307 Zenbakia 2005-07-01 / 2005-07-08

Gaiak

Pablo Neruda y los vascos: Las relaciones de amistad, influencia y oposición del chileno con algunos escritores vascos

MARAÑA, Félix

1) “A Baroja se le lee con un placer enorme”

P

ablo Neruda (1904-1973) es, por su singularidad, compromiso y fuerza expresiva, una de las voces de mayor acento en la poesía contemporánea. Sin duda, lo es también en la poesía de todos los tiempos. Su vida y obra estuvieron particularmente determinadas por sus vivencias de infancia y juventud, en las que incorpora a la vez su gran experiencia de la Naturaleza; al mismo tiempo, conoce y se introduce en la obra de grandes autores de la literatura universal, como el uruguayo Carlos Sabat Ercasty y el vasco Pío Baroja (1872-1956). Bajo la influencia de éste escribió sus poemas juveniles, algunos de los cuales recogió en su primer libro, Crepusculario (1923). Baroja intervino a través de sus novelas, como Juventud, egolatría, o Camino de perfección, en la educación sentimental y moral de Neruda, quien, a su vez, escribió otro libro, El hondero entusiasta, atrapado por la influencia del gran poeta uruguayo Sabat. Neruda nunca negó estas influencias, antes al contrario, las reconoció. Pero, mientras que las biografías y estudios sobre Neruda recogen la referencia de Sabat o de Whitman, como referentes en la obra del chileno, no consideran en cambio la influencia evidente de Baroja. Neruda expresó no obstante su interés por la narrativa barojiana durante toda su vida. Tal era su fervor por Baroja que, cuando le prohíbe su padre que escriba y publique en las revistas de Santiago de Chile, Neruda decide seguir escribiendo con el seudónimo de Fernando Ossorio, es decir, el personaje central de Camino de perfección, con cuyo personaje evidentemente se identifica. Pablo Neruda en Isla Negra.

Como refiere Hernán Loyola, y confiesa en diversos testimonios el propio Neruda, Baroja fue uno de los autores preferidos en la juventud del chileno. En otro nivel, también hay en los testimonios de Neruda consideraciones positivas y de reconocimiento para Unamuno, pero es Baroja el autor que más interesa al chileno, quien por otra parte se declaraba lector empedernido de novela negra. En su defensa de Unamuno, Neruda se distancia del desprecio que algunos escritores americanos, como Borges, demostraron por Unamuno.

Ya en una entrevista publicada en 1926 en Chile, Neruda –que tiene 22 años– explica su querencia por Baroja, demostrando que lo ha leído con detenimiento. Neruda es un lector de Verlaine, Valery, Maupassant, Whitman, Andréiev, Schwob y Baroja. Dice Neruda: “El último libro de Baroja, El gran torbellino del mundo, me agradó muchísimo. Su protagonista, Larrañaga, es el mismo Baroja, más él que nunca”. Esta afirmación revela que el novelista vasco estaba entre los autores preferidos del joven Neruda. El entrevistador, que se muestra también barojiano, observa ante Neruda que es curioso que Baroja siga interesándoles tanto, cuando ha venido retratando personajes y cosas similares durante dos décadas. Neruda responde: “Aparentemente nada hay en Baroja que pueda agradar con especialidad, y sin embargo se le lee con un placer enorme. Yo me he preguntado muchas veces: ¿Por qué lo leo? No sé por qué, pero lo leo siempre. Una cosa interesante: su amistad con Ortega y Gasset: no puede haber hombres más distintos. Qué curiosas deben ser sus conversaciones!”. Esta afirmaciones prueban el conocimiento que el joven Neruda tiene, desde Chile, y diez años antes de venir a España, de la vida intelectual peninsular.

Pero hay algo más: ya en 1921, cuando Neruda escribe poemas como “Sexo”, percibimos en él con claridad la influencia de lecturas de Baroja, singularmente del preclaro libro Juventud, egolatría. Aunque Neruda se desdijo bastante pronto de su interés por Nietzsche –sin duda, para marcar distancias con su rival, el también excelente poeta chileno Pablo de Rokha–, en buenas parte de los primeros libros de Neruda aparece como nube o mancha que planea el espíritu de Schopenhauer, que sin duda le vino de las lecturas de Baroja. El respeto de Neruda por Baroja se mantiene hasta el final, y en las referencias que hace en sus memorias, nada aparece como censura a las noticias que el chileno pudo tener de la actitud del vasco ante la guerra civil. Ya sabemos que, en su libro Canto general, y en posteriores, Neruda condenará sin reparos a poetas como Panero, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, o Luis Rosales, quienes habían sido sus amigos en la República, pero a quienes el poeta situaba del lado de los ganadores de la guerra civil del 36. 2) Juan Larrea: influencia y oposición

Retrato de Juan Larrea Neruda fue siempre un poeta que actuó por grandes oposiciones, por retos que le llevaron a plantear toda su poesía como ciclos de una cosmovisión que abarcara, a un tiempo, Humanidad y Naturaleza. Este entusiasmo por la Naturaleza –Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), El Hondero entusiasta (1933), Residencia en la Tierra (1933)–, le resta el aprecio inicial de algunos poetas de las vanguardias, como el también chileno Vicente Huidobro, fundador del movimiento creacionista o ultraísta, en el que tendrá especial significación el vasco Juan Larrea Celayeta (1885-1980), íntimo amigo del anterior. No obstante, hallarse en otros acentos poéticos, Larrea fue sin embargo el primer editor de Neruda en Europa. Aunque Huidobro le quiso convencer de lo contrario, el poeta vasco decidió publicar dicho texto nerudiano, tomado de su libro Tentativa del hombre infinito (1926). Tendrá luego el escritor bilbaíno una importancia capital –no señalada tampoco por la historia, ni por la crítica– en la vida y obra de Neruda.

Cuando el chileno llega a Madrid en 1935, Larrea se relaciona con Neruda, a petición de Gerardo Diego Cendoya. Neruda traía bajo el brazo Residencia en la tierra –que se editará en dos volúmenes por Cruz y Raya, el registro editorial de la revista de José Bergamín–, y tenía un decidido empeño en definir su carrera literaria. Mientras que Larrea había dejado para entonces de escribir poesía –no de vivir poéticamente–, Neruda estaba en el principio de un nuevo camino, aunque ya hubiera dado a conocer cuatro libros de alta poesía. Pero lo que Larrea le ofrece y enseña a Neruda en 1935 es un nuevo camino: la necesidad de que el poeta –que ha estado toda su juventud en Oriente, en representación consular de su país, Chile–, vuelva sus ojos sobre América. Neruda comprueba que aquel poeta vasco conoce con entraña los signos y sentidos de la cultura incaica. Acababa Larrea de venir de Perú, en donde había residido por dos años, trayendo consigo la colección más importante de arte incaico conocida en Europa. La colección está hoy en el Museo de América de Madrid, donada gratuitamente por Larrea “al pueblo español”. Larrea aseguró a Neruda que, si él había ido a América, no era a hacer turismo, sino a intentar cumplimentar una “orden” dada por el poeta de la América Nueva, Rubén Darío: se trataba de hallar las respuestas que la civilización occidental no tenía o no podía ofrecer a los constructores de la nueva realidad del espíritu en una nueva Humanidad, en palabras de Larrea.

Con el tiempo, Larrea se convertirá en el mayor intérprete de algunos poetas fundamentales: Rubén Darío, César Vallejo, Vicente Huidobro, León Felipe, así como del mismo Pablo Neruda. En la guerra civil, Neruda y Larrea –distantes por la forma en que Neruda iba hacia la poesía, mientras Larrea “estaba” en ella– estuvieron juntos por la causa de la República. Participaron en 1937 en el Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia, donde Larrea debe arbitrar un encuentro entre los chilenos Huidobro y Neruda, enemistados. En buena medida, Neruda venía de América, no sólo invitado por Lorca, a quien había conocido en 1933 en Argentina, sino para huir de los desencuentros que tenía en Chile con sus colegas poetas, no menos poetas, aunque no fueran tan famosos o populares: Huidobro, Pablo de Rokha, quienes sostuvieron polémicas y críticas sobre la forma de conducirse de Neruda. Pero no sabía Neruda que, al llegar a Madrid, se iba a encontrar con Huidobro, que ya era una autoridad en París, y que era amigo inquebrantable de Juan Larrea.

