Pese a las advertencias hechas -hace ya muchos años- por todo un renovador de la Historiografía vasca como Alfonso de Otazu y Llana, aún suele causar sorpresa -grata por otra parte- descubrir que este rincón de la vieja Europa que responde al nombre de País Vasco, más que una rara excepción dentro de nuestro continente es, más bien, el más decantado ejemplo de sociedad europea a través de distintas épocas históricas. Desafiando así el manido tópico volteriano sobre que todo aquí -en ese sitio que Axular llamaba “Euscal Erria”- se reducía a un pueblo sencillo que se limitaba a bailar a ambos lados de los Pirineos.
Si nos fijamos, precisamente, en algunas de las danzas que se organizaron en ese país de los vascos en un momento histórico concreto, en el lado sur de esa frontera natural, es cuando mejor podemos descubrir hasta qué punto la sociedad vasca, de los comienzos de lo que se conoce como época barroca, era un prototipo de la misma.
Esas danzas en concreto tendrán lugar durante unos festejos del año 1622 celebrados en territorio guipuzcoano. Y sobre los que hay que llamar la atención, pues se hicieron por la canonización (que ahora cumple 4 siglos) de Iñigo de Loyola. Convertido así en San Ignacio de Loyola, fundador de una orden -la de los jesuitas- sin la que difícilmente puede comprenderse la Historia europea (y de buena parte del Mundo) hasta hoy.
Iñigo de Loyola.
Se decidió celebrar esos festejos a partir de 16 de abril de 1622. Así nos lo dice el folio 68 vuelto del Libro de Actas de la villa de Tolosa (AMT A 1, 6), que es en ese momento, abril de 1622, el centro político de la provincia natal de ese santo de proyección europea y mundial. O al menos ese 16 de abril de 1622 es la fecha en la que llega a esa corporación la indicación -por parte de las Juntas Generales de la provincia- para que se pongan a disposición de ese fin. Algo que, por otra parte, demuestra que hace 400 años las fuerzas vivas guipuzcoanas conocían, perfectamente, la importancia de la elevación a los altares de tan eminente nativo de esa provincia. Alguien que, ya para entonces, había marcado el paso a la Historia del continente liderando, sin discusión posible, el movimiento conocido como “Contrarreforma”. Esa que, desde mediados del siglo XVI, trataba de purgar a la Iglesia católica de los vicios que habían llevado a la Reforma protestante y, por supuesto, de combatir ferozmente esa herejía.
Eso queda muy claro en los acuerdos tomados -entre el 11 y el 27 de abril de 1622- por los representantes políticos guipuzcoanos, reunidos en esa villa de Tolosa en una de sus habituales Juntas Generales para tratar del gobierno político de la provincia.
Si leemos el documento transcrito por la profesora Rosa Ayerbe -en uno de los más de veinte volúmenes en los que ha ido publicando esa interesante fuente- veremos en él, con todo lujo de detalles, como una serie de importantes personajes (al menos en la fecha y el lugar) deciden organizar aquellos fastuosos festejos una vez que les ha llegado la noticia de la canonización de Iñigo de Loyola a través, precisamente, de un padre de la Compañía de Jesús: Alonso Rodríguez. Alegría muy comprensible en unas autoridades que ya habían dado ese honor a Ignacio de Loyola, al nombrarlo patrón de la provincia en la que ese documento llama “húltima Junta General de Cumaya”.
Los encargados de poner en marcha esos memorables festejos para señalar tan gran y feliz ocasión, serán -tal y como lo constata el escribano fiel de Juntas de la provincia, Antonio de Olavarria- el corregidor designado por la Corona -el doctor Joan Méndez Ochoa- y los junteros delegados para esos menesteres: el licenciado Aztina -alcalde de Tolosa según los que nos dice, otra vez, el Libro de Actas de la villa a folio 67 vuelto-, don Diego de Gurpide, Antonio de Aguirre y Chiriboaga, don Joan Bauptista de Yracaval, Francisco de Ayzpuru, Martín de Aguirre, Domingo de Yriarte, don Lope Fernández de Bolíbar, Francisco de Arandia, Francisco de Oria, Miguel López de Gorostorcu (sic), Martín de Larrea y Joan López de Corrobiaga.
