764 Zenbakia 2021-09-22 / 2021-10-20

KOSMOpolita

El largo camino de Salinas

RECARTE, Sergio

Constantino Salinas Jaca llegó con lo puesto a Río Pico, un remoto y olvidado pueblo de la Patagonia al pie de la Cordillera. Aunque bien hubiera sido su destino cualquier otro lugar al sur del paralelo 42°, esa línea imaginaria que separa las provincias de Río Negro y Chubut, porque probablemente así lo habían decidido los complejos caminos de la historia. Aquellos que son imprevisibles, que suceden sin causalidad alguna, pero tienen, muchos de ellos, una densidad asombrosa.

Estaba por cumplir 56 años de edad y la vida, sin clemencia, lo había transformado en un hombre duro, hosco y con el corazón congelado. En aquel día de octubre, al pisar por primera vez Río Pico, las calles se encontraban envueltas en la soñolencia más profunda y la rutina, como era habitual, se estiraba con una lentitud asombrosa por todos los rincones. Al parecer, nada fue de su desagrado, más bien se sintió satisfecho con la inconmensurable soledad que tenía frente a él. Los ríos de errantes y cristalinas aguas y las altivas montañas de cimas blancas en la lejanía, le recordaron otros paisajes abandonados en los comienzos del desastre. Era, necesariamente, lo que su alma andaba buscando y pocas veces la paz y el silencio de la tierra habían sido tan oportunos en abrazarlo.

Como decíamos, Salinas había viajado con lo puesto. Con una maleta y su título de médico expedido por la Universidad de Zaragoza, sumado a un par de especializaciones en cardiología y ginecología obtenidas en Madrid durante su juventud. Estudios académicos, por cierto, que no había logrado convalidar en Buenos Aires por ser extranjero.

Corría el año 1942 y el mundo se perdía y hundía bajo un cielo de locura, guerra e intolerancias. En Argentina, la Década Infame signaba un período histórico del país en el que gobiernos conservadores y elitistas hacían uso del fraude electoral para conservar el poder. La represión sistemática, las torturas a los detenidos políticos mediante el empleo de un flamante invento nacional -la picana eléctrica- y la restauración de la pena de muerte eran otras de sus características. Y como si todo esto fuera poco, la ética pública tenía la fuerza de una llama de vela que se apaga. La proliferación de negociados y corrupciones estaban a la orden del día y la impunidad quitaba el aliento. 

En el marco internacional, Argentina había reafirmado su neutralidad frente a la guerra, la misma decisión tomada durante la primera contienda mundial. Como consecuencia de ello, sus fronteras permanecieron cerradas para evitar el arribo de los miles y miles de desesperados que huían de una Europa caldeada por la virulencia del nazismo y de los regímenes totalitarios instalados en los bordes del Viejo Continente. Pero pese a todo, hubo singularidades y ventanas que se abrieron. En ocasiones, las leyes y restricciones fueron benevolentes. En nuestro caso, el presidente Roberto Ortiz Lizardi, a iniciativa del Comité Pro-Inmigración Vasca, firmó el 20 de enero de 1940 el decreto de excepción que autorizaba el ingreso de vascos residentes en España y Francia. Esto permitió el agónico arribo de cientos de hombres y mujeres refugiados en el sur de Francia, amenazados por el avance alemán y el ensañamiento franquista, aún después de haber vencido en la guerra civil española. “Había surgido la muerte que tumba”, proclamó el maestro vallisoletano Santiago Marcos desde el sótano de una finca donde enterró su vida por más de 20 años ante el temor de ser apresado por quienes llamó “Los guardaespaldas del vástago hitleriano”, en alusión al fascismo español.

Constantino Salinas Jaca y su familia estaban entre aquellos acorralados. Un hombre que diariamente se preguntaba cómo todavía no había sido cazado por el enemigo sublevado; el mismo que por años lo había tenido en la mira de sus fusiles cuando su tierra, de manera irremediable, le había arrebatado la luz de muchos soles. “Esa España que dejaba helados los corazones”, como denunció agónicamente Antonio Machado antes de partir, anciano y enfermo, a su exilio definitivo.

Constantino Salinas Jaca.

