720 Zenbakia 2017-06-07 / 2017-07-05

Gaiak

El universo femenino de Ignacio de Loyola: una realidad ocultada

GIL AMBRONA, Antonio

Historiador



Cualquiera que se interese por la trayectoria vital de Ignacio de Loyola (1491-1556) comprobará, no sin cierto asombro, que gran parte de lo que se ha escrito sobre él es de factura jesuítica. Esta exclusividad ha venido determinada por la promoción mediática que la propia Compañía de Jesús puso en marcha, ya desde sus inicios, para difundir la figura «ejemplar» de su fundador y por las dificultades que ha planteado la consulta de unas fuentes documentales que durante siglos han estado mayoritariamente custodiadas por los jesuitas. Por otro lado, la propensión de los hagiógrafos de la Orden a atribuir a Ignacio de Loyola una predestinación a la santidad desde que partiera de su Azpeitia natal, en 1522, tras ser herido en una pierna —lo que le provocó una minusvalía de por vida—, hasta su fallecimiento en Roma en 1556, ha supuesto un impedimento para identificar con mayor nitidez al personaje de carne y hueso.

Los biógrafos jesuitas coetáneos de Ignacio, en un ejercicio de criba y poda, eliminaron cualquier rastro de su infancia y juventud en tierras guipuzcoanas, condenando así a la oscuridad a la ascendencia judía de los Loyola por parte del abuelo paterno y sembrando la duda sobre la identidad de su verdadera madre y de la nodriza que lo cuidó durante los primeros años. Lo mismo sucedió con las relaciones sentimentales que tuvo y el hijo o hijos fruto de ellas, con los primeros contactos que debió de mantener con personas del mundo alumbrado o con sus tempranas inquietudes en la búsqueda de nuevas formas de entender y practicar la religión. Conocer estos y otros aspectos biográficos de Ignacio de Loyola, o siquiera saber que pueden ser rastreados, ayuda a «desvestir al santo» al tiempo que gana relevancia el relato de su compleja trayectoria vital.

Los hagiógrafos jesuitas establecieron, sin evidencias claras, que Ignacio de Loyola había vivido de niño en el caserío de Eguíbar, próximo a la Casa de Loyola, dado que supuestamente era allí donde residía su nodriza. Pero los primeros compañeros de Ignacio dejaron constancia de que esta era la mujer de un herrero apellidado Errazti o Herrazti, y, a la luz de la documentación de que disponemos, en el caserío de Eguíbar nunca hubo una herrería. Este dato cuestiona esa tradicional vinculación de Ignacio con el caserío de Eguíbar y abre la puerta a nuevas preguntas acerca de sus primeros años de vida, de la identidad de su verdadera madre y de su nodriza, asuntos, todos ellos, obviados por los historiadores jesuitas.

Bajo ese mismo criterio de marginalidad ha sido tratado el papel que numerosas mujeres desempeñaron en la vida de Ignacio, en momentos muy difíciles e incluso peligrosos, a través del constante y decidido apoyo anímico y económico que le proporcionaron. Solo el historiador jesuita Hugo Rahner realizó un gran esfuerzo en su ensayo Ignacio de Loyola: correspondencia con las mujeres de su tiempo —originalmente escrito en alemán (1955), y traducido al inglés, italiano y francés, pero nunca al castellano— por recoger y analizar las cartas conocidas que intercambiaron mujeres de variada condición social con el futuro santo. Aun así, el autor no superó lo que podríamos llamar el «síndrome del fundador» en el momento de valorar la contribución de las mujeres al nacimiento y consolidación de la Compañía de Jesús, sino más bien al contrario; como tampoco se alejó de la línea hagiográfica ni de los tintes misóginos marcados por sus predecesores, llegando, por ejemplo, a considerar como una enfermedad el «humor cambiante» de las fundadoras de colegios de la Compañía de Jesús, en su ferviente defensa de Ignacio ante cualquier disensión de este con sus benefactoras. Es evidente que sin las donaciones periódicas y altruistas de personas ajenas a la Compañía a partir de 1540, los colegios jesuíticos nunca hubieran visto la luz, debido a los votos de pobreza hechos por los miembros de la congregación. Sin embargo, para Rahner, pesaron más las «molestias» ocasionadas a Ignacio por las numerosas mujeres fundadoras de colegios de la Compañía en diferentes ciudades europeas, que la contribución de estas a la consolidación y expansión de la Orden.