Portada del libro de Juan Larrea La causa de la República lleva a Larrea a gestionar por su mandato el encargo hecho a Pablo Picasso, tras el bombardeo de Gernika. Larrea se convertirá a su vez en un gran intérprete de Picasso (su libro Visión del Guernica se publicó en inglés en 1947), testigo diario, junto con Dora Maar, de la ejecución del mural universal. Al poeta chileno, este protagonismo de Larrea le creó más de alguna envidia, pues veía que tanto Picasso, como César Vallejo –murió en los brazos de Larrea–, como León Felipe, como Huidobro eran amigos íntimos del vasco. Neruda, que está a su vez en 1937-39 en París, procurando la repatriación a su país de republicanos españoles, tiene algunos desencuentros con Larrea, quien nuevamente la hace saber que la única solución es trasladar cuanto antes a los republicanos a América, dado que la guerra europea está llamando a las puertas. Larrea percibió que Neruda estaba ganándose con cierta propaganda el fervor de los republicanos, sobre todo de las instituciones, ya en el exilio en París. El presidente Negrín, con quien intimaba el chileno, era más partidario de las tesis de Neruda sobre el particular. Éste organizará, junto con su mujer, la vasca Delia del Carril Iraeta (1884-1989) –en realidad era la persona que resolvía en la práctica todos estos asuntos–, la expedición de refugiados hacia Chile, en el famoso barco Winnipeg. Se ha dicho mucho sobre cuánto suponía de solidaridad por parte del poeta chileno y de su gobierno esta acogida de refugiados. Es cierto que había solidaridad, pero también había propaganda y, sobre todo, había un interés manifiesto de este y todos los gobiernos, por llevarse a los mejores. Conociendo como se conocen ahora las cartas del momento de Neruda a Pedro Aguirre Cerda, el presidente chileno, así como las relaciones que tiene con el lehendakari Aguirre, en París, se certifica cómo el presidente chileno quería que Neruda le trajera vascos, sobre todo vascos, de quienes tenía referencias de una buena preparación artesanal y profesional. Sabido es también que la mayor emigración cultural se instalará en México y Argentina. Larrea y Bergamín –verdaderos motores de la acción cultural republicana tanto en la guerra, como en la emigración– procuraron trasladar la Junta de Cultura republicana a México, a cuyo país pronto llegaría Neruda. Es evidente que Neruda acude atraído por la referencia de la ubicación en dicho país de los más importantes representantes del exilio republicano, entre ellos, León Felipe o Max Aub. Larrea edita de inmediato revistas como “España Peregrina” y “Cuadernos Americanos”, en donde publica textos de Neruda.

El chileno –que había iniciado en 1935 su relación sentimental con la vasca Delia del Carril Iraeta, a quien Larrea conocía con anterioridad de París–, pintora y militante comunista, inicia un nuevo proceso en su vida, marcado por su compromiso político. Al tiempo encara, a partir de 1944, su Canto general, en el que incorpora en muchos de sus poemas su visión realista, su experiencia política, pero sin olvidar en bastantes de las nuevas composiciones aquella relación naturalista de primera juventud; línea ésta que no abandonará nunca en buena medida pues, hasta el fin de sus días, el gran poeta chileno escribirá libros como Las piedras del suelo (1970). Pero en ese año de 1944 –y antes de que Neruda suba a Machu Pichu– Larrea da a conocer algo muy importante: su libro El surrealismo entre viejo y nuevo mundo (1944), en el que expresa su idea de América, como tiempo y espacio de la nueva cultura. Dedica a Darío y a Neruda un estudio profundo. Al chileno le propone e invita a que decida un giro americanista, que comienza de inmediato convirtiendo lo que iba a ser Canto general de Chile en Canto general. Algunos biógrafos, como Volodia Teitelboim, asocian este rumbo americanista al momento mismo, también coincidente, en que Neruda apuesta por el comunismo. Ya hemos dicho que Neruda actuaba por grandes oposiciones, y mas bien hay que relacionar su subida a Machu Pichu como una respuesta, opositora, a la invitación que le hiciera Larrea en el libro antes citado. Ese libro de Larrea no puede seguir obviándose, salvo atrevimiento o ignorancia, o mala fe, en la biografía sentimental e intelectual de Neruda. Si se estudia lo que dice Larrea –que Neruda leyó, aunque con disgusto evidente, pues no era hombre que apreciara las sugerencias de los demás– se comprueba cómo el chileno incorpora nociones y visiones de la cultura de América marcadas por la invitación de Larrea a “entrar” en Machu Pichu, a cuyas ruinas subió el poeta el 31 de octubre de 1943. Teitelboim atribuye esta transmutación de Neruda al compromiso con el realismo marxista –en realidad no se hace formalmente militante comunista hasta el 08 de julio de 1945, aunque afirmó sentirse tal “desde la guerra de España”–, lo que no deja de ser una verdad a medias y escasa. En realidad, Neruda escribió los poemas de Canto general entre 1938 y 1949. Una primera edición de este libro se hizo en la clandestinidad chilena, mientras el poeta, disfrazado y con el apodo de Legarreta, saltó la cordillera andina, huyendo de su país, y de la persecución del presidente González Videla, a quien el propio Neruda había ayudado a llegar a la presidencia poco antes.