La libertad, la democracia y el fascio

El navarro Salinas, nacido en 1886, de padre carpintero, ingresó en el Partido Socialista en 1916 y dos años más tarde, en la logia masónica “Ibérica” de Madrid. Republicano hasta los tuétanos, adhirió a la línea política de Indalecio Prieto, el ala más moderada del PSOE. Como médico, estuvo sumamente preocupado por la situación de miseria de los niños alojados en las casas de expósitos, y como político, entre otras cuestiones, en lograr para Navarra la tan ansiada reforma agraria y terminar así con el viejo problema de los campesinos sin tierra, abocados solo a la sobrevivencia. Algo que también persiguió hasta la muerte su paisano y camarada Ricardo Zabalza Elorga, que llegó a ser miembro de la comisión ejecutiva de la UGT y gobernador civil de Valencia durante la República, después de haber hombreado bolsas durante un tiempo en el puerto de Buenos Aires y ejercer de maestro en una humilde escuela de Bahía Blanca.

Gracias al voto popular Salinas Jaca fue designado concejal y luego teniente de alcalde de su pueblo natal -Altsasu en euskera, Alsasua en castellano-, cargo que le acarreó la ira feroz de la derecha local y de los curas cerriles y oscurantistas. Al poco tiempo ocupó la presidencia de la Diputación Foral de Navarra. Además, para mayor odio de sus enemigos, Salinas había apoyado la revolución de 1934 y, en ese contexto, alentó y participó activamente en las huelgas ferroviarias en el valle de la Burunda, pese a que en línea general el socialismo de Navarra se había mantenido al margen de la insurrección. Ese protagonismo en los sucesos insurreccionales de octubre le costó al médico alsasuarra una detención en la cárcel de Pamplona. Siempre en la pelea contra el conservadurismo tomó la dirección del semanario pamplonés ¡¡Trabajadores!!, órgano de prensa de la UGT, y del bilbaíno La Lucha de Clases, a la vez que de los diarios El Socialista y El Liberal. También ejerció la presidencia de la Federación Socialista de Navarra y fue un defensor acérrimo del Estatuto de Estella, que contemplaba la integración de los cuatros territorios vascos al sur de los Pirineos bajo un único gobierno autónomo. “Mi madre es guipuzcoana; mi padre, alavés; mi compañera, vizcaína; mis hijos y yo, navarros. “Las cuatros provincias se dan la mano en mí”, aclaraba el vasco-navarro de Salinas Jaca para que no quedara ninguna duda.

Una vez producido el Alzamiento y luego de que Navarra pasara en cuestión de horas a manos del criminal general Mola, director clandestino del golpe de Estado contra la República, el médico, a quien Jimeno Jurio catalogó como “un hombre culto, dotado de un fino sentido del humor, siempre viviendo cerca del necesitado”, se vio obligado a escapar por los montes hacia Guipúzcoa. En Vizcaya se incorporó al Ejército Vasco con el cargo de teniente coronel especializado en la voladura de puentes y, como médico, en distintos batallones de gudaris. El 27 de julio de 1937 fue nombrado director general de los hospitales de Euskadi y, posteriormente, de otros ubicados en las zonas republicanas de Santander, Cataluña y Albacete.

Su vida siempre estuvo signada por la defensa “de ese pueblo oscuro”, en frase poética del inmortal Pablo Neruda, y por ello la realidad se le tornó difícil y il. Una persona humilde, que viajaba siempre en vagones de tercera, desechaba los automóviles oficiales y cualquier tipo de honores adherentes a sus cargos. El gobierno de Navarra surgido tras el golpe militar de julio de 1936, le abrió inmediatamente un expediente y la incautación de todos sus bienes, emitiendo, a la vez, una orden de captura. Pero Salinas no se amilanó. Sin darles tiempo a las autoridades a detenerlo, no dudó, fiel a sus ideas políticas, en incorporarse al frente de batalla en defensa de la democracia y la libertad. Por ello, debió huir del Estado español en dos ocasiones para salvar su vida. Primero, durante la caída de Santander en manos del ejército franquista, en una situación totalmente dramática cuando a su espalda las tropas italianas se dedicaban a cazar como conejos a los más rezagados.En esas circunstancias, de manera desesperada, logró abordar un bote y alcanzar de milagro un barco que lo llevó sano y salvo a Burdeos. La segunda, cuando al reincorporarse a la contienda militar contra el ejército franquista, al poco tiempo debió abandonar Cataluña marchando a pie hasta la frontera con Francia bajo un frío invernal y con los aviones alemanes ametrallando las columnas de refugiados.

