720 Zenbakia 2017-06-07 / 2017-07-05
Microhistoria hubiera sido una expresión más correcta que biopsia, pero, en la actualidad, vamos incorporando al lenguaje cotidiano el vocablo biopsia y con una sensata comprensión de su significado. Que no es, según el DRAE, sino «Extracción y examen de una muestra tomada de un ser vivo, con fines diagnósticos». En general, se trata de una pequeña pero significativa muestra que cumple la finalidad expresada.
La microhistoria tiene también mucho de concreción y, a mi entender, su objetivo prioritario es el diagnóstico de lo ocurrido. Tengo muy presente una cita de Saramago que me sirve de referencia para este tema: «Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir». Es obvio a qué hace referencia como memoria y, en cuanto a responsabilidad, me tomo la libertad de interpretar que se refiere a esa autocrítica de nuestro pasado a la que hace referencia Albert Camus.
Los valles amescoanos, allá en el extremo noroeste de la merindad de Estella, han sido la biopsia retirada para ese diagnóstico que nos permita asumir responsabilidad en un “organismo” mayor, Navarra. Responsabilidad sobre el período más vergonzante de nuestra historia. Vergonzante pero nuestra, en la que unos civiles locales fueron colaboradores necesarios con los militares sublevados y responsables, en mayor o menor medida, de una represión local delictiva y dolorosa sobre otros civiles locales, en retaguardia y por su ideología exclusivamente.
Y debemos evitar el autoengaño de considerar que vino alguien de fuera a llevar a cabo esa represión. A los represaliados amescoanos, con o sin privación de la vida, no les conocían lejos de su valle. Pero la represión aplicada necesitó de los informes que salieron de ayuntamientos, sacristías, cuartelillos y vecinos denunciantes. Para quitarles la vida no se precisaron expedientes, pero quedan indicios irrefutables de las colaboraciones necesarias.
De cuando se pretendió dar una cobertura legal a los actos represivos, sí quedan expedientes. Expedientes de incautaciones, expedientes de responsabilidades políticas, expedientes de depuración de funcionarios públicos, expedientes de presunción de desaparición y otros, conservados en los archivos. Para cumplimentarlos, se solicitaron indefectiblemente informes de alcaldes, secretarios, jueces municipales, jefes de Falange, párrocos o ecónomos, jefes de línea del cuartel de la Guardia Civil, de vecinos «de probada adhesión» o, incluso, de denuncias anónimas. Salvo estas últimas, el resto, manuscritas o mecanografiadas, llevaban fecha y firma. Y esos informes fueron decisivos para determinar la represión a aplicar y el destinatario de la misma.
Importa pues un diagnóstico certero si el objetivo es la prevención de sucesos como aquellos. O no tiene mayor interés, si el objetivo es responsabilizar a alguien lejano, con quien colaboraron otros que nos eran totalmente ajenos. Como si nada hubiera que reprocharse en relación a lo ocurrido.
El dolor de la pérdida de Edorta Murua Ugarteburu.
Como en los accidentes de cualquier tipo, lo que procede siempre es investigar las causas para evitar su repetición.
Dicho lo cual queda y no a humo de pajas, porque hablamos de casi siete años de investigación de lo ocurrido, con la participación activa de más de un centenar de colaboradores, con el acceso a archivos de todo tipo, y en especial del Archivo General de Navarra, y la ayuda incondicional e inestimable de sus responsables, la implicación de varios historiadores avezados y el impulso sostenido de los ayuntamientos amescoanos. Todo esto nos ha permitido saber no ya lo que pasó, sino las causas, los hechos y las consecuencias.
Porque: Ocho civiles amescoanos —nacidos, avecindados o transeúntes— fueron objeto de «desapariciones forzadas», o sea, asesinados sin ningún tipo de proceso legal y sin comunicación a sus familiares de lo que se había hecho con ellos. Esto ocurrió en un plazo inferior a cuatro meses. Cuatro de los cadáveres fueron arrojados a simas de Urbasa. En una de ellas, se lanzó luego una granada, que no llegó a explotar, y se bajaron cuatro o cinco perros vivos que devoraron los restos de los cadáveres.
Sus familias quedaron desamparadas y fueron vejadas y maltratadas, desamparo que no aliviaron alcaldes, jueces municipales, secretarios o párrocos. Seis familias fueron objeto de expedientes de incautación de sus todos sus bienes, viviendas incluidas los que las tenían. Más tarde quedaron incursos en expedientes de responsabilidades políticas, en causas que duraron hasta seis años. Personas con escasa formación que debieron litigar con el aparato jurídico-militar de los alzados, bien sustentados por los informes locales que les eran facilitados.
Dos familias fueron expulsadas bajo amenazas por civiles adictos armados, con el beneplácito de Ayuntamiento y Guardia Civil.
Varios hijos de represaliados fueron reclutados y obligados a servir con los alzados, que habían asesinado o violentado a miembros de su familia.
Diez maestros fueron depurados con diferentes grados de penalización. Destitución del cargo, inhabilitación de por vida, destierro o privación parcial de haberes.
Más de treinta vecinos fueron encarcelados, en Pamplona, Estella, Alsasua o en la prisión municipal de su localidad.
Dos vecinos, al menos, debieron huir y expatriarse (Brasil y Francia) y no regresaron.
Los componentes de un Ayuntamiento, en su totalidad, fueron destituidos de sus cargos y sustituidos por vecinos adictos.
Todo lo descrito, breve y superficialmente, está basado, mayoritariamente, en documentación generada por el bando alzado y que se encuentra en archivos públicos de libre acceso.
Todo lo descrito, con ayuda de los apoyos y participaciones ya citados, forma parte del Proyecto Amescoano de Memoria Histórica, iniciado en diciembre de 2010 y aún no concluido. Lo ocurrido, causas y consecuencias y la tarea realizada, ha sido publicado y presentado en Urbasa, el pasado 24 de junio, en el libro ‘¿Qué hicimos aquí con el 36?’, tomo V de la serie «Conociendo el pasado amescoano».
Y ha sido así porque consideramos imprescriptible el derecho a la verdad y coincidimos con lo que afirmaba Epícteto al respecto: «El pueblo tiene el mismo derecho a la verdad que a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad».