A mediados del siglo XX, se manifiestan dos hechos que van a poner en entredicho la identificación del crecimiento económico con el bienestar humano. Uno, que sólo unos pocos países disfrutan de la bonanza económica que se estaba viviendo. Otro, en la década de los sesenta, se hace palpable la intensificación de la contaminación en los países llamados desarrollados. Se originan debates, que inicialmente quedan circunscritos a ámbitos académicos minoritarios, donde las preocupaciones básicas se centran en lo siguiente: por un lado, por qué unos países eran ricos y otros pobres y cómo cambiar las condiciones socioeconómicas y políticas para que la población mundial en general obtuviera los hipotéticos beneficios del crecimiento. Por otro lado, los debates se centraron en la preocupación sobre la armonía entre la naturaleza y el modelo económico basado en el crecimiento a ultranza.
En este contexto, en la década de los setenta empiezan a emerger informes, conferencias, cumbres y documentos que evidencian la preocupación por los problemas globales de pobreza y medioambientales. Documentos, normativas, acuerdos que han proliferado hasta hoy día. El primer “toque de atención” lo dio el Informe Meadows que sale a luz en el año 1972 con el significativo título “Los límites del crecimiento” y ese mismo año se celebra la Conferencia de Estocolmo. El segundo “aldabonazo” vino de la mano del Informe Brundtland bajo el título “Nuestro futuro común”, informe en el que merece la pena detenerse.
El Informe Brundtlan ha sido loado por unos y criticado por otros. Si bien no es el momento de analizar las razones por las que se da esta disparidad de criterios, sí que se puede considerar una referencia ineludible para cualquiera que le preocupe el desarrollo sostenible. No tanto porque se define y se populariza el concepto de desarrollo sostenible, sino porque los problemas relacionados con el medioambiente y el desarrollo se consideran inseparables. Uno de los principales méritos de este Informe es el análisis de las interrelaciones entre el modelo de crecimiento económico incontrolado en unos países, la pobreza en otros y el deterioro del medioambiente. Se puede observar cómo en el prefacio del Informe lo expresa meridianamente la Presidenta de la Comisión, Gro Harlem Brundtland:
“Cuando en 1982 se empezaron a debatir las atribuciones que tendría nuestra Comisión, hubo personas que quisieron que los trabajos se limitaran solamente a “cuestiones medioambientales”. Esto habría sido un grave error. El medioambiente no existe como esfera separada de las acciones, ambiciones y necesidades humanas, y las tentativas para defenderlo aisladamente de las preocupaciones humanas han hecho que la propia palabra “medio ambiente” adquiera una connotación de ingenuidad en algunos círculos políticos. La palabra “desarrollo” también se ha reducido en ocasiones a expresar algo muy limitado, algo así como lo que las naciones pobres deberían hacer para llegar a ser más ricas, lo cual ha dado lugar a que el tema fuera automáticamente descartado por muchas personas en los foros internacionales, al considerar que concierne a los especialistas; a aquellos que se ocupan de cuestiones relacionadas con la “asistencia al desarrollo”.
Pero el “medio ambiente” es donde vivimos todos, y el “desarrollo” es lo que todos hacemos al tratar de mejorar nuestra suerte en el entorno en que vivimos. Ambas cosas son inseparables. Además, ...“muchos de los caminos de desarrollo que siguen las naciones industrializadas son verdaderamente impracticables.”
Este es el punto de vista de quien dirige la Comisión que deberíamos recordarlo 22 años después. Sólo ante el reconocimiento de cuáles son los problemas se podrán analizar las causas y sólo así se les podrá dar solución a los problemas. El Infome Brundtland suscitó muchos debates y con base en él se celebró la, desde mi punto de vista, conferencia más importante sobre Medio Ambiente y Desarrollo, la Conferencia de Río en el año 1992. A los diez años se celebra la Conferencia de Johannesburgo: Río + 10.
Si echamos una mirada atrás, ¿qué podemos decir sobre los avances, logros, después de más de 30 años? De Estocolmo a Río pasaron 20 años “silenciosos”, en el sentido de que no tenían eco mundial los debates, escritos, etc, sobre las preocupaciones que, más tarde, nos refleja el Informe Brundtland. De Río a Johannesburgo pasaron 10 años “ruidosos” en cuanto a la proliferación de cumbres, declaraciones, normativas, etc, sobre esos mismos problemas. Sin embargo, la Conferencia de Río ha sido la más rica y la más esperanzadora. Los documentos aprobados en Río, mantienen plena actualidad, en los que el desarrollo humano y el medioambiente se consideran interdependientes e inseparables. Sin embargo, la destrucción del medioambiente continúa y la brecha entre países ricos y pobres no disminuye.