El áspero exilio

En 1939 fue detenido por la policía francesa y conducido a un campo de concentración a cargo del ejército alemán. Una vez liberado, se instaló en la ciudad de Narbona, donde vivió en un estado de cautela y tensión permanente a causa de ignorar cuál sería el techo de la maldad y crueldad de sus perseguidores.  Allí, como pudo, ejerció su profesión de médico en un hospital durante dos años y allí también se reencontró, casi de milagro, con sus dos hijas gemelas: Josefina y Julia. Las dos habían traspasado los Pirineos en calidad de maestras, rumbo a Suecia, en una de las tantas evacuaciones de niños vascos como consecuencias del conflicto bélico, pero por problemas burocráticos debieron permanecer en Francia y abandonar la comitiva.

En Navarra y sin posibilidades de escapar, había quedado el resto de la familia: María Teresa, Antonio y Fernando y su esposa Luisa Urtasun Berrosteguieta. Las noticias que recibía de ellos eran tan sombrías como las profundidades de los abismos. La Guardia Civil había entrado por la fuerza en el hogar de los Salinas y los ocupantes habían sido detenidos y trasladados a Pamplona, salvo Fernando, el más pequeño, que alcanzó a ocultarse en el huerto. Fueron encerrados en un convento en condiciones durísimas y Antonio, con 13 años, estuvo a punto de ser fusilado en dos ocasiones. Una experiencia que lo azotó para siempre.

Luisa Urtasun, en esas circunstancias, se comportó con una entereza y valor admirables. Al no poder escapar, debió permanecer en Santander con dos de sus hijos, Antonio y María Teresa. Fue detenida y torturada junto con una prima en reiteradas ocasiones a fin de que confesara el paradero de su marido. Los verdugos no lograron sacarle ninguna información. A los meses, ya concluida la guerra y después de muchas tratativas infructuosas, Luisa tomó la decisión motu proprio de regresar a Altsasu e instalarse en su casa del barrio de Ameztia.

Los vencedores estaban cebados y sedientos de venganzas, en su mayoría requetés de la zona de Estella. El alcalde Manuel Aristorena y su camarilla se comportaron como señores feudales con el apoyo de la Iglesia y de la derecha local. La situación en Altsasu no podía ser más dolorosa. El pueblo, en aquel entonces, contaba con 3.200 habitantes y se había trasformado en un importante nudo ferroviario infectado de falangistas, requetés, miembros de la Guardia Civil y del Ejército, donde además se hallaban alojados 1.150 prisioneros en condiciones de total esclavitud. Los desdichados eran obligados a hacer trabajos forzados en torno a la construcción de un ramal ferroviario hacia Ziordi-Agurain, taladrando la montaña, picando piedra, mal vestidos sin apenas calzado, forzados hasta el límite de sus fuerzas y enfermos.

La familia Salinas Urtasun, acusada de “roja” debió de soportar todas clases de humillaciones. Al hijo más pequeño, Fernando, durante uno de los tantos desfiles cívicos-militares y religiosos, lo vistieron de militar falangista y junto a una cabra lo pasearon por el pueblo y lo obligaron a cantar el Cara al Sol, himno de la Falange Española. Julia, con su corazón sin descanso y agotada por los sufrimientos, enfermó gravemente y al poco tiempo murió, engrosando “la larga lista de aquellas mujeres anónimas cuyas trazas apenas conocemos, como esas olas que azotan el litoral cantábrico sin descanso, transformando el cuarzo de las rocas en arena”, en líneas escritas por Iñaki Egaña.

Varios años después, María Teresa, Antonio y Fernando, en diferentes momentos, lograron al fin y de manera ilegal, cruzar la frontera y reencontrarse con su padre en Argentina. Los tres debieron de partir, poco menos, como sobrevivientes de una catástrofe y con los ojos desolados por abandonar el hogar.

