328 Zenbakia 2005-12-23 / 2006-01-06
El curanderismo ha sido una de las prácticas más extendidas dentro de aquellas sociedades en las que el desarrollo de la medicina científica era prácticamente inexistente. A pesar de la generalización de nuevos hábitos higiénicos y de la organización de una sanidad pública, aunque incipiente, aquellos embaucadores que se aprovechaban de la incredulidad o de la desesperación de las gentes continuaron ejerciendo sus artes. De poco o nada servían los llamamientos desde los medios públicos para concienciar a la ciudadanía frente a estos mal llamados sanadores. Del mismo modo, tampoco las autoridades, con sus medidas más o menos enérgicas, consiguieron conjurar este mal que estaba pergeñado de supersticiones y falsas creencias recubiertas de un halo de santidad. A finales del siglo XIX y del siglo XX, en Bizkaia se luchaba contra un fanatismo que chocaba con los aires de cambios de una nueva sociedad cosmopolita y que contaba con los principales avances que la ciencia moderna podía aportar a la sanación de los cuerpos y de las almas. Eran dos los enemigos a batir dentro de la lucha contra esta ignorancia: los curanderos y los saludadores. Ambos eran la cara y el anverso de una misma moneda, puesto que en última instancia su objetivo era el mismo, embaucar a los pobres ignorantes que acudían a ellos en búsqueda de la salud perdida. “Curador de llagas”. Los curanderos
Es difícil discernir, dentro de una llamada medicina popular, aquella que basándose en principios básicos sobre el conocimiento de plantas y de la anatomía humana se acercaba a la curación de las enfermedades desde una óptica aséptica de todo resabio de superchería. Es indudable que no todos los que se dedicaban a este tipo de curaciones engañaban a los que a ellos acudían con patrañas y brebajes, que más que curar, en el mejor de los casos les dejaba igual que cómo estaban. Con respecto a esta cuestión, era conocida la fama de los arranabates vizcaínos como prácticos en la cura de ciertas dolencias, y particularmente, en aquellas que procedían de la dislocación o rotura de huesos. La fama que tenían estos curadores por el litoral cantábrico ya quedaba reseñada en 1877. Se decía que éstos procedían de la comarca de Berriatua y por estas fechas se hablaba en cartas que se recibían de Buenos Aires sobre las curaciones de Domingo de Arámbarri, originario de la citada población vizcaína. Se consideraban asombrosas las noticias que llegaban sobre las actuaciones de este hombre en los países de las riberas del Plata.
Pero no era exclusiva del territorio vizcaíno la presencia de estos sanadores. En 1890 se reseñó un caso curioso con respecto a un conocido curandero de la población guipuzcoana de Elgoibar, cuyas virtudes llegaron a desbancar a las de la medicina oficial. Un operario natural de Mutriku sufrió un grave accidente en las canteras de Almata de Abajo (Lleida), del que resultó con la pierna y el brazo izquierdos completamente fracturados. Conducido por sus compañeros hasta el hospital civil de esta población, y después de que se le verificó la primera cura, no quiso quedarse en dicho establecimiento, aludiendo que le sanaría un curandero de Elgoibar. A pesar de las advertencias de los médicos de que su situación era grave y de que podría sobrevenirle en el camino una hemorragia que le podría ocasionar la muerte, el herido, sin hacer caso a estas recomendaciones, partió para ponerse en manos del indicado curandero.
El auge que iban tomando los curanderos, en particular en toda Bizkaia, llevó al Gobierno Civil a tomar medidas en 1902 contra este tipo de individuos. En particular, se previó a todas las autoridades locales contra uno de ellos que, proveniente de Poza de la Sal (Burgos), recorría todo el territorio vizcaíno practicando su lucrativa industria. Eso sí, se dejaba al libre albedrío de estas autoridades sobre el modo y los medios con los que solventasen la cuestión.
Al año siguiente, el problema sobre los curanderos persistía dentro de la sociedad vizcaína y las opiniones de la ciencia médica no se hicieron faltar. El médico bilbaíno F. López Gutiérrez, en su cruzada contra lo que consideraba asquerosa lacra social, daba una exhaustiva definición de estos embaucadores y de los métodos que utilizaban para conseguir sus propósitos. Para comenzar, el referido galeno consideraba que el curanderismo era, entre los padecimientos crónicos que afectaban a la sociedad, el más funesto y contagioso, puesto que era una especie de plaga universalmente extendida por todos lo pueblos, lo mismo en los civilizados que en los ignorantes. En efecto, no había país, por muy ilustrado que fuese, donde no se viese a los curanderos como unas figuras populares, con gravísimo detrimento de la salud pública y sin la protesta de los gobiernos, corporaciones científicas o de las gentes sensatas con sentido común.
