395 Zenbakia 2007-05-18 / 2007-05-25
Fue a principios de 1946 cuando mi primo Jorge Pita insistió en su propuesta de presentarme al P. Francisco de Madina. Por aquella época yo había terminado la escuela secundaria y desde hacía dos años estudiaba piano con el ya legendario Vicente Scaramuzza. Al mismo tiempo había empezado a borronear mis primeros intentos de componer alguna canción de cámara. Jorge había mostrado mucho interés en que conociera al “cura compositor” que formaba parte de la comunidad lateranense asentada en la Parroquia de N.S. del Valle, en la Av. Córdoba al 3300, allí donde también tenía su sede el Coro “Lagun Onak”. Me había hablado de importantes obras sinfónicas y sinfónico-corales estrenadas por maestros como Albert Wolff y Roberto Kinsky. Yo estaba apenas emergiendo (vía Scaramuzza) de lo que podía llamar mi adolescencia musical, la que hasta entonces se había desarrollado no mucho más allá de los lindes barriales y, por añadidura, la ausencia de práctica religiosa activa en mi casa paterna determinaba que el hecho de tratar a un sacerdote tuviera un alcance inusual. Foto: “Francisco de Madina biografía”.
Finalmente se concretó la visita. Madina estaba supliendo por unos días al capellán del cercano Hospital de Niños y allá fuimos una noche, a eso de las nueve, Jorge (acompañado por otros tres amigos) y yo. Me encontré con un hombre de menos de cuarenta años, menudo aunque no pequeño, de agradable facciones y expresión fácilmente risueña, principalmente en sus ojos muy vivaces tras los anteojos de marco delgado y redondeado. La habitación era espaciosa y daba por una ventana de rejas a un patio interior del Hospital. Era una mezcla de despacho, sala de recibo y dormitorio y, por supuesto, había un piano vertical. Lo de “por supuesto” va porque la parte central del programa era que el Padre y yo hiciéramos música. Jorge y sus amigos portaban inequívocos paquetes que, deshechos no más llegar, liberaron “sandwiches”, empanadas, masas y cerveza para rociar la pitanza. Los primeros momentos de la reunión confirmaron cuanto mi primo me había anticipado acerca del tipo de relación existente entre el P. Francisco y ellos: todos habían pasado muchos ratos de su infancia en la Parroquia, jugando en el patio, aprendiendo el catecismo, ayudando a misa y disfrutando de excursiones a las riberas del Río en compañía de los religiosos, que se bañaban y jugaban al fútbol con ellos. Anécdotas y recuerdos muy risueños sostuvieron esa primera sección de la velada, en la que fueron revividas las mil pillerías multicolores con que Jorge y su pandilla habían sabido templar la benevolencia de aquellos buenos curas. Madina reía, reía con toda su cara, pero (según pude comprobar más adelante), sin carcajadas. Madina reía hacia adentro, sin “audio”.
Pasado el asalto inicial a las provisiones, Madina me invitó a tocar. Cumplí con varias obras (recuerdo la tercera Balada de Chopin, seguramente Debussy y algún Ginastera) y ya desde ese momento se enfiló proa hacia la música y en sus aguas dimos vueltas hasta la hora de irnos, pasada la medianoche. Como era natural, le pedí a Madina que tocara o me mostrara algo de sus obras. Accedió, no sin excusarse por su nivel pianístico. “Nunca tuve paciencia para hacer los ejercicios”, decía atacando el Zortziko de su “Rapsodia Vasca” para orquesta. Yo había tomado algún contacto con la música vasca en mi infancia, durante mis veraneos en Necochea, en el Hotel de la familia Zubillaga. Allí había visto bailar el fandango (que allá llamaban “jota”) y el “ariñ-ariñ” en tertulias de sobremesa, y alguna vez asistí a un ensayo de “espatadantza”, en lo que seguramente habrán sido prolegómenos de la fundación del actual Centro “Eusko Etxea”. Me había sentido muy atraído por esa música, de por sí original en su “habitat” folklórico, pero que tratada con los recursos armónicos y formales con que la enmarcaba Madina alcanzaba un interés insospechado. Madina tocaba y a ratos se detenía para comentar algún aspecto o describir detalles de la orquestación. Se estableció en seguida una corriente recíproca de afinidad, intensificada en mí debido al interés que siempre había sentido por las escuelas nacionales, entonces aún en vigencia. Madina mencionó su amistad con Jaume Pahissa, compositor catalán emigrado a la Argentina, quien en esos días visitaba con frecuencia a Manuel de Falla en su casa de Alta Gracia con motivo de la biografía que de él estaba escribiendo (Falla moriría en noviembre de aquel 1946, sin llegar a verla impresa). Tuve la intuición de que ese sacerdote sería importante para mí y en cierto momento tuve el arranque de preguntarle si no me daría clases de armonía, a lo que accedió sin vacilar. Acordamos que las lecciones serían en la Parroquia, después de las vacaciones. Mi primo Jorge había sido el vehículo del encuentro con uno de mis “personajes inolvidables”.
