto de sus compañeros, algo que le desagradaba sobremanera. Al muy poco tiempo será nombrado delegado gremial en APA, Asociación del Personal Aeronáutico y pasará a militar en la Juventud Trabajadora Peronista. Eran los años donde el pueblo con su lucha había roto el largo periodo de gobiernos dictatoriales. El peronismo, tras 18 años de proscripción, estaba nuevamente en el poder y el hecho de haber sido parte fundamental en la derrota del régimen militar avivó aún más el fuego en los corazones de una gran parte de la juventud argentina. Pero la democracia tuvo una vida efímera. El 24 de marzo de 1976 se produjo el tan anunciado golpe de estado cívico-militar. De ahí en más, la aplicación del miedo y el terror, la destrucción de la solidaridad de clase y el impedimento a cualquier reclamo fueron garantía para materializar el exterminio. La cumbre de todo lo pérfido.

Para entonces Andrés había alquilado un departamento lo suficientemente grande para recibir a tres de sus hermanos que desde Puerto Deseado venían llegando a Buenos Aires a continuar sus estudios. Departamento que sería allanado al poco tiempo por las fuerzas de seguridad. En otro episodio, en esa quemazón de horas y días de insoportables tensiones, la novia de Felipe Armendáriz era secuestrada y luego desaparecida.

Por eso años la familia Armendáriz se despedió de Puerto Deseado. Ángel sería  trasladado a Córdoba al momento que Aerolíneas Argentinas había tomado la decisión de levantar las escalas intermedias entre la ciudad de Comodoro Rivadavia y Río Gallegos.

No quiso Andrés María perder el tren de la historia en cuyos vagones venía el futuro. Como pudo, fue sorteando los muchos peligros existentes en aquel  primer año de la dictadura más sangrienta que haya conocido el país. Pidió licencia sin goce de sueldo del trabajo, pero el haber sido una figura gremial combativa en Austral, sin duda lo marcó como uno de los tantos objetivos de los grupos de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Su padre, preocupado, le advirtió del peligro al llegarle la alerta en el gremio donde estaba afiliado. Aun así, continuó su actividad militante en la JTP con los recaudos necesarios en esas difíciles coyunturas. A la par, la relación sentimental con Graciela Bonet, una compañera militante, se fue consolidando cada vez más hasta que decidieron vivir juntos. Previo a eso, una sencilla ceremonia, un sacerdote amigo, dos anillos y el compromiso de amor eterno y fidelidad fue todo lo que les hizo falta. Luego, un departamento ubicado en el barrio General Manuel Savio de Villa Lugano donde termina la capital y comienza la provincia, los cobijó. El hogar necesario para soñar en calma esa libertad bella como la vida. Afuera, en las calles y en las plazas, reinaba el vendaval de chispas heladas. Marcelo, el hermano menor de Graciela, que trabajaba como personal civil en el Edificio Libertad, sede del Estado Mayor General de la Armada, le  había acercado la noticia que ambos están “marcados”, es decir, en la lista negra de los represores.

En esa larga pesadilla la pareja buscó que la realidad no los lastimara lo suficiente. Trataron de acariciar la vida lo mejor que pudieron, como rozando el agua con los dedos. Por el momento decidieron no tener hijos. Alrededor de ellos iban surgiendo demasiados vacíos y vibraciones de ausencias. Hay quienes de un día para otro ya no están, dejando tras de sí una  huella de asombro y estupor. A veces ni eso. Andrés sintió impotencia. La cantidad de desaparecidos a la cuenta del terror estatal son incalculables. Cada día más y más. En ocasiones entrará en la penumbra del silencio de cualquier iglesia y subirá un rezo o una plegaria al cielo con los labios apagados y el alma abierta. 

Marzo de 1977. Un hasta luego y un beso fue la despedida. Graciela sabía lo que debía hacer. Si no volvía para las 20 hs tenía que abandonar el departamento lo más rápido posible. Los recaudos imprescindibles de sobrevivencias en aquellas circunstancias. Andrés partió rumbo hacia la cita pautada. Dos días antes se había cumplido el primer año del golpe de estado. Caminó hacia el destino con pasos firmes. Nada podía alterar el sendero, sintió que debía de apretarse consigo mismo y ser duro como una piedra. Semanas antes la familia le había suplicado que se marchara del país o al menos protegerse en la inmensidad patagónica. Tomar distancia de las fauces de los lobos. “Si todos abandonamos ¿Quién continúa la lucha?” fue su respuesta.

La noticia que Ándrés no había regresado al departamento ese sábado 26 significó para sus más íntimos una pesada losa negra y helada sobre sus espaldas. Sacudida por el espanto, María Ángeles Armendáriz comenzó a transitar a través del dolor inmenso - ese que aún permanece con ella-, el calvario para hallar al hermano desaparecido. Intensa y desesperada búsqueda en una ciudad amenazada por los demonios.

