Vivimos en un mundo saturado de desigualdades sociales: la brecha entre las personas que más y menos tienen aumenta, no se reducen el machismo ni la violencia de género; el racismo, la xenofobia, la homofobia y la transfobia se convierten en crónicos; el calentamiento global se incrementa y la pérdida de biodiversidad es un hecho, seguramente, sin marcha atrás… Y, ante todo ello, ¿qué papel tiene la educación? ¿Observa, calla, reproduce y legitima estas desigualdades, como afirmaban los sociólogos franceses clásicos? ¿O es el arma más poderosa para cambiar el mundo, como decía Nelson Mandela?
La respuesta no es sencilla. Quizá incluso las dos alternativas sean ciertas: algunas escuelas reproducen y legitiman las desigualdades y otras son capaces de contribuir a cambiar la sociedad. Dependerá de lo que hagan. Es más, hasta podemos atrevernos a afirmar que si las escuelas no se plantean explícitamente luchar contra las desigualdades estarán contribuyendo a su reproducción.
Pero ¿cómo pueden las escuelas luchar por una sociedad más justa e inclusiva? Pues, de entrada, siendo y enseñando a ser. Efectivamente, si, por ejemplo, queremos que las escuelas contribuyan a crear una sociedad más democrática han de enseñar democracia, desde principios democráticos. Lo contrario sería ineficaz e hipócrita. De igual manera, si queremos que las escuelas contribuyan a alcanzar una sociedad más inclusiva y justa, han de enseñar justicia social y ser inclusivas y justas. No hay otro camino.
Así, la escuela debe ser inclusiva, más inclusiva. Que garantice la presencia, la participación y el aprendizaje de todos los estudiantes, independientemente de su nivel socioeconómico, capacidad, origen nacional, cultura, género, elección sexual, religión… Una escuela que consiga el éxito de todos, sin excepciones y luche contra cualquier causa o razón de exclusión, en cualquiera de sus variantes de segregación y/o discriminación.
La escuela debe ser inclusiva, que garantice la presencia, la participación y el aprendizaje de todos los estudiantes.
Pero también debe ser una escuela democrática, que se construya a partir de la participación activa de los diferentes miembros de la comunidad educativa. Con dos principios básicos, igualdad en la diversidad, a través de un reconocimiento explícito de todos en el proceso educativo y libertad de participar en las mismas condiciones, a través de la facultad de los participantes de regirse por las normas y pautas establecidas por ellos mismos.
Y, por último, una escuela crítica que conciba y reconozca el proceso educativo como lo que es, un acto político, cultural y social. Hay que construir una escuela con docentes como intelectuales críticos, estudiantes como agentes de cambio y comunidades conectadas y comprometidas, donde todos los agentes educativos, así como el entorno, trabajen de forma conjunta y consciente contra las injusticias.
Con esa base, aportaremos unas cinco ideas a modo de buenas prácticas de educación inclusiva para la justicia social que comparten las escuelas que están luchando por transformarse para cambiar la sociedad:
- Trabajan por tener una cultura educativa inclusiva. Ello implica compartir valores, actitudes y normas que favorecen la inclusión y el aprendizaje de todos y cada uno, evitando toda forma de exclusión, marginación y discriminación. Normas que se reflejan en unos objetivos plasmados en el Proyecto Educativo de lucha contra la exclusión y por la Justicia Social. Son escuelas que trabajan en equipo como forma de ser, que tienen altas expectativas hacia los estudiantes, hacia sus familias y hacia los colegas. El profesorado está fuertemente comprometido con sus estudiantes, con la comunidad educativa, con la educación y con la sociedad. Sienten el centro como suyo y trabajan duro para mejorarlo.
- Escuelas que entienden que el aprendizaje es cosa de todos, de los estudiantes, pero también de los profesionales y de las familias. Así, se observan múltiples muestras de apoyo entre docentes y otras instancias internas y externas al centro. Los profesores piden y dan ayuda constantemente como muestra de un compromiso colectivo. Así como una actitud explícita, en palabras y hechos, hacia la innovación, hacia el abordaje de nuevos desafíos mediante novedosas propuestas y respuestas.
- Donde se desarrollan procesos de enseñanza y aprendizaje inclusivos y justos. Estas escuelas no olvidan que la finalidad es el desarrollo integral de los estudiantes, cuidando, de manera especial, su autoestima y bienestar, pero también el desarrollo de la creatividad, la innovación estética, así como el pensamiento crítico y el desarrollo de valores radicalmente democráticos en fines y medios. Estos procesos inclusivos se basan en hacer que la atención a la diversidad sea un hecho, de tal forma que la enseñanza y su evaluación se adapte a las características, estilos, expectativas, capacidades, situación previa y necesidades de cada estudiante. Nada hay más injusto que un trato igual para personas diferentes. Los y las docentes son conscientes de la importancia de las diferencias por clase social, cultura, género y sexualidad, y la complejidad en lo relativo a la valoración de sus representaciones y complejas luchas por el reconocimiento que implican. Las escuelas trabajan en la construcción de un currículo multicultural que contribuya a transformar las condiciones sociales y culturales, así como las estructuras institucionales que generan esas representaciones. En las escuelas inclusivas para la justicia social se valora la diversidad como algo enriquecedor para las personas y la educación.
- Las escuelas inclusivas para la justicia social cuidan el trabajo conjunto con la familia y la comunidad, siendo la estrecha colaboración escuela-hogar una de sus características definitorias. Se trabaja, con humildad y persistencia, por lograr que la escuela y el hogar compartan una misma cultura educativa. Pero no imponiendo la superioridad de una sobre otra, sino conociéndose y construyendo juntos. También la apertura al entorno es otra de las características definitorias de estos centros. Las escuelas trabajan con asociaciones locales, potencian el desarrollo de su comunidad, se implican en eventos del barrio, con el barrio y para el barrio…
- Los dos últimos elementos que queremos destacar de estas escuelas son la democracia y la participación. Así, tienen una cultura de respeto a todos los estudiantes como personas responsables de su futuro y que participan, de manera activa, en su formación. Se cuida la participación de todos y todas fomentando, muy especialmente, la implicación y representación de colectivos tradicionalmente marginados. Las aulas se organizan democráticamente, con asambleas, donde se discuten todas las decisiones que afectan a su aprendizaje: la forma de organizarse, los contendidos a tratar, las estrategias didácticas, la forma de evaluar… La escuela, en su organización y funcionamiento, se basa en las decisiones de la comunidad escolar en su conjunto: docentes, familias, estudiantes, personal no docente. Se potencia que haya rees abiertas de forma periódica, de tal forma que no se restrinja la participación en órganos tales como el consejo escolar o el claustro. Se trabaja por conseguir un liderazgo distribuido. Estas escuelas trabajan por fomentar el liderazgo de los docentes y de la comunidad, de tal forma que las decisiones y responsabilidades se reparten y comparten.
¿Pueden las escuelas cambiar la sociedad? Al final la respuesta no nos importa tanto, nos importan los hechos y, como decía Freire, las escuelas, deben “desvelar oportunidades de esperanza, sin que importen los obstáculos que pueda haber”. Con escuelas inclusivas para la justica social se abre una posibilidad para construir un mundo más justo e inclusivo. Y ello no solo es posible, es necesario.