Mientras tanto, las duras condiciones de los refugiados españoles en Francia habían empeorado. El igamiento de la Gestapo, las acciones del régimen colaboracionista de Vichy, la policía secreta franquista y la activa presencia de diplomáticos enviados desde Madrid, formaron un cerco cada vez más eficaz y peligroso. Muchos fueron capturados secretamente y llevados a los campos de exterminio o fusilados en cárceles franquistas. Otros esperaron, estrangulados por la incertidumbre, la fatídica orden de repatriación. Fueron meses cargados de angustias para todos esos desamparados de patria que no encontraban esperanzas en Europa, pero que tampoco les era fácil el camino hacia la salvación al otro lado del Atlántico.

El barco Alsina.

La odisea hacia la libertad

El día 15 de enero de 1941, al fin, un barco logró zarpar del puerto de Marsella, gracias a las gestiones del Consulado argentino y del Comité Pro-Inmigración Vasca.  Era el transatlántico Alsina de bandera francesa con 750 refugiados, en ellos, 180 vascos y vascas. En la lista de pasajeros estaba Constantino Salinas, sus dos hijas gemelas y figuras relevantes del nacionalismo vasco y del gobierno depuesto, como el ex presidente de la II República, Niceto Alcalá Zamora, acompañado de sus hijos. Los vascos y españoles ocuparon la bodega y parte de la segunda clase; el resto del barco fue, en su mayoría, para familias judías provenientes de media Europa. El Alsina se había convertido en el barco de la Libertad y hacia él acudieron, como lo describió el fundador de ANV (Acción Nacionalista Vasca) José Olivares Larrondo -alias Tellagorri- “los que pretendían huir de esa jaula de locos y desesperados en que se había convertido Europa a causa del nazismo”.

El destino del Alsina en los papeles tenía un rumbo: Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires y una navegación de 15 días, pero nadie se imaginó la intensa pesadilla que les esperaba. Recién doce días después de su partida, el Alsina llegó a Dakar (Senegal), donde quedó bloqueado al no permitir los ingleses que un barco de la Francia de Pétain cruzara el Atlántico. Para todos los pasajeros, la ilusión de alcanzar la paz y la seguridad de repente se hacía añicos como un jarrón de cristal en medio de un terremoto.

Tras cuatro largos meses en Dakar, la casi totalidad de los pasajeros fueron llevados el 10 de junio de 1941, por soldados ingleses, a Casablanca. De allí y en condiciones penosas, quienes estaban con familias, fueron arreados como ganado a través del desierto hasta un cuartel militar ubicado en las proximidades de Sidi-el-Ayachi, donde ya se encontraba un contingente de refugiados españoles que había embarcado en el vapor Wyoming con destino a Colombia. En ese lugar fueron alojados en barracones que eran destinados para camellos y mulos. Por su parte, los que se habían embarcado en Marsella en solitario, partieron hacia el campo de concentración de Kashba Tadla, en las estribaciones del Atlas, a 200 km de Casablanca, con temperaturas que superaban los 55° por el día y los 15° bajo cero durante la noche. Unos pocos, muy enfermos, debieron ser devueltos al puerto senegalés de Dakar y alojados en el Alsina, convertido en prisión. Pero hubo a quienes, exhaustos por el calor y las penurias, les tocó morir. Sus cuerpos fueron sepultados en las arenas calientes que el viento del desierto pronto se encargó de ocultar para siempre.

Enteradas de las condiciones dramáticas de los pasajeros, las autoridades argentinas reaccionaron con energía, hasta el punto de amenazar con no otorgar más visados a los ciudadanos franceses que quisieran ingresar a Argentina “si previamente no se ha solucionado el entredicho”. Por ello se les negaron los visados a dos diplomáticos galos que se proponían llegar a Buenos Aires. Finalmente, el 31 de octubre, buena parte de los exiliados, aproximadamente la mitad, embarcaron en el vapor Quanza, de bandera portuguesa, gestionado por la Junta de Auxilio de los Republicanos Españoles (JARE). El 10 de noviembre llegaron a las Islas Bermudas, donde el control británico los detuvo durante dos días. El 18 arribaron a Veracruz y el 26 partieron hacia La Habana.