Recuerdos que sangran. Jamás olvidará la angustia de Graciela en ese rostro pequeño, el llanto y el miedo inmenso en sus ojos negros. La temible sospecha que aquella cita estaba “envenenada”, alimentó  funestos presagios. Fue un tiempo indeterminado en una búsqueda frenética, hasta finalmente encontrarlo en una morgue 11 días más tarde de su secuestro. Lo vio destrozado, maltrecho, tendido sobre el metal tan frío como la propia muerte y María Ángeles frente a la tragedia, con la necesidad de ser valiente pese a sentirse colmada por dentro de un grito de pesadilla. Trató de mantener la calma, de no perderse en ese laberinto de impotencia. Debía de  estar entera, lo más entera posible para ultimar la despedida a su hermano. El abogado del consulado español había logrado lo que para miles de familias argentinas les estaba negado, porque no supone nada más doloroso que tener una flor destinada y no encontrarle el rumbo.

El silencio y la tristeza del cementerio se había trasformado en una niebla fina flotando sobre las lápidas. Andrés María era sepultado bajo el llanto de su familia y Graciela Bonet lograba ponerse a salvo en Brasil con la ayuda de sus padres. Pocas semanas después, su hermano Marcelo sería secuestrado en la vía pública por personal de seguridad y sus pasos en la tierra se perderán para siempre.

Sábado 28 de marzo de 2015. En esa mañana otoñal el verde de los árboles lucían los mismos relámpagos amarillos en las hojas que 38 años antes. Un grupo de personas permanecían abrazadas, apretadas dentro de una pesadumbre ineludible. El motivo de estar ahí fue esa ausencia, ese vacío y los añejos recuerdos que los estaban dejando empapados de una honda tristeza. Todos  con la cabeza inclinada y los ojos húmedos. Clavados, paralizados alrededor una baldosa, de tantas otras baldosas de la memoria que habitan los espacios urbanos y las aceras de las ciudades argentinas. En ella se visibiliza la historia cruel que a veces cuesta ponerle palabras. Un mojón contra el olvido. Un puente entre el pasado y el presente, incrustaciones de vajillas rotas y vidrios de colores. Un rectángulo para el alivio o el dolor.

Aquí fue encontrado Andrés Armendáriz Leache, militante popular asesinado el 27-3-1977 por el Terrorismo de Estado. Barrios por memoria y justicia, dice y exclama la baldosa que socializa sentimientos.

Baldosa por la memoria de Andrés Armemdariz Leache.

El lugar exacto ya fue mencionado: Calle Trole nº 258 del barrio de Pompeya, muy lejos de Puerto Deseado y aún más de aquel valle de las estrellas de donde Andrés un día partió junto a su familia y seguramente ahora se encuentre. Bien arriba, libre de las garras del mundo y los dientes de los lobos en la sombra.

Fuentes:

Testimonios y datos documentales brindados al autor por María Ángeles Armendáriz durante marzo/abril 2020

Borrero, José María, La Patagonia Trágica, Peña Lillo, Ediciones Continente, Buenos Aires, 1999.

Gipuzkoako Foru Aldundia, Atzoko Prentza Digitala, Prensa Histórica Digital, ¡Trabajadores! : Órgano de la U.G.T. en Navarra (11/8/1933)

Zubimendi, Miguel Ángel/ Sampaoli, Patricia/Tagliorette, Alicia. La Patagonia Rebelde en el Noreste de Santa Cruz. La recuperación de la memoria y búsqueda de las huellas de los peones rurales en huelga. Revista de Arqueología Histórica Argentina y Latinoamericana “Arqueología Histórica Argentina. Situación y perspectivas”. Número 12 (2018)

Oscar Armando Bidabehere: A 39 años de un crimen que sigue impune, TiempoSur, el diario de la Patagonia Sur 27/3/2016

Beguiristain Gurpide, María Amor, Zubiaur, Francisco Javier: Estudio etnográfico de Obanos (Navarra), Eusko Ikaskuntza, colección Barandiaran, 1990

Marco Sánchez: Reconocidos  69 navarros que fueron fusilados en la guerra civil, Diario de Navarra, 16/11/2011, Pamplona.

García Sanz Marcotegui, Ángel/ González Gil, Ana María, Diccionario biográfico del socialismo histórico navarro, Universidad Pública de Navarra, Pamplona, 2019

Andrés María Armendáriz Leache (1948-1977).”Su vida en fotos” Video Homenaje

Acto de colocación de baldosa homenaje a Andrés María Armendáriz Leache, 28-03-2015


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