Pero hay que retroceder unos años en la vida de Ignacio de Loyola para calibrar hasta qué punto fue traicionada también la memoria de otras mujeres —primero por Ignacio y posteriormente por sus hagiógrafos— con las que aquel se relacionó estrechamente. A pesar de haber recibido de ellas, sobre todo en Manresa y Barcelona, sobradas muestras de fidelidad, protección y afecto, e importantes sumas de dinero, Ignacio se fue olvidando de la valiosa ayuda que le habían prestado. «Os debo más que a cuantas personas en esta vida conozco», había escrito Ignacio a su amiga y mecenas barcelonesa Isabel Roser desde Roma en 1533. Y aun así, trece años después fue el propio Ignacio quien solicitó al papa que aceptase su petición de expulsar de la Compañía a Isabel y a sus otras dos compañeras jesuitas, como efectivamente sucedió. Sin embargo, hizo lo imposible para que la princesa Juana de Austria —hija del emperador Carlos V e Isabel de Portugal— formase parte, aunque en secreto, de la Compañía de Jesús.

Fórmula autógrafa de los votos pronunciados por Isabel Roser el 25 de diciembre de 1545 (Archivo Romano SJ. Cod. Italiano, folio 11; documento reproducido por Hugo Rahner, Ignace de Loyola: correspondance avec les femmes de son temps, París, 1964, pág. 161).

El día de Navidad de 1545, Isabel Roser pronunció en lengua catalana sus votos de entrada en la Compañía de Jesús. Junto a ella, también hicieron sus votos la criada de Isabel, Francisca de Cruylles, tal y como su señora lo solicitó al papa, y Lucrecia Bradine. Esta es la traducción al castellano de la fórmula de los votos que Isabel Roser leyó:

Yo, Isabel Roser, viuda, prometo y hago voto solemne a Nuestro Señor Dios Omnipotente, en presencia de la Santísima Virgen María, mi Señora, y del glorioso San Jerónimo y toda la corte celestial del Paraíso, y ante los aquí presentes, y ante vos, reverendo padre maestro Ignacio, prepósito de la Compañía de Jesús, Señor Nuestro en el lugar de Dios, teniendo perpetua pobreza según que por vuestra reverencia me será mandada, y castidad y obediencia según la forma de vivir que por vuestra reverencia me será mandada. Hecho en Roma, en la iglesia de Santa Maria della Strada, el día de la Natividad de Jesucristo Señor Nuestro, en el año mil quinientos y cuarenta y cinco. Yo Isabel Roser, viuda.

Nueve meses más tarde, las tres jesuitas serían expulsadas de la Compañía de Jesús por iniciativa del propio Ignacio de Loyola, zanjando así, definitivamente, la posibilidad de crear una rama femenina de la congregación.

Los biógrafos jesuitas han abordado en mayor o menor medida esos casos, pero eludiendo entrar a valorar lo que significó que Ignacio pudiera borrar de la hoja de ruta de la Compañía de Jesús la posibilidad de que se crease una rama femenina que, por otra parte, tenía el favor de la mayoría de sus compañeros. Pero se han preocupado menos de indagar, por ejemplo, en la vida de Inés Puyol-Pasqual, la persona que más influyó en Ignacio cuando este llevaba una existencia errática y de búsqueda interior. Los probables antecedentes judíos de Inés —a la luz de nuevos documentos familiares que he consultado—, unidos a ciertas actitudes, comentarios y comportamientos de Ignacio, abonan la idea de que este no era en absoluto ajeno a las sensibilidades judaicas en una época en que las nuevas corrientes de espiritualidad estaban siendo lideradas en buena parte precisamente por personas de origen judeoconverso. Pero, además, Inés trabó con Ignacio una amistad íntima en Manresa y luego lo acogió durante más de dos años en su casa de Barcelona —donde también vivía su hijo—, hasta el punto de que su relación invita a pensar en que Ignacio actuó en ese tiempo a modo de «esposo y padre». No debe extrañar, por tanto, que Inés fuera la destinataria exclusiva de las cartas que Ignacio envió durante su peregrinación a Jerusalén y la primera a quien escribió una vez instalado en París para seguir sus estudios de teología. En esa primigenia correspondencia, Ignacio desplegó todo el afecto que una persona sería capaz de demostrar por escrito y que raramente se observará a posteriori en sus cartas.

Las experiencias de aquellas mujeres y de otras muchas que lideraron proyectos asistenciales o educativos gestados por ellas mismas o bajo el paraguas de la Compañía de Jesús —algunas de ellas antes de convertirse en jesuitas, o sin llegar a serlo— fueron interpretadas en años posteriores como un valioso legado por otras mujeres, a la hora de crear nuevos proyectos puramente femeninos y relacionados con el patronazgo y la vida en comunidad de forma más autónoma.