Si Río’92 fue un éxito, ¿cómo es que después de la Cumbre de Johannesburgo, 10 años más tarde, prosigamos con un balance negativo respecto a lo que ha cambiado o no la situación en el mundo? Ha fallado la puesta en práctica. Los principios de la Declaración de Río son continuamente transgredidos. La Agenda 21 que se está implantando a nivel local no transciende, en cantidad de ocasiones, del papel escrito. Si evaluamos las conferencias de este tipo con base en los acuerdos intergubernamentales logrados respecto de conferencias anteriores, la esperanza de que en el año 2002 en Johannesburgo se diera un paso en firme se desvaneció. Ahora bien, esto hace que reivindiquemos Río, ¿cómo? Mediante la puesta en práctica de lo acordado en los documentos, empezando por los 27 principios de la Declaración de Río. El desarrollo sostenible está de moda, y no es una moda. En los últimos doce años su uso retórico se ha ido extendiendo por todos los rincones de la Tierra, se manifiesta en los discursos la necesidad de un proceso de cambio que nos lleve a solucionar los grandes problemas globales, sin embargo el conflicto de intereses sigue resolviéndose mediante la subordinación del desarrollo sostenible a los intereses económicos a corto plazo. Para que este proceso nos lleve a buen puerto es preciso un cambio de paradigma de la mano del “Desarrollo Sostenible”. El desarrollo sostenible tiene implicaciones sociales y económicas. Se trata de un nuevo modelo de desarrollo que requiere la modificación de las pautas actuales de consumo y producción, de valores, de estilos de vida.
El modelo socioeconómico que perdura hasta nuestros días se sustenta en la filosofía del crecimiento a ultranza. La cuestión central reside en potenciar el crecimiento y por paradójico que nos pueda parecer, sumergidos, durante más de un siglo en el divorcio entre el entorno natural y la economía. El modelo dominante nos indica que la economía va bien ( a nivel local, regional, mundial) cuando crece el Producto Interior Bruto (PIB), donde no se consideran los grandes problemas de la pobreza, desigualdad social y el deterioro del medioambiente.
En cualquier país, en qué porcentaje aumenta el PIB es un tema esencial de la política general, ya que es considerado un indicador de bienestar social. Así, para el Gobierno de turno se convierte en la “perla” a ofrecer a los ciudadanos. Es difícil de explicar que después de haber sido tan criticado a lo largo de su historia, continúe estando en el pedestal de los indicadores económicos de bienestar, aun cuando no considera determinados aspectos sociales y ambientales. Sin pretensiones exhaustivas algunas de las críticas son las siguientes: No dice nada sobre la distribución de la renta entre los ciudadanos de la ciudad, región, país al que se refiere.
Aumentos del PIB pueden deberse a aumentos en la producción de cualquier bien. El bienestar para la sociedad, sin embargo , sería distinto dependiendo de qué tipo de bien o servicio es el que produce ese aumento.
Los servicios, las aportaciones a la sociedad que no son remunerados no se incluyen en el PIB, siendo muchos de estos servicios imprescindibles para el buen funcionamiento de la sociedad.
Teniendo en cuenta la perspectiva ecológica, no se incluyen el valor de muchos bienes y servicios del medioambiente, siendo éstos de importancia fundamental para el bienestar humano.
Se podría decir que el PIB al considerar sólo los bienes y servicios que pueden intercambiarse por dinero, es un indicador que no entiende ni de equidad ni de sostenibilidad. No sirve como instrumento que refleje si se está avanzando por la senda del desarrollo sostenible. Hay que buscar otros instrumentos, que recojan otros tipos de valor aparte del monetario. Los hay de muy diferente carácter, por mencionar algunos: la huella ecológica , el índice de desarrollo humano o la aportación del economista Herman Daly del Producto Nacional Neto Social Sostenible. Quizás debiéramos alegrarnos ante disminuciones del PIB en los países ricos ya que podría ser el reflejo de una disminución del nivel de vida y un aumento de la calidad de vida.
La economía mundial, en términos macroeconómicos, ha crecido considerablemente, el PIB del mundo ha aumentado más del doble en tres décadas. Paralelamente, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en sus Informes nos indica que alrededor de 900 millones de personas carecen de alimentos, más por la falta de voluntad política que por la falta de alimentos. Los informes del Worldwach Institute nos indican cómo las tendencias ambientales consolidadas en el inicio del siglo XXI reflejan el deterioro que se está produciendo en los sistemas naturales. ¿Cómo se puede explicar la valoración positiva que se hace de la economía mundial con los datos de pobreza y las tendencias ambientales que se conocen? El objetivo del desarrollo es aumentar el bienestar humano en todos sus aspectos, no sólo en los económicos. En vez de “cuanto más mejor” valoremos “cuantos más mejor”. Esto requiere algo más que regular. Crear unas condiciones políticas y económicas que promuevan los cambios necesarios, cambios estructurales que nos lleven por la senda de un desarrollo que sea sostenible.