Ellos deciden que esas celebraciones se hagan de acuerdo a un programa de actos simbólicos y festivos que, sin duda, estuvo muy a la altura de lo que se considera el prototipo de la Europa del siglo XVII. Basta con compararlos con una gran fiesta barroca anterior en 22 años a ésta -la del Año Santo de 1600, celebrada en Roma y que nos describe Erich B. Kusch en el libro “La Fiesta. Una Historia cultural desde la Antigüedad a nuestros días”- o, incluso, con otra gran fiesta del año 1627: la boda del príncipe Jorge de Hesse-Darmstadt con la princesa Sofía de Sajonia, relatada por Günter Barudio en ese mismo volumen, donde vemos reproducirse -casi punto por punto- el mismo modelo que en urbes católicas como la Roma de 1600 o la Tolosa de 1622…
Así se decide que cada pueblo guipuzcoano erija un altar dedicado al nuevo santo en la iglesia que más conviniera, para que se pudiera acudir a rezarle en caso de “necesidades públicas”. En segundo lugar que, en las salas de Ayuntamiento de las distintas corporaciones municipales de la provincia, se pusiera -a ser posible- un retrato “de pinzel” (es decir: una pintura) de San Ignacio de Loyola al que aquellos graves caballeros describían en este documento como “glorioso patriarca”, santo tan señalado en toda la Iglesia y fundador de la “sagrada religión de la Conpanía (sic, por “Compañía”) de Jesús”, hijo de la provincia, descendiente de la casa y palacio de los Oñaz y Loyola en Azpeitia y de la no menos ilustre casa y palacio azkoitiarra de Balda… Por todo ello merecedor de estos honores, festejos y otras maniobras políticas propias de la sociedad barroca europea de mayor altura.
Como, por ejemplo, que se suplicase por las mismas instituciones provinciales al general de los jesuitas en esas fechas -el padre “Muzio Bitelesqui”, es decir: Muzio Vitelleschi, sexto en ocupar el cargo desde San Ignacio- que enviase una reliquia del santo y ésta pudiera ser visitada y adorada. Tanto por los guipuzcoanos como por “forasteros y estrangeros” que vinieran a verla. Reliquia que -en eso ponían especial empeño aquellos caballeros- debía estar en la casa natal de San Ignacio en Azpeitia y que ésta, a su vez, quedase en manos de la Compañía de Jesús para que no se perdiera la debida devoción a tan gran santo…
Algo que, por otra parte, estaba sentando las bases de lo que -más de un siglo después- se erige, en Azpeitia, como uno de los principales templos y santuarios del Catolicismo barroco. Precisamente edificado con toda magnificencia en torno a la casa natal de San Ignacio, como se requería en estas disposiciones de las Juntas tolosarras de 1622. Medida a la que se añadía la cortesía de dar las gracias a los jesuitas castellanos -por la noticia de la canonización que les habían enviado- al tiempo que solicitaban toda su ayuda para estos empeños. Algo para lo que también se requería en esa junta a la condesa de Fuensaldaña, heredera de la ancestral casa-torre de los Loyola en Azpeitia.
A todo esto, y más, las Juntas reunidas en Tolosa, en aquel abril de 1622, añadían finalmente un no menos interesante programa de festejos públicos. Unos que debían ser presididos por una figura del propio santo muy propia de la escenografía civil y religiosa barroca, formada por un entramado metálico (“fierros”) pero con rostro y manos realistas -“encarnadas”- que fueron pintadas -dos veces- por Lorenço de Brevilla, encargado de tal menester por 110 reales. E incluyendo en esa figura el adorno de la habitual simbología cristológica de los jesuitas en plata dorada. Igualmente se decidirá traer desde Pamplona y San Sebastián ingenieros especialistas en manejar fuegos de artificio. Así como músicos y cantores, contratados -aparte de los de la propia iglesia de Tolosa- en San Sebastián, Mondragón, Logroño y Pamplona. Entre ellos había tañedores de chirimía, trompetas (vestidos con librea para el baile de máscaras que también se celebraría), tambores y tamboriles.
