Desde hace décadas, y de una manera prácticamente universal, la regulación y la prevención de los efectos de nuestro sistema productivo en el medioambiente se entiende como parte del quehacer de las instituciones políticas. Esto es, la política ambiental ha pasado a formar parte de la agenda pública, incorporandolos ecosistemas saludables ala lista de esos “bienes públicos” que se supone han de constituir el motivo principal de consideración de legisladores y gobernantes. Esto no ha supuesto meramente un cambio temático, sino modificaciones enaspectos relevantes de nuestra cultura política: piénsese cómo en ese proceso, hemos comenzado a pensar, por ejemplo, en las necesidades de las generaciones que no han nacido aún o en los derechos de otras especies fuera de la humana y que habitan este mismo planeta. En este sentido, las políticas ambientales han transformado nuestra concepción de “lo político” y han incorporado al proceso de toma de decisiones toda una serie de particularidades que les son propias y que, con toda seguridad, condicionan su desarrollo, explican su potencialidad y, al mismo tiempo, sugieren sus limitaciones.
Pese al ejercicio de arbitrariedad que supone siempre fijar fechas de inicio o fin de los procesos históricos, se suele considerar los primeros 70 como el inicio de las políticas ambientales. En esos años, por ejemplo y en el caso europeo, se consolida como política comunitaria a partir de una particular lectura de los artículos 100 y 235 del Tratado de la CEE, marcando a partir de ahí una impronta evidente en los ordenamientos jurídicos de los estados miembros. Es por tanto, el de las políticas ambientales un caso de política sectorial relativamente tardía, lo que sin duda marca desde el inicio su carácter relativamente secundario en la contienda político-electoral: otras cuestiones de debate y otros cleavages de raíces históricas más remotas modelaban y configuraban los ejes de alineamiento y conflicto de los actores políticos, relegando así la cuestión ambiental a un capítulo menor dentro de los programas de estos agentes. Por tanto, el propio momento de surgimiento de las cuestiones ambientales ya proporciona una pista sobre la limitada relevancia de este tema en las percepciones ciudadanas a la hora de decantarse por quienes habrán de ser sus gobernantes. Ello no entra en contradicción con una alta preocupación ciudadana por el medioambiente en términos genéricos, pero sí marca una posición secundaria de ésta en la lista de problemas que inquietan al electorado, sobre todo si lo comparamos con otras preocupaciones tradicionalmente “políticas” como la economía, el desempleo o la seguridad.
Al mismo tiempo, otras características propias del contenido sustantivo de estas políticas condicionarán asimismo tanto la toma de decisiones, su legitimación y los incentivos de los actores. Quizá la más decisiva de todas ellas es que las políticas ambientales van a ser notorias por la sofisticación de sus planteamientos y medidas: en este sentido, el cambio climático puede ser un ejemplo ilustrativo, sobre todo si consideramos su relativamente compleja detección como problema público y el grado notable de incertidumbre que presiden las predicciones sobre su alcance real y evolución futura. Este ejemplo del cambio climático podría ser extendido a otras políticas ambientales como la lucha por la preservación de la biodiversidad, la gestión de los organismos modificados genéticamente e incluso líneas de actuación más antiguas como la gestión de residuos, la prevención de la contaminación atmosférica y la política de aguas. En todas ellas necesitamos altas dosis de conocimiento experto para trazar el origen de los problemas, construir relaciones causa-efecto, plantear soluciones político-técnicas o, siquiera, acotar los periodos temporales sobre los que ejercen influencia las decisiones tomadas en el presente. Todo esto tiene una doble consecuencia: por un lado, se multiplican los incentivos a la adopción del papel de “free-rider” tanto a nivel público como privadoy, por otro, cobran especial relevancia los actores que controlan el capital técnico o el “conocimiento científico. En definitiva, en un escenario presidido por la indeterminación, proliferan los actores políticos, económicos, sociales, o aún ciudadanos individuales, que prefieren no tomar partido a la espera de que otros carguen con las consecuencias más onerosas de las decisiones políticas y, al mismo tiempo, el proceso de toma de decisiones se sitúa en un ámbito más lejano a la ciudadanía.
Allí donde las políticas ambientales están más avanzadas como en los países europeo-occidentales, aparezca una tendencia al establecimiento de redes de actores más o menos estables a la hora de definir los temas prioritarios y los instrumentos de actuación.
De esta manera, no sorprende que, allí donde las políticas ambientales están más avanzadas como en los países europeo-occidentales, aparezca una tendencia al establecimiento de redes de actores más o menos estables a la hora de definir los temas prioritarios y los instrumentos de actuación. Esto es, lo que en el ámbito del análisis de las políticas públicas se denominan “policy communities”: entramados de actores público-privados que intercambian recursos y que consolidan sus relaciones de mutua dependencia de manera relativamente estable e impermeable al influjo de actores externos. En ese sentido, las instituciones políticas con competencia medio ambiental recurren a actores no públicos (situados en el ámbito empresarial o en el científico) en busca de expertise, desarrollando un intercambio mutuamente beneficioso por el que las primeras aportarían recursos financieros y legales y las segundas conocimiento técnico. En este contexto, las múltiples organizaciones medioambientalistas y ecologistas han tendido a jugar un papel de outsider, en principio externo a las principales relaciones de intercambio de recursos, si bien con cierta capacidad de influencia por las notables dosis de apoyo y confianza ciudadana que generan. De ello se da cumplida cuenta por ejemplo en los sucesivos estudios del Eurobarometro y en las encuestas nacionales, en las que, por lo general, se repiten una y otra vez los patrones de una alta preocupación ciudadana por el medioambiente y una excelente imagen de las asociaciones conservacionistas. Por ello, la fuente de legitimidad de las políticas ambientales para los actores institucionales pasará, al menos, por una cierta incorporación del discurso de estas y una relativa integración en los mecanismos formales de gobernanza, pese a que la efectividad real de estos procesos en ocasiones arroje serias dudas.
En cualquier caso, las políticas ambientales han adquirido ya cierta trayectoria en sistemas de democracia-representativa del Hemisferio Occidental, regulando un aspecto fundamental de las comunidades humanas como es la gestión de un riesgo ambiental tanto más evidente cuanto más su multiplican las facultades del ser humano a la hora de dominar y explotar la biosfera. Este gran objetivo que parecería propiciar la formación de respuestas institucionales consensuadas no ha estado, sin embargo, libre de conflictos de intereses, en tanto que las políticas puestas en marcha han generado, casi como cualquier otra decisión institucional, efectos redistributivosde alcance variable. Como hemos visto, tampoco han estado libre de cierta opacidad al escrutinio público por su propio carácter altamente técnico y probablemente, en uno y otro ámbito (creación de consensos y transparencia) han de situarse sus retos de futuro. Pero si de abordar el riesgo ambiental se trata, el objetivo fundamental sería que, más que una política ambiental, asistamos a una ambientalización del resto de políticas sectoriales. Conceptos como el de “integración de la variable ambiental” o “transversalización” nos van diciendo ya que quizá el futuro de las políticas medio ambientales pase, precisamente, por desaparecer como tales.