787 Zenbakia 2025-01-21 / 2025-03-15

Gaiak

Arte y vanguardia artística en Vasconia (1850-1950)

RILOVA JERICO, Carlos

Uno de los debates históricos habituales en torno a “lo vasco” suele rondar la cuestión de si esa sociedad es especialmente singular -o anómala para algunos- respecto a su entorno más próximo o más lejano.

El caso del que se suele llamar “Arte Vasco” sería un ejemplo sino perfecto, sí bastante interesante.                                                                     

Si seguimos una de las obras capitales sobre el asunto, “La Historia del Arte Vasco” de Juan Plazaola, es imposible dejar de constatar que ese Arte con marchamo vascónico ha debido existir desde tiempos prehistóricos -de ello darían fe cuevas como las de Ekain- hasta llegar a un siglo XX llamativo con respecto a esa cuestión.

Sin embargo, sin salir de esa magna obra sobre la Historia del Arte Vasco, el mismo Juan Plazaola constataba que en el año 1950 el director general de Bellas Artes español, el IX marqués de Lozoya, dejaba bien claro nada menos que a Jorge Oteiza que tal cosa como un Arte Vasco no existía…

Es preciso tener en cuenta -como es imprescindible cuando se escribe Historia- quién decía tales cosas y en qué contexto histórico.

El marqués de Lozoya era un producto característico del régimen que se instaura manu militari tras la Guerra Civil española de 1936 a 1939. Incluso en su aspecto físico. Militante en la Derecha española desde antes del golpe del 18 de julio, apoya a ese llamado “Movimiento” que se alza en armas contra la República por diversas razones. Entre otras las de no reconocer la existencia de hechos “diferenciales” dentro de España más allá de lo que la propaganda del propio régimen llamaba “sano regionalismo”.

La sumaria sentencia que Lozoya lanza a Jorge Oteiza, que era la prueba palpable de la existencia de un Arte moderno sino “vasco” cuando menos hecho por vascos, podría considerarse pues una reafirmación de aquellos principios llamados “irrenunciables” característicos de aquella dictadura.

Sin embargo Lozoya, dejando rigores ideológicos aparte y teniendo en cuenta su condición de historiador del Arte, no estaba equivocado al señalar que la tradición del Arte Vasco era cuando menos débil hasta aquella fecha.

En efecto. Pese a ser posible -como hizo en su momento Juan Plazaola- llenar cuatro densos volúmenes -desde la Prehistoria hasta el siglo XX- con nombres y obras de artistas vascos, es cierto que dentro del contexto de una Historia del Arte europeo desde el Renacimiento en adelante, los nombres célebres, universalmente célebres, de pintores, escultores, arquitectos… vascos, no destacan precisamente entre los de holandeses, ingleses, franceses, españoles... mundialmente conocidos…

El Arte en  Vasconia, más que producirse por medio de grandes artistas locales, es más bien comprado a otros focos ya consolidados y donde se da importancia a la producción propia para esa misma exportación a sociedades concentradas en otros menesteres. Como la Guerra, la Administración de los cada vez más complejos estados-nación y economías-mundo o la fabricación y comercio de mercancía. Ese sería el caso, ejemplar, de la sociedad vasca. Como Julio Caro Baroja ya lo hizo notar señalando que la sociedad vasca es, ante todo, una sociedad dominada por el “homo faber”. Es decir: formada por gentes pragmáticas, dedicadas principalmente a la producción, el Comercio y tareas más prosaicas que el Arte.

La ausencia de Rembrandts, de Brunelleschis, de Velázques… en los listados de artistas vascos entre el siglo XVI y el XIX, parece confirmar ese aserto del gran historiador bidasotarra.

No faltan, es cierto, figuras como la del azpeitiarra Juan de Anchieta, escultor conocido como el Miguel Ángel vasco por la perfección con la que esculpe en ese estilo que hoy llamamos “renacentista”. No faltan tampoco, entre el siglo XVII y XVIII, arquitectos como Ignacio Ybero, que ejecutan, con igual perfección, el estilo barroco. E incluso le añaden toques originales, vanguardistas. Como la aplicación del hierro como elemento de sustentación de la obra en piedra. Algo que este otro azpeitiarra realiza en la monumental cúpula del no menos monumental santuario de Loyola. Una verdadera joya -aunque casi desconocida- del Barroco.

