690 Zenbakia 2014-10-01 / 2014-11-05
Portada del libro “Historia de la prostitución en Euskal Herria”.
La idea de hacer un repaso a la historia de la prostitución a través de la historia de Euskadi y viceversa trajo como consecuencia el libro “Historia de la prostitución en Euskal Herria”. Comprobar cómo ambas cambian y se manifiestan de forma sincronizada, identificando la evolución de una sociedad y sus formas de sexualidad prohibida, o cuando menos censurada.
Porque la prostitución en Euskal Herria existió, por más que la historiografía nostálgica, romántica y fuerista de principios del siglo XX quisiera oponer la idea del vasco recio, de costumbres ascéticas y nada dado a alegrías frívolas con los pecados de la carne (quizá si exceptuamos la gula). Bien es cierto que quizás no se dio de forma ostentosa, cantonera, esquinera, pero haberla, la hubo.
En la primera época que consideramos, a principios de la Edad Moderna, el adoctrinamiento moral de la Iglesia, la importancia de las normas y tradiciones seculares, el papel de la mujer como madre y el valor de la castidad y la virginidad, todo ello en una sociedad cerrada con una fuerte endogamia, en caseríos desperdigados con un fuerte rechazo al extranjero, no facilitaban el hecho de que hubiera mujeres que se aprestaran a traer la deshonra a su apellido y al del caserío. La prostitución aparece desperdigada en posadas de caminos, donde paran los arrieros, en tabernas de puerto o en algún caserío de dudosa reputación, a cargo de una vieja alcahueta que recurre a chicas necesitadas de los alrededores cuando es menester. Chicas que han tenido una vida difícil, huérfanas, vulnerables tras un embarazo no deseado, o marginales y desarraigadas, que empujadas por las circunstancias y sin nada que perder, acuden a los llamamientos de la alcahueta.
Evidentemente hay muchos “grados” entre estas mujeres: desde la chica “fácil” del pueblo, que es conocida hasta por los chiquillos del lugar que la perseguían, la ramera, la vagabunda, la mantenida ya con carácter más oficial, la manceba del cura (hasta el Concilio de Trento, el celibato del clero dejaba mucho que desear) y la tabernera más urbana, la que seguía a la soldadesca... En la ciudad su origen es frecuentemente el de una muchacha que acude a servir desde el caserío, inocente, con una idea equivocada de la obediencia debida al patrón. Acaba embarazada o descubierta por el ama y, puesta en la calle, solo tiene el recurso que le proporciona la alcahueta. Claro que tampoco hay que olvidar esa forma encubierta de prostitución que era la venta de la honra a cambio de un matrimonio o, en caso de incumplimiento de promesa de un resarcimiento económico tras la denuncia por estupro.
Lo primero que destaca desde sus inicios es el control por parte de las autoridades más cercanas al pueblo: el cura desde el púlpito y el alcalde mediante el destierro y la cárcel. Pero ellos son también los primeros en considerar que, como el hombre tiene en su naturaleza unos deseos e impulsos incontrolables, unas ineludibles necesidades libidinosas, lo que hay que hacer es dirigirlas y controlarlas para así evitar violencias, violaciones, incesto u homosexualidad, en lo que se llamó “el mal necesario”. En Iruñea, por ejemplo, en 1557, está documentada la existencia de una casa de mancebía ¡gestionada por el propio municipio!, “atendiendo a la gran necesidad que hay en esta ciudad de una casa de mancebía”, en la zona del portal de Jus la Rocha, del que el municipio percibía un censo. Pero también conocemos casos parecidos en Bilbao o Balmaseda (que era zona de afluencia de arrieros como ciudad-mercado)...
Prostitución. Castigo de prostitutas, devoradas por sapos y serpientes (izquierda), y de deshonestos (derecha). Detalles de las arquivoltas de la portada románica del Juicio de la catedral de Tudela (Navarra). Hacia 1200.
Preocupaba especialmente su distinción de la doncella honrada, que no se las confundiera, por lo que se llevaba a cabo un control a través de su forma de vestir: que no usaran toca como las mujeres honestamente casadas, que usaran distintivos para que tampoco se las confundiera con las doncellas, que llevaran tocas “azafranadas”, que llevaran una pluma, que llevaran los famosos “picos de color pardo” sobre la falda —de ahí el refrán de “ir de picos pardos”—, que no llevaran sedas ni prendas lujosas o suntuarias que no ofrecieran en la Misa, que no llevaran luto por sus “amigos”... Las ordenanzas de muchos municipios están repletas de estas consideraciones. El siguiente paso era expulsarlas de la localidad. A veces con curiosas ceremonias como en San Sebastián, donde se las montaba en un asno desnudas de cintura para arriba y enmieladas. Así conocemos gracias al libro que Iztueta escribió sobre las danzas, la melodía Neskagizonkiak erritik botzeko soñua, al tiempo de exponerlas en el límite del municipio.