Se podría entender, a juicio de F. López, que acudieran a donde los curanderos gentes ignorantes que careciesen de instrucción, en definitiva, fáciles de engañar. Pero lo que realmente llamaba poderosamente la atención de este médico, era que también fuesen donde estos embaucadores y, además, con gran entusiasmo, muchísimas personas de buen criterio y con educación. Consideraba el indicado facultativo que eran precisamente estas gentes, quienes deberían de estar a cubierto de engaños y supercherías de tan baja estofa. Aún así, se olvidaban de que si la verdadera ciencia no había conseguido devolverles la salud, menos aún podrían hacerlo quienes carecen del más mínimo conocimiento sobre la medicina.
Para el referido médico, existían diferentes clases de curanderos. Los había que aplicaban misteriosos jugos de plantas procedentes de recónditas regiones de África o de Oceanía, o bien, utilizaban grasas de colosales fieras, cazadas con no pocos peligros en América o en Asia. Los había, también, que conseguían sus famosas y sorprendentes curaciones por medio de preciados amuletos a cada cual más inverosímil. Ahí va una lista de ellos: la quijada de la serpiente de los nueve colores, muy útil para curar el mal de corazón; una centella engarzada en plata, con cuya aplicación se quitaba enseguida la rabia; sartas de huesos de aceitunas del huerto de Getsemaní, muy buenas para la tisis; y, para finalizar, la aplicación de las santas reliquias del cementerio de San Calixto, ante las que no se resistía ningún padecimiento por incurable que fuese.
Tampoco hay que olvidar a toda la gran variedad de curanderos que sanaban, según ellos, por una gracia especial que Dios les había conferido. Condiciones necesarias para recibir este don: haber dado tres volteretas en el vientre de la madre antes de nacer; tener la marca de un Cristo o un Sacramento bajo la lengua; y, también, haber tenido visiones espirituales en las que les era revelada la virtud curativa con la habían sido dotados.
Todas estas clases de curanderos abundaban a más no poder en aquellos pueblos de poco vecindario, mientras que su presencia no era nada desdeñable en las grandes poblaciones. Combatían las enfermedades por medio de sobos y amasamientos, con el objetivo de matar el gusanillo, levantar la paletilla, subir el garbancillo y colocar en su lugar las agañuelas. Hacían cruces con saliva en las partes enfermas, enunciaban palabras cabalísticas y otra partida de prácticas, a cuál más ridícula y estrambótica, con las que embaucaban a las gentes fanáticas e ignorantes y que les daba para vivir hasta con holgura a cuenta de estos necios. Incluso, había curanderos que no necesitaban ver al enfermo para devolverle la salud. Bastaba con que se le llevase un mechón de pelo, un pañuelo o cualquier prenda que hubiese tenido puesta el citado enfermo, para que mediante su inspección supiesen qué tipo de mal le aquejaba y qué remedio aplicarle.
La farmacopea de estos vivos era de lo más sui géneris, además de varios yerbajos, repugnantes pociones, parches diabólicos, sesos de perro negro, caldos de murciélagos, chocolate cocido con aguardiente, infusión de ajos con orina de niño menor de un año –infalible contra las calenturas-, contaban con un sinfín más de innumerables remedios a cuál más nauseabundo. Dentro de una simbiosis entre lo pagano y lo religioso, en la que para los que acudían a los curanderos eran más de admirar aquellos remedios cuanto más misteriosos se les ofreciesen, gozaban de gran devoción, las monedas de oro tocadas por los pies del Cristo de una u otra advocación, según la población de procedencia del enfermo.
Consideraba el doctor F. López, que si bien en todas las partes abundaban los curanderos, era difícil que en ninguna otra hubiese tantos como en Bizkaia. Un grupo muy especial de estos marrulleros eran aquellos que se conocían con el nombre de los saludadores, de los que se decía que poseían la propiedad de matar a los animales rabiosos con sólo echarles el aliento, volviendo inofensivo al hombre o perro que rabiase, haciéndoles cruces, diciendo la oración secreta y dando a besar por derecho y revés un Cristo de bronce. Para mayor impudicia, el principal consejo que todos estos charlatanes daban al enfermo, era que no se fiase del médico, puesto que además de no entender de la enfermedad, sólo trataba de recetar mucho, porque repartía los beneficios de las medicinas con el boticario.