Las clases comenzaron hacia marzo. Ni hablar de honorarios. Una vez a la semana iba por la noche, después de la cena, a encontrarme con Madina en el pequeño salón de actos en el subsuelo de “el Valle”, en el que los domingos solían proyectarse películas (mudas) para los chicos y que en otros momentos servía de sala de ensayos al “Lagun Onak”. Debo reconocer que el aspecto académico de las sesiones, tanto para él como para mí, no era lo que más nos ocupaba. Eran más bien el pretexto de charlas sobre temas musicales, la muestra al piano de sus proyectos de composición, el comentario de algún pasaje especial de obras que yo tenía en estudio pianístico, o bien referencias al opulento acontecer musical porteño de aquellos días. Todo esto constituía lo más sustancioso de las veladas, que duraban hasta la medianoche. A medida de que el trato se fue estrechando, fui entendiendo con mayor claridad la relación que Madina mantenía con Jorge y sus amigos, hecha de campechana camaradería no exenta de una jovial y tácita connivencia con las travesuras infantiles, que la terminología hoy en uso calificaría de “transgresora”. Vaya como ejemplo lo sucedido cierta vez durante una de mis visitas: hurgando Madina en una de las mangas de su sotana, algo cayó al suelo e instintivamente me agaché para recogerlo. Era un rey. Un rey de baraja (no recuerdo el palo...). Algo de sorpresa debió haber en mi expresión al entregárselo, pues rió diciendo, como al pasar: “¡Ah! Es que a los cofrades les gusta jugar al mus despues de la cena y a mí a veces me aburre respetar las reglas... Igual que en la música...” Y reía con su carcajada muda.
Así llegamos a una noche en que me contó que desde el Centro “Laurak Bat” lo habían llamado pidiéndole colaboración para un proyecto de espectáculo teatral basado en el folklore vasco. Tenía que trabajar sobre melodías populares anónimas seleccionándolas y adaptándolas a las necesidades de las distintas estampas que compondrían el programa: armonizar, instrumentar para una pequeña orquesta e, inclusive, componer un par de números enteramente originales. “Parece que por fin se han decidido a pensar en algo más que comilonas, pelota y mus” - sentenció lapidariamente. Pronto las clases se matizaron con muestras al piano de lo que iba surgiendo para “Saski Naski” (cesto revuelto), que así se llamaría el espectáculo; hasta que cierta noche me anunció una forzosa y momentánea suspensión de nuestros encuentros: “Estoy instrumentando, hay que entregar material a los copistas y temo que no me alcance el tiempo”.
