
Gaiak
La construcción de la ciudadanía vasca: ¿elección del grupo o del individuo?
Hoy en día la ciudadanía vasca, a falta de ser reconocida “desde arriba”, de ser reconocida “verticalmente” y beneficiarse de un “techo político”, es decir, de un Estado-nación, se encarna y se reinventa “desde abajo”, a partir de las dinámicas impulsadas por la sociedad civil. Este activismo de los colectivos asociativos puede reivindicar a su favor una serie de éxitos, como por ejemplo el hecho de que los poderes públicos hayan reconocido parcialmente la legitimidad de la enseñanza del euskera sobre el conjunto de los territorios constituyentes de Euskal Herria.
Desde hace algunas décadas, el grupo vasco sobrevive principalmente gracias a las iniciativas individuales y/o colectivas ciudadanas, y no gracias a las instituciones estatales que podrían representarlas. A partir del último cuarto del siglo pasado, el grupo vasco ha privilegiado la perspectiva de una ciudadanía basada en el principio de la integración más que en la de la única defensa del grupo de origen. Hizo esta elección tanto por instinto de supervivencia como por idealismo democrático de un futuro nacional. Esta elección constituyó y constituye una apuesta. En efecto, si los procesos de integración de la población son procesos largos y complejos a escala de una colectividad que se beneficia de un Estado-nación, lo son aún más en el caso de una nación sin Estado en la que se niega una situación diglósica de desventaja. A pesar de todo, la sociedad vasca ha apostado por la integración impulsando una dinámica social que hace del euskera su apoyo principal. Esta dinámica ha sabido aprovechar la cosmogonía vasca tradicional revalorizando el significado del autónimo “euskaldun”, que hace de un hablante vascófono un vasco y, por tanto, ha podido inscribirse en la continuidad de la lógica del relato identitario local. Esta dinámica fue impulsada tanto por vascófonos de lengua materna como por aquellos que constituían la primera generación a la que no se había transmitido la lengua vasca.
Hoy parece que la defensa de los intereses del grupo a través de la apuesta de la integración rivaliza con otro marco ideológico de referencia. En efecto, ya no se sugiere implícitamente al individuo que se integre en el espacio histórico-simbólico en el que evoluciona. Al contrario, tanto la prevalencia del individualismo como la de la ideología del antirracismo contribuyen a una inversión entre derechos y deberes. Como lo demuestra la referencia permanente a la “diversidad”, actualmente se pide a la sociedad de acogida que se organice para responder al conjunto de los derechos reivindicados por los individuos. En este nuevo contexto ideológico, los intereses del grupo de origen chocan ampliamente con los discursos y dinámicas sociales que reivindican la primacía de la protección de los derechos del individuo.
Por eso, el mundo vasco se encuentra hoy ante una elección crucial que debe meditar. Una elección entre dos opciones: construir una ciudadanía vasca (ya sea informal o formal, horizontal o vertical) que se formule a partir de los intereses del individuo o elegir la opción más clásica, que privilegia la referencia al grupo, a la comunidad.
Debido a la extrema diversidad de historias individuales (lenguas, orígenes, conciencias de sí y convicciones políticas), la referencia al individuo no permite reivindicar un marco institucional que proteja la cultura y la identidad vasca. Suponer que el conjunto de los habitantes de Euskal Herria sea sensible al reconocimiento (otros dirían a la normalización) del hecho vasco es, en efecto, ingenuidad o ceguera.
Al contrario, la referencia al grupo o a su territorio histórico-lingüístico permite reivindicar la idea de compartir un espacio simbólico y geográfico común, un espacio sobre el cual debe poder aplicarse el derecho político legítimo e inalienable a la continuidad histórica, un derecho por otro parte oficialmente reconocido por numerosas instituciones internacionales.
En este sentido, el discurso dominante, que da valor permanentemente a la idea del reconocimiento de la “diversidad” como marco de resolución de toda forma de injusticia, plantea un problema en la medida en que no tiene en cuenta la preocupación principal del mundo vasco: organizarse para proteger y desarrollar los marcos institucionales que garanticen la expresión misma de su identidad.
Pero, ¿cómo analizar, dentro del activismo vasco, este paso que va de la reivindicación de los derechos del pueblo/grupo a la reivindicación de los derechos del individuo?
En primer lugar, hay que señalar que, en el seno del mundo occidental, la izquierda contemporánea llamada “progresista” rechaza el concepto mismo de identidad. Según esta visión, la identidad no sería más que una construcción histórica discriminatoria de otra época, cuyos fundamentos –como la transmisión, la herencia, la filiación o la tradición– serían como mínimo sospechosos si no retrogrados.