Igualmente se señalaban en este programa de festejos barrocos por la canonización de San Ignacio, pagos para poetas que recitasen -durante los tres días que iban a durar estas festividades- sonetos en castellano y euskera (“basquenze”) y lo que el documento llama “jeroglíficos”. Otro elemento muy propio de esa compleja -y fascinante- cultura barroca. También se destinaban cantidades para los comediantes y danzantes que se trajeron para esos festejos. Pues hubo danzas en ellos, en efecto. Unas “al uso de la tierra”, otras de espadas y otras -mucho más llamativas y reveladoras del carácter de estas celebraciones- que el documento que seguimos describe como “de salbajes” guiados por Joanes de Urquiçu…
Representación de un hombre salvaje hacia el siglo XV.
La presencia de un grupo de danzantes vestidos como “salvajes” para ejecutar una danza durante esos festejos no tiene nada de sorprendente (y sí, como digo, mucho de revelador) si se conoce bien la Historia cultural europea del momento. Si volvemos de nuevo a uno de los artículos recogidos en el libro “La Fiesta. Una Historia cultural desde la Antigüedad a nuestros días” -en concreto el firmado por Leander Petzoldt sobre los carnavales de la Alta Edad Moderna- descubrimos que esas danzas de “salvajes” se pusieron de moda desde el año 1392 en el que se ensayaron -con desastrosos resultados- en la corte francesa. Lo cual, como nos dice este autor, aun así, convirtió a los “hombres salvajes” en un hito imprescindible en carnavales cortesanos y también en los populares. Como el de Basilea, donde el “Hombre salvaje” es un personaje capital. Esa danza de salvajes en los festejos por la canonización de San Ignacio es, de hecho, tan poco sorprendente en una fiesta barroca como otros efectos que se contratan para esos festejos. Caso de los disparos de arcabucería y mosquetería, los doce toros que son toreados en esos tres días o, más aún, el “carro triunfante” con músicos a bordo que también se incorpora a esa celebración.
Así Peter Burke ya nos indicaba en un trabajo fundamental sobre estos temas -“La cultura popular en la Europa moderna”- que estos entes, esos “salvajes” fingidos, surgidos de los bosques, de más allá de lo que se considera sociedad civilizada, son fundamentales en las festividades de la época que incluso la misma Iglesia católica aceptará. Como las fiestas de primavera o de mayo, donde se corona rey de las mismas a uno de esos hombres salvajes. O semisalvajes. Como Robin Hood. El célebre bandolero que, más allá de su carácter de figura histórica más o menos real, representa -con su morada en un bosque y sus ropajes verdes- a ese espíritu de la Naturaleza, del retorno de la Primavera, que, mutatis mutandis, la Iglesia católica, y en general el establishment cristiano, acepta y cristianiza.
La danza de los salvajes en honor a la canonización de San Ignacio que tendrá lugar en Tolosa en 1622, es así otro ejemplo, excelente, de lo que nos señalaba Burke en ese volumen capital para comprender aquel mundo extraño que es la sociedad barroca europea, de la que la Tolosa de esas fechas ofrece ese buen ejemplo.
Para ella, para la provincia y para una Europa ya bajo la alargada sombra de la “Societas Iesu” fundada por el homenajeado San Ignacio, que es, precisamente, una de las figuras principales en ese proceso de domesticación de esos “salvajes”, de esas reminiscencias paganas en una Europa anterior a la Contrarreforma. Esos paganos que hay que domar y horrorizan de tal modo a algunos buenos cristianos como para pensar en una reforma de la iglesia. Una que lleva a aquel cisma que Iñigo de Loyola combatirá con toda su fuerza, dejando tras de sí ese legado tan celebrado en 1622 y que, nos guste más o menos, lo compartamos todavía hoy o no, es parte fundamental de nuestra Historia guipuzcoana, vasca, española, europea, en definitiva mundial...