Aunque interrumpido en su periodicidad, el contacto se mantuvo. Alguna vez me llamaba para invitarme a un concierto (recuerdo cuando me llevó a saludar a Claudio Arrau luego de tocar el Primer Concierto de Brahms en el “Pte. Alvear”), hasta que cierto día de principio de agosto me invitó al estreno de “Saski Naski”. Fui al mismo “Pte.Alvear”, teatro que a partir de ese momento pasaría a desempeñar un rol importante en varios pasos de mi camino en la música. Fui, digo, sin mayores expectativas, dispuesto a encontrarme con un “festival de colectividad”. La sorpresa fue mayúscula. Yo era entonces virgen de experiencia crítica en materia de teatro musical (no me había encontrado aún con Luis Mújica, quien con el tiempo sería una suerte de preceptor en ese campo) y me es difícil ahora, a tantos años y de por medio tantos espectáculos vistos, expresar con palabras de hoy mis sensaciones de aquella noche. Pero ya aquel escaso bagaje me permitió descubrir que el supuesto festival era un todo orgánico, con cuerpo, pies y cabeza, en el que los distintos elementos (música, danza, escenografía, vestuario, luces) armonizaban en un extraño equilibrio que lo distanciaba claramente de lo que entonces se entendía como una función “de aficionados”. Sorprendía, además, la riqueza cuantitativa de los medios empleados: cuerpo de baile, coro, solistas; la suntuosidad visual de vestuario y escenografía, a cargo de Néstor Basterretxea -que además bailaba “aurresku”- y Félix Muñoa., pintor que vivía en Mar del Plata; aquel gran libro que ocupaba el foro y que al irse volviendo sus paginones proporcionaba la escenografía de las estampas del primer acto. (Tiempo después sabría que el tal libro, construido en el Laurak Bat, había demandado una “velada” nocturna extra de maquinistas debido a que no habían tenido en cuenta el declive del escenario y no había cómo plantarlo). Y aquella presentadora tan cautivante, tan apacible... y tan fiera cuando la temática del guión la llevaba a evocar el crimen de Guernica. Era evidente la acción de algún timonel muy seguro acerca de qué derrotero imprimir a la nave. Luego, sentado en el ómnibus que me llevaba de regreso a casa, había leído un bello librito que (hasta eso) se distribuía con el programa de mano, un programa-sábana clásico de aquel tiempo para este tipo de espectáculo de cuadros cambiantes (los que, dicho al pasar, se sucedían sin asomo de “baches”). En aquel folleto se explicaba el sentido de cada una de las estampas, pero de una manera que iba más allá de la mera descripción. Había en aquella sobria prosa calidad, entraña, pasión. “Texto e ilustraciones de Luis Mújica”. Era el Director Artístico. Ahí estaba el timonel.
¿Y Madina? Madina había dirigido la orquesta. Recuerdo el vuelo de su sotana en su braceo (sin batuta), amplio y simétrico, nada contenido. El resultado final de los esbozos que me había hecho conocer en “el Valle” me ponía ante un panorama musical difícil de catalogar, pero que, sin duda, nada tenía que ver con lo que pudiera entenderse por “música española”.
Esa misma noche me dije: “¡cómo me gustaría estar metido en esto!”. No sabía que, con ese pensamiento, había empezado a llegar a “Saski Naski”.
Las clases fueron retomadas y las referencias a las repercusiones del estreno ocuparon no pocos momentos. Es que también en ese aspecto los límites de la colectividad habían sido traspuestos, al expedirse la prensa especializada en muy elogiosos términos. Tanto fue así que, en vista de ello, lo que hoy llamaríamos “la producción” se lanzó a programar seis funciones en un fin de semana que tenía disponible el Teatro Avenida. Pasadas estas representaciones (a las que no asistí), una noche, al llegar a la Parroquia para mi clase, me entregaron un mensaje de Madina en el que me pedía llamarlo a cierto teléfono. Llamé y, excusándose por su ausencia, me invitó a acercarme a la casa del maestro Moisés Larrimbe, director del Coro “Laurak Bat”, participante de las funciones. Allí tenía lugar una comida con un pequeño grupo vinculado a “Saski Naski”. Sin demasiado entusiasmo, o quizá con alguna timidez, acepté el