Pero, ¿cómo entender los orígenes ideológico-científicos de esta nueva lectura de la sociedad? Hay que recordar que las ciencias sociales constituyen la principal fuente de inspiración teórica de este activismo político, que reivindica el reconocimiento de los derechos humanos reinterpretados hoy como equivalentes a los del Individuo. En efecto, desde hace varias décadas, los trabajos de las ciencias sociales han contribuido no sólo a criticar y deconstruir sino también a desacreditar las nociones de nación y/o pueblo; nociones que constituyen, sin embargo, uno de los pilares a los que se refieren los Derechos Humanos. Estos trabajos están muy dominados por el relativismo cultural, según el cual en materia de prácticas culturales y lingüísticas todo vale en todos los sitios y en todos los tiempos, todo le está permitido al individuo para dictar el marco que le conviene allí donde quiere. Aunque sus intenciones son a priori loables y justificadas, se adivinan aquí tanto los obstáculos inextricables sobre los que necesariamente bebe la ideología individualista en su forma absolutista como el dilema insostenible que suscita en el caso vasco: ¿cómo reivindicar los derechos (que éstos se aplican, además, tanto a las escalas individuales como colectivas) que se justifican principalmente por la “anterioridad” histórica del grupo vasco en su propia tierra? ¿Cómo reivindicar el derecho a la continuidad histórica sin ser tachado de ir en contra de los derechos individuales de cada uno?
La única manera de resolver este callejón sin salida es no tener en cuenta el discurso dominante que lo sustenta y formular un discurso que sea operativo en el caso vasco. No se trata, por ejemplo, de hacer del concepto de etnia y/o de nación vasca un tótem, sino de tener en cuenta su historia. En efecto, si hay hoy vascos en Euskal Herria, es ante todo porque los había ayer y anteayer, y porque éstos supieron transmitir, en mayor o en menor medida según los territorios, todo o por lo menos una parte de lo que eran. Ahora bien, actualmente, en el propio mundo vasco, muchos consideran implícitamente que la protección de los rasgos clásicos de la vasquidad se basa en una percepción retrógrada de la misma, y que esa protección no permitiría los procesos de integración e iría en contra de los derechos individuales.
Pero, ¿es realmente así? ¿No estamos aquí ante un error de apreciación que sucumbe a una moda ideológica? ¿No es, por el contrario, la tendencia a la disolución de la identidad vasca la que constituye el principal freno a los procesos de integración y la principal amenaza que se cierne sobre la coherencia cultural del grupo y, en consecuencia, del individuo mismo? Esto es, si los rasgos clásicos de la vasquidad ya no tienen autoridad, ¿a qué puede pretender integrarse un individuo? ¿A qué narración, a qué imaginario puede referirse? En efecto, nunca hay que perder de vista un dato esencial: tanto los procesos de educación (infancia) como los procesos de integración (edad adulta) se apoyan en un mismo principio, el de la transmisión por el aprendizaje y la imitación. Ahora bien, este proceso de transmisión sólo puede tener lugar si el grupo propone el modelo de un relato que respeta a la vez su pasado e inspira su futuro.
Hasta hace poco el grupo vasco tenía la suerte de poder apoyarse en la lógica identitaria que implica el autónimo tradicional “euskaldun”. De alguna manera, los vascos no tenían la necesidad de inventar nada para responder a los retos identitarios contemporáneos. Era suficiente con permanecer fieles a lo que proponía su autónimo. La lengua era considerada a la vez la base de la integración individual y la herramienta principal de supervivencia del grupo. Los que, a la edad adulta, hacían la elección y el esfuerzo del aprendizaje del euskera lo hacían porque éste les proponía una perspectiva simbólica. Este proceso de aprendizaje les permitía, en particular, beneficiarse a largo plazo de un valor añadido identitario y cultural. La misma iniciativa de aprendizaje significaba la adhesión al mundo vasco.
Pero, tal y como sucedió en el siglo pasado con las versiones esencialistas de la identidad vasca, parece que esta versión existencialista y voluntarista también se considera potencialmente discriminatoria para quienes hacen de los derechos del individuo un culto. Por sorprendente y excesivo que parezca, invitar a un individuo a aprender euskera en el País Vasco corre el riesgo hoy de ser percibido como una potencial ofensa a la identidad de origen de éste, y no como la oferta de una oportunidad de inserción en el mundo vasco. Por eso, actualmente ya no se propone al individuo convertirse en “euskaldun” (vasco vascófono) y participar, por tanto, en la larga cadena lingüística e identitaria del mundo vasco. Hoy en día, para liberarse del riesgo de ser acusado de etnicista y/o de comunitarista, se abstiene simplemente de afirmar la “anterioridad” histórica y, por consiguiente, la legitimidad del mundo vasco. En consecuencia, se renuncia simplemente al proyecto de la integración y, más aún, al de la asimilación.
Sin embargo, se propone al individuo un compromiso sin sabor ni profundidad histórica: el de convertirse en “euskal hiztun” (“hablante vascófono”) o “euskalari” (“persona que estudia la lengua vasca”). Una propuesta desencarnada y poco atractiva que no permite al individuo ser reconocido como “euskaldun” ni al grupo seguir siéndolo.