Como les pasa a muchos en este país saludablemente mezclado y entreverado de idiomas y razas, desde siempre o al menos desde que me acuerdo, la grafía, la pronunciación de mi apellido ha sido motivo de múltiples distorsiones. Todas las que se imaginen, y algunas más. Mi viejo, argentino hijo de inmigrantes, me enseñó que los Sasturain éramos por supuesto vasco, precisamente navarros —de esos hermosos vallecitos de arriba de Pamplona que conocí ya de grande— y que, además decía mi padre que era bueno tener origen vasco, que es un orgullo.
En realidad —aunque me gustó buscar la aldea y charlar con los parientes que encontré—, nunca me interesó demasiado la cuestión ni “soy” ni me sentí ni “me siento vasco” o lo que fuere. Sin embargo, me quedó el reflejo casi airado de exigir la corrección a la hora de escribir/pronunciar mi apellido. Es decir, me revienta que me lo digan mal, que por torpeza, desatención o negligencia me saquen del casillero que me tocó.
Pero es inútil. El ejemplo mayor fue en mi pueblo, durante el secundario. Tuve un rector atildado y distraído hasta la agresión que, pese a mis esfuerzos, no vaciló ni dudó jamás a la hora de nombrarme mal en público y en privado. Incluso el último día, cuando me entregó el diploma —que quién sabe dónde carajo estará ahora— me dijo como siempre, serena y estúpidamente: Bachiller 1963, Juan Sasturian. El bueno de Ricardo F., un verdadero nabo en realidad, al invertir el orden de las vocales de la última sílaba, me armenizaba sistemáticamente el apellido. Porque algo que había aprendido era que los de terminación “aín” —como Erdosain— éramos vascos y los “ian” —como por ejemplo Karadajian— eran armenios. Y de los armenios, en realidad, lo único que sabía era que yo no lo era. Porque Armenia ni siquiera estaba en el mapa, o estaba, pero escondida. Y así sería por décadas aún, los tiempos de la URSS y era también los años en que me vine a Buenos Aires y los apellidos armenios empezaron a asociarse con barrios precisos. Hasta que cierto día vi por primera vez un afiche barato, en blanco y negro que mostraba lo intolerable: las cabezas cortadas expuestas en repisas, los cuerpos colgados oscuros y mutilados, las fotos del espanto. “Armenia, primer genocidio del siglo XX”, y después la cifra inconcebible del millón y medio de armenios “asesinados por los turcos” entre 1915 y 1923, por el Estado turco supimos después...
Ha pasado el tiempo. Una demorada pero efectiva vocación de justicia, la experiencia en carne propia de las aberraciones del terrorismo de Estado y el laburo consecuente del Consejo Nacional Armenio de Sudamérica han hecho posible por la ley 26.199 sancionada por el Congreso de la Nación, (año 2006) que establece la existencia del genocidio perpetrado (y no reconocido) por el Estado turco sobre el pueblo armenio e instituye el 24 de abril como “Día de acción por la Tolerancia y respeto entre los pueblos”.
Acaso es por todo esto, por la ceguera colectiva, pero sobre todo por subrayar la trascendencia que esta ley de la Nación tiene como gesto y toma internacional, que una vez —esta vez— no corrijo el apellido y firmo Sasturian, como si fuera el armenio que no soy.
Artículo publicado en el Boletín Beti Aurrera N.º 83 (Agosto 2008).
Juan Sasturain, (5/8/1945) Periodista y novelista argentino, colaboró en diversos diarios y revistas como Clarín, La Opinión, Humor y Superhumor. Creo las revistas “Feriado Nacional” y “Fierro”. Autor de novelas policiales y guionistas de los volúmenes de la historieta “Perramus”.