envite. Al llegar al departamento, cercano a la Av. Santa Fe, me recibió Madina con un afectuoso “fallaste”, que aludía a mi ausencia para las funciones en el Avenida. En el comedor se apretaban unas quince personas en torno a una mesa que ya iba por los postres y la copa (veo a Madina, cigarrillo y cognac en mano). Me hicieron un lugar. No tengo idea de quiénes pueden haber estado en aquella reunión. Conservo la nebulosa impresión de una concurrencia predominantemente masculina, con señoras de la casa: Sra. de Larrimbe, hija o hijas. En el centro de uno de los lados de la mesa estaba instalado un hombre de aspecto germánico, inapelablemente calvo, rubio residual, que me vio llegar con expresión inescrutable y que, en cuanto me dejé de fastidiar con esa lata de las presentaciones y sentarme a la mesa, continuó su discurso. Y digo “continuó” por obvia deducción, ya que el supuesto tedesco, que no era otro que Luis Mújica, el timonel, presidió vorazmente el resto de la tertulia glosando, comentando y rememorando cada una de las estampas de “Saski Naski”, para complacencia general (yo incluído), sin limitarse a lo meramente discursivo, sino arrancando, cuando le parecía adecuado, con algún motivo musical que el resto recogía y coreaba, aunque quedamente, con algo a modo de respeto casi ceremonial. Creo no fantasear si digo que aquel intimismo era como el reverso de la emocionada exaltación que algunas personas del público habían liberado la noche del estreno, en especial durante el segundo de los tres actos (titulado “Guda”, o sea “Guerra”), el que evocaba luchas ancestrales entroncadas con el aún fresco dolor de la Guerra Civil y el exilio. Cara y cruz de una misma mística. Esa reunión avivó mis intuiciones que me llevaban a distinguir, aún conociendo pocas cosas, que aquello era otra cosa. ¿Otra cosa que qué? Eso era ya más difícil de delinear, pero no debe perderse de vista “mi circunstancia” de aquel momento: diecinueve años, Argentina, 1946. El grito libertario contenido en ese segundo acto de “Saski Naski” sería durante una década una vía de escape a la mordaza que en aquel 1946 empezaba a cernirse sobre las voces argentinas. Quedaba en claro, eso sí, que mi encuentro con Madina representaba el inicio de una nueva etapa en mi evolución musical.
Sin embargo algo imprevisto (por mí, al menos) vino a frustrar mis expectativas inmediatas. En 1947 la Orden Lateranense dispuso el traslado del P.Madina a Salta, a fin de que se hiciera cargo del rectorado del Colegio Belgrano. Esta mudanza, que venía a trastornar mis planes, iba a ser traumática también para Madina músico. Así lo atestigua una carta de mayo de ese año, la primera de nuestra futura y nutrida correspondencia: “Aquí me tienes a mí, braceando contra corriente en medio de problemas pedagógicos que siempre he detestado cordialmente. ¡A la fuerza ahorcan!”. Claro que tales obligaciones no lo tuvieron cruzado de brazos, ni mucho menos desprendido del grupo, ya que en seguida tendió líneas para organizar una gira del grupo al Noroeste, que en 1948 permitiría presentar “Saski Naski” en Salta, Jujuy y Tucumán.
Al año justo del estreno (5 de agosto de 1947), “Saski Naski” fue repuesto en el Teatro Argentino de Buenos Aires. Madina vino desde Salta a ensayar y dirigir la única función, a través de la cual se me renovaron las impresiones del estreno aunque, naturalmente, desprovistas del factor sorpresa.
Aquí se impone un salto en el tiempo, hasta el invierno de 1949. Llamado de mi primo Jorge anunciando: “Está el cura, llamálo.” Arreglamos una visita matinal a la Parroquia. Pasados los saludos, Madina me dice: “Esta noche, en el Cómico, estrenamos el nuevo programa de “Saski Naski” (Ya para entonces, el espectáculo original había dado su nombre a la agrupación). “Aunque, mira, podrías hacerme un favor: voltearle las páginas a uno de los pianistas, que está algo inseguro.” No pude sino aceptar, a sabiendas de que eso me impediría ver el espectáculo. Esta vez el presupuesto no había alcanzado para la orquesta y el nuevo programa, titulado “Rapsodia Vasca”, era acompañado por un dúo de pianos.