En Veracruz desembarcaron Constantino y sus dos hijas cansados de tanto viajar y al límite de sus fuerzas, posponiendo su llegada a Buenos Aires. Fue una estadía de solo cuatro meses como “emigrantes temporales”. Y por los datos que dan a las autoridades mexicanas, debieron de alojarse en el domicilio de un pariente llamado Luis Lizarriturri Egaña, en la capital azteca.

Localidad de Río Pico.

Rumbo a Argentina

El 14 de marzo el barco argentino Río de la Plata, procedente de Nueva Orleans, luego de hacer escala en La Habana, donde embarcaron 38 vascos, atracó en Veracruz, subiendo a bordo Constantino Salinas y las mellizas Josefina y Julia. El 16 de abril de 1942, a más de un año de haber salido de Marsella, finalmente arribaron al puerto de Buenos Aires. Una auténtica odisea, un viaje que fue como ir por tierras sin caminos o navegar un inmenso mar que no tiene faros. Josefina, al poco tiempo se casó con Luis, hijo de Niceto Alcalá Zamora.

Pero para Constantino el largo viaje no había finalizado. Le faltaban 2.000 kilómetros de recorrido hacia el sur, casi al mismo fin del mundo. El navarro, aún con los ecos de la pesadilla vivida, con el desasosiego y el sentimiento de amargura y dolor en la carne, decidió ponerse en la órbita del Ministerio de Salud Pública argentino, pese a no haber logrado revalidar su título de médico. Los propios y escasos vecinos de Río Pico fueron quienes lo demandaron con el compromiso de subvencionar, ellos mismos, su labor como médico. A la vez, ejerció por propia voluntad de maestro y para llevar algo de dinero a su bolsillo, llevó los libros contables de un par de almacenes de Ramos Generales. En esa situación vivió hasta 1952 cuando se jubiló como empleado de comercio. Abandonó la Patagonia y pasó a residir en Buenos Aires cerca de sus hijos.

Siempre activo, no pudo con su genio y  presidió el Consejo de Navarra,   formado por exiliados navarros en Europa y América, y reconocido por el Gobierno Republicano y por el Gobierno Vasco, ambos en el exilio. También encabezó la presidencia de otras entidades republicanas muy activas en su posicionamiento antifranquista. Incursionó en la poesía y en el periodismo, publicando algunos libros y escribiendo artículos con el seudónimo “Juan de Navarra” en los diarios El Socialista (Toulouse), La Vanguardia (Barcelona), España Republicana (Buenos Aires) y en diversas revistas culturales argentinas. Con los años su salud comenzó a deteriorarse. Se enfermó y le diagnosticaron un cáncer de esófago. No buscó curarse. Supo que el final estaba cerca y tomó la decisión de realizar su último viaje. Después de varias negativas, el Consulado español en Buenos Aires le otorgó el permiso para entrar nuevamente a la Península.  

Solo permaneció unos pocos días. Aún vivía y gobernaba el tirano Franco. Su meta fue llegar de incógnito a su pueblo de Altsasu y dirigirse al cementerio para depositar unas flores en la tumba de su esposa Luisa. Después visitó a unos pocos familiares y recorrió emocionado y con pausa las calles del pueblo.

En 1966 y con 79 años Salinas moría en Buenos Aires rodeado de sus hijos y nietos y sin haber perdido nunca la voluntad de construir un mundo mejor y de escribir sus últimos versos encarnados en las nefastas consecuencias de la Guerra Civil, en ese corazón de Euskal Herria llamado Navarra.

Constantino Salinas Jaca fue uno de los tantos que lucharon con ahínco en defensa de sus ideales republicanos. Manuel Irujo, diputado y ministro de Justicia de Negrín en la II República y quien en el exilio propuso la creación de la República Vasca, dijo de él: “Fue Salinas la figura más notable que tuvo el socialismo navarro, un hombre íntegro”. Sin duda, un sencillo médico de pueblo, que a pesar de los miedos más sórdidos y del naufragio y la desesperación por la supervivencia pudo abrirse paso y mantenerse firme en sus convicciones en medio del asombro. En cambio, a su amigo y compañero de ruta en esos años republicanos, Tiburcio Osácar Echalucu, alto dirigente socialista nacido en la Cuenca de Pamplona, la furia criminal de los golpistas no lo tomó de sorpresa. El mismo día del Alzamiento, en la página del semanario ¡¡Trabajadores!!, cuyo director precisamente era Salinas, escribió su última nota que tituló: “Calma y Valor”. En ella advertía la inminente tempestad de perversidades por caer: “Que nadie dude y niegue que los momentos actuales y por venir son y serán terribles, de una dimensión desconocida para todos nosotros… el camino del fascismo será de crímenes, tragedia y crueldad sin fin”. Cuánta razón tenía Tiburcio. Un mes después de redactar esa nota, fue fusilado en las inmediaciones de Ibero, al sur de Navarra, como tantos otros miles, sin olvidarnos de Ricardo Zabalza Elorga, el que soñaba “una Navarra para sus campesinos”, encarcelado, torturado y asesinado en los muros del cementerio del Este, en Madrid, en la fría y lluviosa  madrugada del 24 de febrero de 1940.