Larrea y Neruda divergen en ese momento, pues mientras al primero le interesaba la “visión” del espíritu, Neruda se ocupaba en una visión de la realidad a ras del suelo. Andando el tiempo, y tras unas declaraciones de Larrea sobre el sentido de la poesía de Rubén Darío, Neruda, que no dedicaba a cualquiera un poema, escribió una furibunda y panfletaria “Oda a Juan Tarrea” (1956), en la que menosprecia e insulta al vasco. Lo que pretende ser una injuria, logra, si se estudia con detenimiento, explicar un verdadero acuse de recibo de Neruda de todos los mensajes que Larrea le había enviado de por vida. Aún vendría otro: Larrea escribe un libro definitivo, dedicado enteramente a estudiar la obra de Neruda: Del surrealismo a Machupicchu (1967). Publicado por la editorial más importante de América, Joaquín Mortiz, no es fácilmente comprensible que un ensayo de tal dimensión crítica, de tal consistencia, no sea tenido en cuenta en biografías y estudios sobre Neruda o se alegue ignorancia del mismo, que ni tan siquiera se le cite. Estudiosos de la obra del chileno pasan como sobre ascuas por esa relación entre Larrea y Neruda. Pero tampoco los libros que se han escrito sobre el propio Larrea resaltan el papel que éste tuvo en la obra de Neruda. Es cierto que Neruda hubiera sido del mismo modo un poeta grande, aunque no se hubiera encontrado con escritores como Baroja o Larrea, pero no resulta a estas alturas natural que se sigan obviando estas realidades. No es comprensible que un libro de tal densidad como el que Larrea dedicó a Neruda, tan siquiera se cite a la hora de estudiar al chileno. El primer libro de Larrea sobre Neruda (1944) fue leído por el chileno y Delia del Carril, y su contenido no fue de su agrado, según confesaron ambos al gran amigo de Larrea, León Felipe. Éste tenía tal confianza en el vasco que, además de dedicarle un libro de poemas, le dijo: “Estás loco pero te seguiré a donde quiera que vayas”. Larrea aseguraba que Neruda llegó a México en la postguerra para disputarle a Bergamín el fervor o la protección y empuje de los comunistas españoles, asuntos que le importaban bien poco al vasco. 3) La intervención de Ángela Figuera Aymerich