Para los casos más graves estaban la cárcel-galera de Iruñea y Bilbao. Conducidas de justicia en justicia desde sus localidades de origen, allí llevaban una vida dura en régimen conventual, casi carcelario. La idea era que se “reformaran” y modificaran sus conductas. Cuando las Cortes de Navarra reunidas en 1684 piden al rey permiso para construir esta casa, se afirma que es para “las mujeres que viven libremente divertidas, a las que no basta el medio que comúnmente se usa, que es el de desterrarlas”. Volvían enseguida a sus pueblos porque no tenían a dónde ir, y generalmente causaban graves contagios trasmitiendo sus enfermedades venéreas.
En resumen, esta primera parte del libro, anterior al siglo XIX, trata sobre la prostituta en la sociedad tradicional del País Vasco, su vida, y su control y castigo. Se ilustra con casos concretos rescatado de diversos archivos municipales, del Archivo del Corregimiento (Archivo General de Gipuzkoa) y Archivo de la Archidiócesis de Pamplona.
En la segunda parte, su historia queda marcada por la obsesión por “reglamentar para controlar”. La preocupación higienista que recorre el siglo XIX se plasma en la preocupación por salvaguardar la salud pública. Evitar la propagación, el contagio de la sífilis y las enfermedades venéreas se convierte en una prioridad para las autoridades del país. Y de ahí la necesidad del control, de las revisiones médicas, de las cartillas sanitarias, de los reglamentos municipales de “higiene especial”. Pero también porque es una manera de controlar sus establecimientos, que se circunscriban al extrarradio en la mayor invisibilidad. En especial en ciudades como San Sebastián que vive de un turismo burgués acomodado y familiar.
Ficha higiénica del Registro de Higiene especial, sección prostitución, Eibar, 1913.
Cada ciudad va tomando unos caracteres diferente, igual que la personalidad de las propias ciudades. Mientras que en Donostia la prostitución tiene unos rasgos más refinados, cosmopolita, con cabarets, con las denominadas tanguistas, o el “café-danzant”, en Bilbao encontramos los extremos: desde el burdel elegante en el centro para la nueva clase capitalista nacida al calor de la revolución industrial, al barrio de las Cortes para el cargador y el trabajador de la ría, hasta el del lumpen en la zona minera en unas condiciones de higiene y sanitarias paupérrimas para el obrero tras una jornada de duro trabajo, con el jornal en el bolsillo, en busca de una diversión antes de volver al sucio barracón. Por su parte, la prostitución de Vitoria y Pamplona toma un carácter más clandestino y anónimo, resultado de una clientela formada primordialmente por aquellos que tienen un celibato forzado y forzoso, como los curas y los soldados.
La reglamentación y los controles higiénico-sanitarios tuvieron, por otra parte, múltiples voces opositoras. Se decía que era discriminatoria, pues solo afectaba a la mujer, que la prostituta podía estar sana al comienzo de la mañana y contagiada tras alguna “ocupación”, que llevaba forzosamente a éstas a la clandestinidad, y que en todos los lugares proliferaban los pagos “bajo manga” a los inspectores y las falsificaciones de las cartillas con cambios de identidad. Si el ama encontraba una chica infectada, la cambiaba sin más, y esta acudía a otro local. La movilidad geográfica era una de sus características. Simultáneamente, a principios de siglo XX surge el Patronato para la Represión de la Trata de Blancas para acabar con la prostitución organizada, además de Juntas de Damas caritativas y congregaciones religiosas como las Adoratrices o las Oblatas, que intentaban acudir en socorro de chicas descarriadas” y “regenerarlas”.
Tras la Guerra Civil, en la época de Franco, los períodos de reglamentación se alternarán con años de abolición (1935-41), la vuelta a la reglamentación (1941-56) con años de prohibición total de los burdeles (con redadas y prisión para las putas), pasando a una tendencia progresiva hacia una tolerancia pasiva. Estos años, entre 1940 y 1970 vuelve con fuerza la contradicción entre la idea de la mujer católica, familiar y “decente”, con una glorificación de la maternidad, la pureza y la castidad en el noviazgo... con la idea de la puta como mal menor y como servicio público de sostenimiento al orden social.
La doble moral, auspiciada desde la Iglesia y la moral pacata del Régimen, vuelve a recordarnos los tiempos pasados en que la puta es un elemento, un mecanismo, una “cosa” que sirve para reforzar la estabilidad del entramado de la sociedad patriarcal.