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En el verano del año dos mil se recibió en el museo de don Ignacio Zuloaga, en Santiago Echea, Zumaya, a Jorge Oteiza que iba acompañado de quienes le atienden en las tierras navarras de Elizondo y Alzuza, Ana Marín y familiares.
Allí me encontraba. Había llegado de Segovia para trabajar, trabajando con los hermanos María Rosa y Rafael Suárez Zuloaga en mis periódicas asistencias a documentación, archivo y actividades surgidas últimamente, labores de archivero y documentalista.
Pasamos muchas horas de una agradable tarde en el estudio y en el museo que creó el pintor en lo que fueron marismas de la rada de Zumaya, envueltos en suave penumbra y agradable temperatura. La conversación saltaba de tema y tema, diversificada por el escultor.
Jorge Oteiza.
Fotografía: Lamia.
Qué bien se vive aquí, decía desde un sillón frailuno del estudio en el que se mantenía inhiesto. Se conversaba con todos, palabras reposadas, silenciosas. Se aceptaban sus sentencias como artículos de fe.
En cierto momento Rafael se separó y volvió al poco procedente de la sala contigua, el museo, trayendo una obra de Rodin, El Minotauro.
- ¿Abrimos ventanas, damos luz?
- No, no, dejadme acariciarlo, saborearlo.
Farfullaba mientras sus manos apretaban la obra o las yemas de sus dedos recorrían las prominencias.
- ¡Qué diagonales! ¡qué diagonales!
Se me antojaba un ciego que dejara al tacto dominar lo que le pudiera impedir la vista.
- Joder, no para uno; qué hermosura; y qué alegría.
Todos estábamos pendientes de sus gestos, de sus palabras. Se exaltaba hablando de Ignacio Zuloaga, de las relaciones con Rodin, de lo que éste había supuesto para la revolución de la escultura. De su fogosidad para expresar el realismo.
Se le ofreció el busto de Mahler y grupo La avaricia y la Lujuria.
Su entusiasmo le llevaba al frenesí. ¿Estaba para tantas emociones? Se mantenía en proceso de recuperación de un grave problema pulmonar. El viaje tenía por objeto que se distrajera un poco, salir de casa.
- Rodin, Miguel Ángel; qué genios.
- Me cago en la leche. (Lo besa)
Las manos, avariciosas, quizás algo envidiosas, palpaban la obra.
- Joder, joder, jo...; ¡qué fuerza, qué tensiones hay aquí expresadas!
Se le reconvino. Ten cuidado, Jorge, te vas a cansar.
- ¿Un cansancio? Esto es un cansancio de felicidad.
- No exageres
- El que no exagera, no vive.
Soltó un poco molesto, regañando.
Alguien quiso que entrara más luz y abrió la puerta del jardín y una ventana.
- Me gustaría estar muchas horas en este gran sillón, recostado de espaldas, de espaldas, y mirar, contemplar, pero sin brillos. Esto es muy malo, esta luz. Hay que dejar que se oxide. Qué daño hace la luz.
Ante la presión de sus acompañantes, yo, sentado como estaba a su lado, para mitigar su paroxismo, le hablé de mi Segovia.
Fotografía realizada a las puertas del Estudio Zuloaga en Santiago-Echea. Jorge Oteiza, María Rosa -nieta de Ignacio Zuloaga- y Mariano Gómez de Caso.
- ¿De Segovia?
- Sí, como Aniceto Marinas.
- Aniceto Marinas. No lo conocí. Un gran escultor. De Segovia ¿eh? Contemporáneo del levantino y de Mariano Benlliure, de la misma época. Dos grandes artistas de su tiempo.
- Al que sí que conocí fue a Emiliano Barral, mi amigo, mi amigo. Murió joven. Era mayor que yo.
- ¿Cuándo nació usted?
Me pidió que le tuteara, como hacía el resto de los presentes. No es mi condición. En eso soy muy estricto. Hoy, al saber su fallecimiento, me sentiría irrespetuoso ya por el resto de mis días.
- En 1909.
- Pues si no recuerdo mal, Emiliano, hijo y nieto de canteros sepulvedanos que le enseñaron a acometer la piedra directamente, nació el mismo año que mi padre, 1896. Era, pues, trece años, mayor que usted.
- Hizo cosas extraordinarias. Murió siendo un gran escultor y habría realizado obras tremendas. ¡Qué lástima!
- Es cierto. En 1936 se encontraba en Madrid. Meses antes había terminado la cabeza de Pablo Iglesias, labrada en piedra de un durísimo granito gris. Se dijo que era la obra más importante realizada en la capital de España en lo que iba de siglo.
- Murió en la guerra.
- Sí; Barral trabajó con Alberti y María Teresa León en una ardua tarea que llevaban en el Patronato de Recuperación de Bienes Artísticos. No sé si sabrá usted que organizó las Milicias Segovianas y marchó al frente. Murió en el frente de batalla, en noviembre de ese 1936, en el barrio de Usera, defendiendo Madrid del ataque franquista.
Acabé mi turno de conversación a solas con Oteiza.
- ¿Qué tal, Jorge? Preguntó María Rosa al acercarse.
- Se me ha pasado el corazón hasta el lado derecho.
- Vuelve, vuelve a este estudio, le pidió esta nieta de Zuloaga.
- Será difícil que vuelva, porque ya os habéis quedado conmigo.
Artículo publicado en el n.º 207 de Euskonews.