Las vírgenes, cristos y toda la cohorte de santos milagrosos, dentro de un amalgamiento con las creencias populares, se aunaban en ofrecer sus servicios para lograr la sanación bajo las directrices de los curanderos: entre los brebajes más eficaces figuraban el aceite bendecido por esta u otra virgen, cristo o santo; las velas de la virgen de Monserrat o el candado de San Ramón, si se trataba de una mujer que estaba de parto; el escapulario, cinta y cordón de la virgen del Contrapasmo, si se trataba de un niño que tenía convulsiones; San Caralimpio, para librarse de las epidemias; San Roque, de la peste y de las úlceras de mal carácter; San Blas, de las afecciones de garganta; y, por último, Santa Polonia, ahuyentaba los dolores de muelas. Todos estos ejemplos no eran más que un pequeño ejemplo de toda una tradición de superstición popular sobre las sanaciones que había pervivido desde tiempos inmemoriales. La medicina moderna poco podía hacer contra unas creencias que estaban tan arraigadas, y los médicos se quejaban por la competencia de todos estos santos, puesto que mientras estos últimos ganaban en honra y en provecho, ya que si el enfermo sanaba, era gracias al santo al que se habían encomendado, si éste fallecía, era por culpa del galeno, que no le sangró bien o le dio una medicación que le fulminó.
En efecto, los médicos se lamentaban de llevar la peor parte de esta pugna contra la ignorancia, el charlatanerismo y el fanatismo, plaga para la que no se había conseguido encontrar remedio eficaz. Así es, poco se podía hacer cuando las denuncias que, por ejemplo, en una ciudad como Bilbao se hacían contra curanderas que ejercían libremente su negocio y se anunciaban públicamente sin ningún tapujo, no eran atendidas con la suficiente diligencia por parte de las autoridades públicas. Los saludadores
Como se ha indicado con anterioridad, los sanadores constituían un grupo diferenciado dentro del conjunto de los curanderos y su principal objetivo, decían, era sanar la rabia. Las implicaciones sociales de esta enfermedad, dada su propia naturaleza, derivaban en un conjunto de supersticiones difíciles de erradicar. Ciertamente, hasta el descubrimiento de la vacuna contra este mal, el remedio más eficaz que se conocía para su curación era la cauterización, mediante fuego, de la herida. Por su parte, la sintomatología de la rabia tampoco ayudaba a una normalización de su tratamiento una vez se desarrollaba dicha enfermedad: alteraciones del carácter, angustia, intranquilidad, periodos de gran excitación y problemas para deglutir alimentos y líquidos. A esto había que añadir que la evolución de este padecimiento era rápida y mortal. Ni que decir tiene, que el campo estaba abonado para la proliferación de cuentistas que aprovechándose de la desesperación de enfermos y allegados no dudaban en embaucarles. Estos falsarios recibían el nombre de saludadores, a los que el Diccionario oficial de la lengua castellana les daba la siguiente definición: embaucador que se dedica a curar o precaver la rabia u otros males con el aliento, la saliva y ciertas deprecaciones y fórmulas, dando a entender que tiene gracia y virtud para ello.
En 1881, con motivo de varios casos de rabia que habían tenido lugar en las provincias vascongadas, los saludadores estaban de moda, y hacían su agosto con los infelices que se fiaban más de ellos que de la ciencia médica e, incluso, que de la misericordia de Dios. Por Bilbao, se comentaba que había fallecido un joven, al parecer de rabia, que fue en compañía de un hijo suyo, también afectado por el mismo mal, a un pueblo de Álava donde residía una saludadora. Allí se encontró hasta sesenta pobres crédulos que habían ido a implorar la gracia de esta curandera. De nada sirvieron los servicios de la indicada sanadora.
Pero esta creencia popular en los saludadores no era algo privativo ni de Bilbao ni de Bizkaia, puesto que era de lo más común en todas las comarcas de España. Los inconvenientes que resultaban de esta superchería concernían, ante todo, a la salud pública y a la justicia. A la salud pública, por cuanto los enfermos perdían un tiempo precioso para recibir los auxilios de la ciencia, además de agravar su mal con viajes penosos; y a la justicia, en lo que se refiere a la estafa de la que eran objeto estos afectados. Se solicitaba la actuación de las autoridades para atajar este mal, aunque de poco servían estas súplicas, más que por parte de la desidia de estas autoridades, por lo imbricada que estaba en la sociedad toda la superchería relacionada con esta enfermedad.