Las tres cuartillas manuscritas de la carta de Neruda a los poetas, promovida por ángela Figuera Aymerich Si con Larrea se establece con el tiempo una relación cíclica –amistad, influencia, oposición, distancia y enemistad–, con la también poeta bilbaína Ángela Figuera Aymerich (1904-1984), Neruda tuvo una relación de amistad y de profundo sentido histórico. Figuera era consciente de la distancia entre los poetas del exilio y la generación de poetas del interior, que no eran precisamente franquistas, aunque nacieran o se desarrollaran como escritores en los años cuarenta y cincuenta del siglo veinte. Sucede, como escribió en su día Gabriel Celaya (1911-1991), que el exilio republicano intelectual, sobre todo el instalado en América, no supo considerar a tiempo el valor de los escritores y poetas del interior del país. De hecho, había escritores que expresaron su distancia, afirmando que todos los libros que les vinieran de España, iban directamente a la basura, sin abrir los sobres. Radicaba ahí un sentimiento de dolor, explicable, pero incompresible, de los republicanos, no sólo por haber perdido la guerra, sino por no volver a recuperar su país, ni siquiera la posibilidad de volver algún día. El único que cambió la consideración, desde el exilio, fue León Felipe, que dio los mismos pasos junto a Max Aub. Los republicanos entendían que todo lo que hubiera nacido bajo el dominio del franquismo, no podía considerarse ni reconocerse: no podía ser bueno. Figuera se da cuenta del problema. Estando en París, a donde había acudido con una beca, para poder respirar, se encontró con el poeta chileno, quien no había vuelto a relacionarse con los poetas españoles –salvo con Alberti, en el exilio– desde la guerra civil. Ángela Figuera habló detenidamente con Neruda en 1957. Le explicó la realidad, la existencia de una obra poética plural, que había sobrevivido al propio franquismo. Le llevó libros, no sólo suyos, sino de todos los poetas nuevos, de todos los poetas del realismo social. Le entregó las antologías de la poesía social y de la poesía religiosa de Leopoldo de Luis, entre otros. Le leyó poemas en alto. Le llevó su propio libro Belleza cruel, que acababa de ser premiado en México, en un premio presidido por la autoridad de León Felipe. Neruda –a quien le gustó mucho el libro de la bilbaína– se dio cuenta de aquella distancia, por el razonamiento e intervención de Figuera, y decidió escribir una “Carta a los poetas” del interior, restableciendo el abrazo. Fue la acción de la escritora vasca, la que determina el cambio de conducta de Neruda, que tan sólo unos meses antes había escrito la oda contra Larrea, oda , por cierto, sobre la que todos y cada uno de los analistas de la poesía de Neruda pasan como sobre ascuas, sin entender que es el poema más largo que nunca escribió el chileno sobre una persona. Ello revela con evidencia la importancia del personaje de Larrea en la vida de Neruda. 4) La influencia de Raimundo Echeverría Larrazábal

Otro poeta vasco, aquí prácticamente desconocido –desconocido, en realidad–, que influyó en la obra de Neruda, es Raimundo Echevarría Larrazábal (1897-1924). Sobre cuya influencia, reconocida por el propio Neruda, escribió éste su libro Los versos del Capitán (1952), su primer poemario de amor a su nueva esposa, Matilde Urrutia, a quien luego dedicaría Cien sonetos de amor. No se ha resaltado sin embargo esta influencia en los diversos estudios sobre Neruda, en los múltiples estudios –mucho de ellos de una hagiografía que rechina al buen entendimiento– que existen sobre el gran poeta chileno. Este hecho, el cuidado reverencial de los biógrafos, en general correligionarios políticos, de obviar toda referencia a las verdaderas influencias de otros autores en la obra de Neruda, no es sino una falsa consideración. En realidad, no se le respeta así a Neruda, sino que se pretende ponerle en otro plano: algo así como si Neruda hubiera caído de un meteorito y nada ni nadie le hubiera rozado en la tierra.

Raimundo Echeverría era hijo de un piloto de altura vasco, que había salido de su país, surcando los mares, pero que cierto día decidió quemar las naves y asentarse, a pesar de su afán aventurero en el cono sur: su hijo nacerá y se educará en Chile. Tenía como hemos señalado, algunos años más que Neruda, y procedía, como él, del Sur. Poeta de una gran intención naturalista, murió demasiado joven para poder resolver su obra, aunque es tenido en cuenta por la originalidad de la obra publicada. Hay otra circunstancia ciertamente curiosa, pero humana, que une a Neruda y a Echeverría: se trata de una novia, que lo fuera de los dos: Albertina Azócar, el amor más volcánico de Neruda. Albertina, hermana de Rubén Azócar, escritor que luego sería amigo y secretario del mismo Neruda, había sido con anterioridad prometida de Raimundo. Debieron formalizar incluso el compromiso, como sólo se hacía en aquellos tiempos, pero una habladurías, como confesó la interesada en los últimos años de su vida, de un amigo común, rompió la boda con el poeta vasco. Todos sabemos que Albertina es luego el objeto de deseo de Neruda en su más célebre y celebrado libro de poemas: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. 5) Amistad e influencia del chileno en Gabriel Celaya