Ese lunes por la noche, al llegar al Teatro Cómico (entonces feudo de Dª Lola Membrives), me encontré con que el pianista a mi cargo era Francisco Javier Ocampo, el inefable “Negro” Ocampo, frecuentador de las clases de Scaramuzza. El otro era Javier Ojer, ducho músico de orquesta, con reales asentados en el Avenida. Evidentemente, Ocampo había ensayado poco, ya que aprovechaba las presentaciones de Margarita de Imaz, o algún número vocal “a cappella”, para “orejear” el número siguiente: repeticiones, saltos, vueltas atrás, etc., aunque sin mostrar el menor signo de preocupación. “Esperá, che, que voy a ver cómo era esto que sigue...”, me dijo en un momento, y se fue a sentar a una butaca de la primera fila que había quedado vacía, justo frente a su piano, música en mano, lo más divertido en su pachorra provinciana.
Al terminar la función, por supuesto, no tenía idea de cómo se vería “Rapsodia Vasca”, pero en cambio el hecho de estar en el foso, al pie del escenario, me había hecho sentirme un poco dentro de la cosa; y el poder seguir el texto musical de los números había renovado el atractivo. Recuerdo la impresión de oír, no más transcurrido el clásico “Agur Jaunak” inaugural, en la primera estampa (“Kaya”, marinera), nada menos que el “Aita gurea” presentado como plegaria ante la inminencia de la galerna. Quedaba otra función, en la semana próxima, que me permitiría ver el espectáculo. “Vana ilusión...”, diría el Fernando de “Dª. Francisquita”. A la mañana siguiente, llamado de Madina “en alerta rojo”: “Oye, Ocampo nos planta para la segunda función. ¿Te animas a tocar tú?”. Aceptación, corrida al “Valle” para retirar las partes, lectura rápida en casa y, el sábado por la tarde, ensayo a dúo con Ojer en “Tocco Hnos.”, famosa casa de pianos ubicada a dos pasos de la Parroquia. Ocampo tocaba el piano principal, el que tenía a su cargo las melodías conductoras y la definición de los “tempi”. Estaban en aquel ensayo, además de Madina, Mújica y algunos de los bailarines. Creo recordar a Joxe Mari Echeverría “marcando” su Suite de Danzas Vascas en algún espacio libre del local de los Tocco. El domingo hubo otro ensayo similar y de ahí fuimos el lunes directamente a la función. Ya estaba “metido en eso”, como había querido, y todo había sido tan rápido que ni tiempo había tenido de averiguar qué le había pasado a Ocampo. La incógnita se develó la noche de la función, en el intervalo, cuando me asomé un momento al “foyer” del Cómico en busca de alguna persona a la que había invitado: ahí parado, fumando su cigarrillo, estaba Ocampo, “de público”, con su sonrisa como coartada. “¡Qué lindo, che, qué suerte que vine a verlo!” Así era el “Negro”, tan incurablemente informal como irresistiblemente simpático.
Y así vamos llegando al tramo final de esta evocación entrañable, el punto en que finaliza mi llegada a “Saski Naski” para dar paso a la permanencia. En marzo de 1950 Madina celebró sus bodas de plata sacerdotales, Continuaba en su retiro salteño, que se prolongaría hasta 1952, fecha en que iniciaría su último trienio en Buenos Aires, previo a su instalación en New York. Uno de los actos de festejo del jubileo consistió en un almuerzo-homenaje celebrado en el Laurak Bat. Asistí, esta vez convocado por Mújica. Repleto el gran salón del primer piso, la pandilla del “Saski” había sido ubicada en el “hall” de la misma planta. Durante la comida, Mújica me propuso acompañarlos en un viaje a Tandil, a fines de abril, para hacer una función a dos pianos. Por supuesto, acepté encantado.
