384 Zenbakia 2007-03-02 / 2007-03-09

Gaiak

Hombres y mujeres: leyes humanas y leyes divinas en la prensa de Bilbao (1889 - 1923)

MACÍAS MUÑOZ, Olga



A

menudo, en la prensa del Bilbao de finales del siglo XIX y principios del siglo XX aparecían ciertos consejos morales sobre cómo comportarse dentro del complicado panorama social que poco a poco estaba cambiando los hábitos y costumbres de los bilbaínos. Estas recomendaciones afloraban desde los periódicos en las secciones de entretenimientos y la mayoría de las veces provenían de otros rotativos, generalmente madrileños. Dentro de este tipo de consejos destacaban, por su particular presentación en una mezcla de leyes humanas y divinas, los llamados mandamientos o decálogos. Se cogían los diez mandamientos divinos y se adaptaban a aquella problemática social que se quería legislar con más o menos sentido del humor, según las ganas y deseos del reporter. Cualquier tema podía ser objeto de la afilada ironía de estos improvisados legisladores: la mujer, el marido, los candidatos políticos...

Sin duda alguna, el tema preferido por estos moralizadores del papel era la mujer, eso sí, en sus más diversos estados sociales. Bien como la joven soltera que se estaba preparando para el matrimonio, o como aquella mujer ya inmersa en este sagrado lazo conyugal, o como la viuda que pasaba a un nuevo estatus dentro de la sociedad, todas ellas eran objeto de análisis y recordatorio de las normas morales que debían de seguir.

Para comenzar, no deja de ser curioso el regalo que el cajista de un periódico de Madrid compuso para su prometida en 1889 con motivo de su próxima boda. Recogido por El Noticiero Bilbaíno y bajo el título El Polisón, puesto que en forma de esta prenda lo confeccionó, este acto de fe decía lo siguiente:

Una joven debe saber:

Coser. Cocinar. Ser buena. No ser ociosa. Ahorrar la ropa. Hacer buen pan. Ser viva y alegre. Dominar su genio. Evitar los enredos. Guardar un secreto. Cuidar los enfermos. Leer, mas no novelas. Hacer mucho ejercicio. Pasar sin tener criada. Ver un ratón sin miedo. Ser el encanto de la casa. Tener la casa muy limpia. Limpiar las telas de arañas. Respetar siempre a la vejez. Vestirse muy modestamente. Tener gran cuidado con el bebé. Ser el apoyo y fuerza del marido. Ser en todos los casos mujer fuerte. Casarse con quien tenga mérito real. Llevar un calzado que no hiera los pies.

En resumidas cuentas, este cajista recogía toda una declaración de principios sobre cómo debía de ser una mujer casada y por lo tanto de todo aquello que una joven debía de aprender en su ascenso hacia lo que parecía ser su único fin en la vida, el matrimonio. La mujer debía dominar las tareas del hogar, tales como coser, cocinar, hacer pan, limpiar, además de ser ahorradora y nada de indolente. Por supuesto, que el buen carácter de la mujer era primordial, además de ser discreta, valiente y fuerte. A la hora de vestirse nada de perifollos y el calzado cómodo. En cuanto al ocio, se le permitía solazarse con lecturas, pero evitando aquellos folletines que le llenasen la cabeza de pájaros y, dentro de la corriente higienista de la época, se le animaba a hacer mucho ejercicio, aparte de las tareas diarias de la casa. A todo esto había que añadir que esta joven aprendiza debía de ser buena madre, buena mujer y buena nuera, bastión del hogar, cuidando a enfermos y prole y, como no, siendo la piedra de apoyo del marido. Eso sí, a la mujer se le dejaba la libre voluntad de casarse con quien realmente lo mereciese.

Una vez casada, la mujer seguía siendo objeto de la moralina vertida en los periódicos bilbaínos. La ironía campaba a sus anchas y a modo de las leyes divinas se fusionaba con los deseos de aquellos que vertían sus opiniones al respecto. Los mandamientos que a continuación presentamos se repetían con cierta periodicidad en la prensa de Bilbao, tal vez con un deseo de que cuajasen entre las mentes femeninas:

Los mandamientos de la mujer casada

Los mandamientos de la mujer casada son diez:

El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.

El segundo, no jurarle amor en vano.

El tercero, hacerle fiestas.

El cuarto, quererle más que a su padre y a su madre.

El quinto, no matarle con exigencias caprichosas, refunfuñando o celos infundados.

El sexto, no engañarle.

El séptimo, no sisarle ni gastar dinero con perifollos.

El octavo, no murmurar, ni fingir ataques de nervios o cosa por el estilo.

El noveno, no desear más que un prójimo, y este ha de ser su marido.

El décimo, no codiciar el lujo ajeno ni detenerse a mirar los escaparates de las tiendas.

Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz y de allí deben sacarlos las mujeres para leerlos doce veces al día.

Por lo tanto, el objeto y fin de la vida de la mujer una vez que se había casado era su marido: amarlo sobre todas las cosas, incluso sobre su propia madre, en clara defensa de los yernos ante las suegras; agasajarle y no engañarle en los gastos de la casa y ajuar personal; cuidar su tranquilidad mental evitando cotilleos y salidas impropias de tono; y por último, conformarse con lo que su marido le proporcionaba. De este modo se condicionaba a la mujer al mayor de los ostracismos sociales.

¿Pero, qué pasaba una vez que la mujer enviudaba? Los comandos paramoralistas continuaban con su labor de zapa in memoriam del finado marido, aconsejando a las viudas cómo debían de comportarse ante la nueva situación social en la que se encontraban:

Los mandamientos de la viuda

1º No amar más que al primero.

2º No jurar amor en pasando los treinta.

3º Santificar el matrimonio no casándose más.

4º Honrar vuestro bienestar.

5º No matar más hombre con los encantos de los lutos y los destellos de vuestros ojos.

6º Huir de los amigos del difunto.

7º No usar mantos largos y no caer en la tentación.

8º Huir de las reuniones donde haya otras viudas.

9º No querer más y no desear más tormentas.

10º No permitir que os llamen por el nombre en diminutivo.

Estos mandamientos se encierran en un sobre y se llevan siempre consigo para leerlos si os tienta el dominio del deseo.

Por descontado, lo fundamental era que la mujer siguiese guardando la memoria del marido, negándole cualquier posibilidad de volverse a casar, con excepción de aquellas viudas menores de treinta años. Al no casarse de nuevo las viudas preservaban la honradez de su hogar, por lo que debían evitar desarbolar sus encantos ante cualquier hombre y menos aún permitirles familiaridades, en particular, con los amigos del finado. Tampoco debía juntarse con otras viudas, que podrían ponerle en el mal camino. En definitiva, la mujer debía de resignarse a no querer más.

Como contrapartida a tanta moralina sobre las mujeres, en 1923 aparecía en El Noticiero Bilbaíno el Decálogo del padre. Se recogía este decálogo de una revista extranjera como si la universalidad sobre estas ideas fuese algo inherente a la sociedad del momento.

Decálogo del Padre

I. Constituirás una familia con amor, la sostendrás con tu trabajo y la regirás con bondadosa energía.

II. Serás prudente en los negocios, pródigo en las enseñanzas, celoso en mantener la autoridad paterna, tardo en decidir, pero irrevocable en tus decisiones.

III. Tendrás para tu esposa inacabable apoyo moral, buscando en ella consuelo, sin desoír su consejo.

IV. Destruirás todo error doméstico, toda preocupación y todo desorden, en cuanto apareciese en el hogar.

V. Tratarás de que exista siempre un superávit en los afectos y en los intereses.

VI. Haz entre los tuyos que vean en ti, cuando niños, una fuerza que ampara; cuando adolescentes, una inteligencia que enseña; cuando hombres, un amigo que aconseja.

VII. No cometerás nunca la torpeza de presentar en oposición o lucha el poder materno con el paterno.

VIII. Trata de que tus hijos conozcan siquiera el camino de la escuela, de la desgracia y del dolor, y sepan sobrellevar con virilidad los males y las maldades en la vida.

IX. Estudiarás detenidamente las aptitudes de tu hijo, no le harás comprender que puede ser más que tú; ponle en camino de serlo.

X. Cuidarás sea tan robusto de cuerpo como sano de inteligencia. Hazle bueno antes de hacerle sabio.

Detrás de estos mandamientos no se concebía la figura del hombre sin ser el pater familiae, como garante de los valores de la sociedad en la que vivía. En efecto, era el hombre como padre el que con su actitud y enseñanzas para con sus hijos se erigía en la salvaguardia de unos modos de vida. Poco se decía de la mujer dentro de este organigrama social, teniendo en cuenta las amplias y arduas obligaciones paternas. Para comenzar, el padre era la piedra angular de la familia, quien la creaba, la mantenía y la regulaba. Todo ello regido por el amor y la bondad, sin dejar al margen la autoridad y la cautela. A la esposa se le dejaba el papel de apoyo moral y consejera de su marido y, en algún modo, se le hacía responsable de la vertiente emocional de la familia. Este ha sido un breve recorrido sobre algunas de las opiniones que aparecían en la prensa de Bilbao sobre las mujeres y sobre los hombres. En modo alguno se puede afirmar que estas ideas estuviesen generalizadas en la sociedad del momento, aún así, empaquetadas con una mayor o menor ironía algunos medios de comunicación no dudaban en tirar la piedra... aunque fuese bajo el pretexto de meros entretenimientos.