Neruda tuvo una relación amistosa e influyente sobre otro poeta vasco, Gabriel Celaya, quien le imitó algunos de sus libros. La complicidad nació en 1935, en Madrid, por mediación de Lorca. Neruda anotó y corrigió sin contemplaciones un poema del joven Celaya, hecho que siempre agradeció el guipuzcoano. Es cierto que Celaya no hizo mucho caso de aquellas correcciones, pues luego incorporaría a dos de sus libros, sin hacer modificación alguna, y fragmentado en sendos poemas, el poema más conocido de los “arreglados” por Neruda: “Nocturno”. Pero por ser amigo de Neruda, Celaya no dejó por ello de interesarse a su vez por la poesía de Larrea, a quien profesó un gran afecto. Influido por la lectura de su Versión celeste, en su edición italiana –donde se recoge la totalidad de la poesía de Larrea–, según aseguró en 1984 el poeta donostiarra, escribió su libro Maquinaciones verbales, “plagiándole” con descaro. Celaya, de pie, interviene en el homenaje a Lorca (1868), mientras Neruda, piensa. (Foto: Koldo Mitxelena kulturunea)

Celaya dedicará a Neruda una de sus misivas del libro Las cartas boca arriba, y puede decirse que, en cierta forma, aspiró –y en cierta forma llegó a conseguirlo– en parecerse a Neruda en la popularidad y representación de la poesía en un tiempo. Como él, militó en el comunismo, aunque fue más crítico que el chileno, y a tiempo, con las grandes barbaridades históricas del soviet. En 1969, Celaya participó junto con Neruda en el homenaje que se le tributó a Lorca en Brasil. El poeta vasco leyó y estudió detenidamente la poesía de Neruda. Como puede verse en alguno de sus textos, Celaya sintió un gran impulso a su decisión por la poesía, cuando en 1935, debió de ser a primeros de año, Neruda le leyó y anotó los poemas. En 1936, Lorca le dirá a Celaya en San Sebastián cómo Neruda estaba alabando en Madrid su poesía, destacando el gran cuidado por la forma que el libro Marea del silencio –su primer libro publicado– proponía.

Hubo otros muchos vascos en la vida de Neruda, no porque coincidiera su apellido, sino porque realmente tuvieron una significación en su camino. Las relaciones de Neruda con los vascos y lo vasco le vienen desde su propio apellido (Basoalto), el encuentro en su juventud con jóvenes vascos en la enseñanza media, las relaciones ya explicadas y, sobre todo, las de su esposa durante veinte años, Delia del Carril Iraeta, una mujer muy inteligente, excelente pintora, y la persona que inclina sin duda a Neruda hacia el compromiso político definitivo. Cuando Neruda debía de comunicarle el fin de la relación a Delia, temía su reacción, al parecer, porque, como aseguraba el poeta chileno, “ella tiene el orgullo vasco”. No explicó muy bien Neruda qué entendía por tal, pero ya lo sabemos. Delia –la gran ignorada de las biografías de Neruda, cuando tuvo un papel fundamental en su vida, en los veinte años que convivieron– merece un capítulo aparte. Neruda, que ya era un gran poeta con sólo veinte años, hubiera sido un gran poeta siempre, hubiera conocido o no a los escritores vascos referidos. Incluso hubiera sido un gran poeta, aunque no hubiera escrito libros más allá de Residencia en la tierra (1934). Pero las relaciones con éstos, entre otras, fueron importantes en su formación sentimental e intelectual, sus giros expresivos y temáticos, y en su vida personal y pública. Nada rebaja, aunque lo subraye, el valor de su alta palabra poética, como representación del mundo, la visión de la realidad menos reconocida por la historia, y la composición de una poesía llena de cosmovisiones –es decir, unidades de significación amplia–, que hacen de Neruda una de las voces más profundas y rotundas de la poesía contemporánea. De la poesía de todos los tiempos.