Aunque estamos muy lejos en el tiempo de aquellos sucesos, es bueno recordar a Mark Twain que nos dejó un acertado aforismo para estas ocasiones: “La historia no se repite, pero rima”. Y así debe ser, porque hasta el día de hoy, en las galerías de retratos de presidentes de la Diputación Foral de Navarra, la imagen de Constantino Salinas Jaca sigue brillando por su ausencia. Pese a todo, hay quien lo tiene en su memoria  Es el caso de Justiniano, un viejo vecino de Alsasua, cuando recuerda a su padre asesinado por las balas de los fusiles de la Guardia Civil, estando él en sus brazos. Se llamaba Emilio Eguzkiza, un albañil que al ver pasar detenido y maniatado a Constantino por las calles del pueblo como consecuencia de las huelgas generales, no pudo contenerse y a voz de cuello, pleno de indignación, exclamó: “No hay derecho lo que están haciendo con el hombre más bueno de Navarra”. Ahí mismo lo mataron, el 8 de octubre de 1934 y aún hoy se pueden ver los impactos de las balas en el muro de la casa. Impactos que al herir la piedra marcaron el preludio de toda la violencia y represión fascista, que como una niebla de espanto oscureció toda la península.

Los restos de Salinas Jaca fueron incinerados y depositados, 9 años después de su muerte, en una ceremonia íntima, en el panteón familiar en Altsasu el 2 de mayo de 1975. Seis meses más tarde agonizaba y moría en su cama el dictador Francisco Franco.

Fuentes

Bahillo Redondo Pablo: “Constantino Salinas Jaca. Médico, socialista y masón”, El Obrero, el valor de la palabra, 28 Noviembre 2020

Fundación Pablo Iglesias. Diccionario biográfico: "Salinas Jaca, Constantino".

García-Sanz Marcotegui, Ángel. "Constantino Salinas Jaca", en Real Academia de la Historia, Diccionario Biográfico Electrónico. http://dbe.rah.es/

Altsasu Memoria, "Salinas Jaca, Constantino".

Altsasu Memoria, “Luisa Urtasun Berrostegieta”.

Auñamendi Eusko Entziklopedia, Salinas Jaca, Constantino.

Gran Enciclopedia de Navarra, Salinas Jaca, Constantino.

“Españoles en los Bajos Pirineos: exiliados republicanos y diplomáticos franquistas ante franceses y alemanes (1939-1945)”, María Encarna Nicolás Marín, Carmen González Martínez, Anales de la Historia Contemporánea, N° 17, 2001, Universidad de Murcia.

José María Esparza Urroz, “Exiliados y emigrantes nacidos en Alsasua”, Antzina N°27, diciembre 2019, Navarra.

Mendiola,Fernando Gonzalo: “El trabajo forzado en infraestructuras ferroviarias bajo el franquismo (1938–1957): una estimación cuantitativa”, diciembre de 2013,  Universidad Pública de Navarra / Nafarroako Unibertsitate Publikoa.

Goñi, Fermín: “Fernando, hijo de Constantino Salinas, presidente de la Diputación de Navarra en 1936”, Deia, 4 de agosto de 1977.

Gasolina (Un cuento de Rodolfo Luna basado en la saga familiar de los Salinas de Alsasua) https://pajarorojo.com.ar/?p=52438

Gorriti, Iban: “Los vascos de la epopeya del 'Alsina' y 'Quanza'”, Diario Noticias de Navarra, 15/11/2020


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