Pero todos ellos faltan en la Historia general de ese rico Arte europeo que será exportado al resto del Mundo desde el siglo XVI en adelante. Son desconocidos, irrelevantes más allá de lo local o nacional. La obra arquitectónica del capitán Pedro Manuel de Ugartemendia, plasmada en el casco de Tolosa o en la reconstrucción de San Sebastián entre 1813 y 1828, demuestra que, en efecto, existe un Arte Vasco que es incluso original, vanguardista en su propia época, pero aún así ha quedado desapercibido, más bien desconocido más allá de nuestras fronteras. Hasta el punto de que para historiadores del Arte como el propio marqués de Lozoya resultase fácil negar, ante la cara del mismo Jorge Oteiza, la inexistencia de ese hecho.

A partir de 1850, aproximadamente, las fuerzas políticas vascas habían constatado también esa falla histórica donde existe un Arte Vasco pero éste resulta irrelevante, desconocido, limitado a convertirse ante todo en una fórmula eficaz, de uso y ámbito local. Incluso altamente rentable. Algo que corroborarían casos como el de Juan de Anchieta o Pedro Manuel de Ugartemendia, pues en sus biografías se desliza en muchas ocasiones el “homo faber” para ponerse por delante del artista al que le importa poco la eficacia o rentabilidad de su obra en tanto ésta sea, ante todo, Arte. 

Así instituciones como la Diputación guipuzcoana empezarán -a partir de esos mediados del siglo XIX- a tratar de fomentar ese Arte puro. Casos como el del oriotarra Eugenio Azcue mostrarán el éxito de esa Política. Azcue será becado para estudiar en Madrid y Roma. De allí vuelve convertido en un maestro del Neoclasicismo que impera como estilo en toda Europa, todavía, en esos momentos.

Algo perfectamente visible en sus pinturas murales de la parroquia de Santa María de Tolosa y que atestiguan que la Diputación guipuzcoana había conseguido, al fin, “fabricar” artistas de la talla de Antonio Canova o el mucho más famoso David que reinan, todavía hoy, sobre las páginas de Historia dedicadas a ese período del Arte.

Sin embargo, como se puede constatar por la escasa relevancia en esas mismas páginas de Eugenio Azcue, todo indica que, entre 1850 y 1950, a ese Arte Vasco (dado por inexistente) le queda un largo camino por recorrer si quiere ser algo más que Historia local o menciones casi microscópicas en las Historias del Arte europeo.

Esa labor recaerá sobre los hombros, sobre todo, de figuras como Jorge Oteiza o Eduardo Chillida. Al menos estos dos escultores conseguirán, a partir de 1950, que exista un Arte Vasco, a la vanguardia del Arte mundial, sonoro, visible, admirado, incluso codiciado…

El periplo vital de esos artistas ha sido descrito profusamente, elogiado, o incluso denigrado -en el caso de Chillida- con motivo del centenario de su nacimiento en 1924.  Es así como, por fin, es posible reconstruir una página del Arte Vasco que es también una página más que notable de la Historia del Arte mundial. La inicia Oteiza en los años 30 del siglo pasado, con obras tan originales y provocadoras como “Adán y Eva”, donde los padres de la Humanidad se convierten en dos antropoides acordes con las teorías de la evolución de Charles Darwin. Desde esa fecha este otro oriotarra escultor, pintor, poeta, teórico del Arte…, se entrega a una labor incasable en América y de vuelta a Europa en 1948, donde cada fracaso de sus grandes proyectos sólo le estimula a ponerse de nuevo en pie y con mas fuerza.

Es así como en el año 1957 su Escultura -ya abstracta- impresiona en la IV Bienal de Sao Paulo al mundo entero.

Un Eduardo Chillida, más joven que él, no le irá a la zaga en la labor de convertir un lenguaje artístico abstracto -a la vanguardia de todas las vanguardias, pero con claras raíces originales, vascónicas- en algo que el resto del mundo va a considerar una parte imprescindible de la Historia del Arte y que merece la atención de museos como el de Arte Moderno de París o el Guggenheim y, en fin, la equiparación de Oteiza y Chillida a firmas tan notables como la de Pablo Picasso. Incluso en elogios públicos lanzados por figuras tan consagradas como Frank Gehry…

Esa, hasta hoy al menos, es la singular página de una Historia del Arte Vasco que  logra un triunfo rotundo desde una situación casi irrelevante -o de abandono voluntario como el de Ignacio Zuloaga- en el momento en el que nacen las vanguardias artísticas modernas -como el Impresionismo, el Expresionismo, el Cubismo, el Surrealismo…, dando lugar al menos a dos figuras propias a la vanguardia de todas esas vanguardias, en primera linea de todas las Historias del Arte Contemporáneo, a partir de 1950.                                                                                    


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