Así es, se consideraba que la gracia del saludador era infalible para impedir que la enfermedad se manifestase en aquellos que habían sufrido el ataque de algún animal o fiera rabiosa. Se decía que el citado don les venía dado a los saludadores por el hecho de haber sido mellizos y, en particular, si habían sido el séptimo hijo de un matrimonio que solamente habían tenido hijos varones, aunque también se pensaba que gozaban de esta merced aquellos que tenían una marca en forma de cruz en la lengua.
De entre los casos más famosos y comentados en torno a los saludadores cabe destacar el que conmocionó durante los años 1884 y 1885 a los municipios vizcaínos de Somorrostro y Arcentales. En marzo de 1884, no se hablaba de otra cosa en los pueblos cercanos a Somorrostro más que de perros rabiosos, de animales mordidos por uno de ellos y de una saludadora de Poza de la Sal (Burgos). El caso fue el siguiente, un perro de caza, propiedad del secretario del ayuntamiento de esta población, se escapó mordiendo a todos los perros y ganados que encontraba a su paso. No quedando duda de que el citado can estaba rabioso, dos carabineros le dieron muerte. La historia no hubiese ido a más, si un chico al que le lamió este perro la cara y una molinera que limpió las heridas de sendos cerdos a los que éste mordió, al creerse infectados por la enfermedad, no hubiesen acudido a Poza de la Sal, donde había una saludadora que decían que era infalible. Ambos volvieron a Somorrostro completamente tranquilos, en la creencia de estar curados después de la salutación que les hizo dicha señora, y que consistió en que les echara el aliento, rezase algunas oraciones y les aconsejase que no bebiesen ni vino ni aguardiente.
Fue tanta la devoción que se sentía en Somorrostro hacia esta saludadora, que los saludados en unión de otros vecinos del pueblo andaban pidiendo por las casas dinero para poder llevar a esta población a la citada mujer, para que saludase también a los ganados mordidos por el perro enrabiado. Nada más se supo de este asunto, hasta que en 1855 se volvió a tener noticias de las andanzas de esta saludadora por Arcentales. Se corrió la voz de que esta curandera estaba realizando curaciones increíbles tanto en este pueblo, como en el vecino municipio cántabro de Villaverde. Pero lo más inquietante del caso es que ante las manifestaciones de la propia saludadora de que los habitantes de estas localidades, tanto personas como animales, estaban en grave peligro de rabiar, el pánico cundió por la zona. En efecto, los convecinos de Arcentales y Villaverde estaban aterrorizados, y no eran pocos los incautos que iban a requerir los servicios de esta embaucadora, con lo que las ganancias que esta mujer conseguía con sus artes aumentaban de un modo considerable. El estado de alarma se incrementó cuando llegó la noticia de que el alcalde de Arcentales había mandado matar a todos los perros del municipio, rabiasen o no rabiasen, y que se les cortase la cabeza en fe de que se ha cumplido su mandato.
Las reflexiones sobre este hecho no tardaron en aparecer en la prensa periódica bilbaína. Se reconocía que el pueblo vascongado, aunque lejos del fanatismo o la superstición que se podía encontrar en otras latitudes, pecaba de su credulidad en cuanto a saludadores y adivinas se trataba. En efecto, ambos tipos de charlatanes gozaban de entero crédito entre una gran parte de la población. Al mismo tiempo, llegaban noticias de que la saludadora de Poza se había instalado en Villaverde, con el parabién de las autoridades locales. Hasta allí se dirigía una continua procesión de incautos para ponerse en sus manos.
Dispuesto a zanjar este asunto de una vez por todas, el alcalde de Arcentales remitió una carta a El Noticiero Bilbaíno, en la que hacía una serie de puntualizaciones. En primer lugar, reconocía que había estado la saludadora ejerciendo su profesión en este municipio y en Villaverde, pero que no tuvo noticias de toda esta farsa hasta una vez terminada su estancia. Aseguraba, que el ayuntamiento de Arcentales no había tomado parte en ningún momento en estos acontecimientos y que de haberse sabido, se hubiesen tomado las medidas necesarias para impedirlo. Además, indicaba que era incierta la noticia de que autoridad alguna de ese municipio hubiese mandado matar a todos los perros. De este modo, se dio por terminado tan engorroso asunto, sin que con ello se hubiese conseguido disipar, por el momento, la extendida creencia en este tipo de embaucadores. Hubo que esperar al desarrollo de remedios más eficaces por parte de la medicina para que las mentalidades cambiaran, al menos, en cuanto a la curación de la rabia se refiere.