Aquel viaje a Tandil significó muchas cosas. Ante todo, mi inserción en el meollo juvenil del grupo, del que en cierto modo había estado un tanto distante por no haberse dado la oportunidad de un contacto a fondo. En esta ocasión participé de ensayos corrientes, que se realizaban en el salón de actos del Laurak Bat, donde al mismo tiempo se daban los últimos toques a un equipo portátil de luces, fabricado caseramente por miembros del grupo, como Rubén Aramendi y don Pío Echeverría, padre de Joxe Mari. Recuerdo un último ensayo previo a la partida, clausurado a medianoche por un sonoro “¡Al ómnibus!” en la voz de Mújica, y a la “troupe” en pleno lanzándose escaleras abajo para abordar un flamante coche de la Dirección Provincial de Turismo bonaerense, en el que viajaríamos toda la noche para llegar de madrugada a Tandil. (Una coincidencia extraña: ese ómnibus y aquel chófer -Emilio- nos trasladaron siete años después a Pehuajó, en el que resultó ser el canto del cisne del “Saski”). Recuerdo ese viaje de ida: yo, junto a Roberto Tacchi, el otro pianista, un músico profesional ya mayor, que pretendía nada menos que dormir en el trayecto, fantasía marcadamente quimérica estando sentados delante de Mari-Luz Senosiain y Amayita Archanko, que parloteaban sin respiro; cuanto más en medio del cantar incesante de todo el resto, desde temas en euskera del propio espectáculo hasta las “bilbainadas” de uso (“las sardinitas, qué ricas son...”), sin olvidar una inesperada tanda de tangos “reos” desgranada por la bronca voz del timonel Mújica. Recuerdo nuestro alojamiento en plena sierra, en una colonia de vacaciones, vacía a la sazón y tan fría, tan fría, que daría lugar a la histórica recomendación de “Txiki” Barquín: “¡Eh, vosotros, no abráis las ventanas que puede enfriarse el pueblo!”. Recuerdo la sorpresa de Mújica cuando en la mañana, ya en el Teatro (que era en realidad un cine), al abrirse uno de los cajones con elementos escenográficos descubrió la falta no sé si de una “americana” o una cámara negra completa. Recuerdo el trabajo infernal de todo el día para montar el escenario, poner luces (estrenando el equipo casero) y hacer un somero ensayo previo a la función, única, de esa misma noche (no olvidar que no se había dormido). Recuerdo los cánticos “a cappella” a los postres de las comidas, en los que participaban cantantes solistas, los restos del Coro “Laurak Bat” (ya disuelto entonces) y los mismos bailarines, improvisando a tres o cuatro voces. Recuerdo mi piso un tanto oscilante por obra de Clara Barceló, soprano solista con la que estuvimos bastante pegoteados esos tres días... (Al día siguiente de la función era 1ª de mayo y no se podía disponer del ómnibus, por lo que, contra lo habitual en estas salidas, disfrutamos de un día entero de vagancia y volvimos al subsiguiente). Todo aquello era una novedad absoluta para mí y señaló mi definitiva integración con el grupo y, sin duda, el punto de partida de mi vocación de músico de teatro.
Lo que sigue a Tandil ya sería tema para otro relato. Estábamos a escasos tres meses de que Mújica me “armara” Director Musical y tuviera la audacia de ponerme una batuta en las manos para dirigir la orquesta en la siguiente función “grande”, en agosto, en el Avenida. Creo que lo narrado hasta aquí es veraz testimonio de que la etapa “Saski Naski”, que se extendería hasta su disolución en 1957, constituyó una de las regiones más gratificantes de mi juventud, no sólo por lo que tuvo de experiencia vital, por las amistades que se forjaron (no pocas de las cuales perduran hasta hoy), sino también por el rol formativo que cumplió en mi desarrollo profesional, en una rama tan compleja y ardua de detectar y aprehender, como lo es la relación música-teatro. En mi circunstancia personal, signada por muchos años de actividades antagónicas con su secuela de crisis de identidad, el paso de “Saski Naski” por mi mundo vivencial puso cimientos a una especialidad cuyo desarrollo es muy difícil de lograr en términos teóricos. Cuando en 1983, ya como maestro interno, me senté al piano en una sala del Teatro Colón para mi primer ensayo de escena operístico, la sensación de continuidad que tuve se debió al despertar de una serie de reflejos adormecidos pero latentes. Procedían de diversas experiencias previas, pero la de “Saski Naski” vino a mi encuentro como la más fundacional y determinante.