664 Zenbakia 2013-04-24 / 2013-05-08
El nombre de una calle y un retrato que se conserva junto a la capilla de San Prudencio en la parroquia del pequeño pueblo de Arroyabe evocan el recuerdo de su hijo más ilustre, el obispo de La Habana Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa (1756-1832); mientras que en Armentia la conocida casa del Santo es testimonio material de la grandeza de esta familia, cuyos miembros se declararon descendientes de San Prudencio. No obstante, considerando el interés que la presencia vasca en América y su contribución a la construcción de los futuros estados nacionales ha despertado en la historiografía vasca, resulta llamativo el desconocimiento que ésta tiene sobre la figura de este alavés bajo cuya protección se formaron y enseñaron en el colegio seminario de San Carlos de La Habana importantes figuras del pensamiento protonacionalista cubano del siglo XIX, entre otros, los presbíteros Félix Varela —de quien se ha dicho que enseñó a pensar a los cubanos— y José de la Luz y Caballero o José Antonio Saco.
Exterior de la iglesia de Arroiabe.
El episcopado de Díaz de Espada ha permanecido envuelto en un halo de mito y realidad, heredero en buena medida del testimonio y de la opinión que los propios contemporáneos del obispo transmitieron de él. Reformista, liberal —cuando no, independentista—, masón y antiesclavista han sido los calificativos más utilizados por la historiografía cubanista para retratar a un obispo, cuyo episcopado se desarrolló entre 1802 y 1832; unas fechas que son claves para la historia de la Gran Antilla porque en ellas se consolidó el modelo económico y social sobre el que la isla asentó su desarrollo y prosperidad durante el siglo XIX y que perduró hasta las primeras décadas del siglo XX. Este estudio aborda desde una perspectiva crítica y contextualizada el episcopado de una de las personalidades más celebradas y controvertidas del siglo XIX cubano.
Díaz de Espada fue uno de los grandes representantes de la política real en la isla. Su gestión al frente de la diócesis de La Habana así lo demuestra. Continuó la línea reformista de la política eclesiásticaque la monarquía venía impulsando desde el gobierno de Carlos III (1759-1788). Con el fin de garantizar el pasto espiritual a los fieles y de recuperar el control efectivo sobre el territorio de la diócesis, Díaz de Espada emprendió la más ambiciosa reforma eclesiástica que conoció la Perla de las Antillas desde principios del siglo XVIII y que tuvo por objetivo principales la expansión de la planta parroquial y la reforma del clero.
Cuando en febrero de 1802 el nuevo obispo desembarcó en La Habana, Cuba se hallaba inmersa en un acelerado proceso de transformación en una economía de plantación, especializada en la producción de azúcar. La demolición de las antiguas haciendas ganaderas y la expansión del cultivo del dulce favorecieron la aparición de nuevos núcleos de población a los que fue preciso dotar de iglesias. A la muerte de Díaz de Espada, en 1832, la mitad de las iglesias que existían en la diócesis fueron fundadas durante su episcopado, de manera que la Iglesia habanera consolidó su presencia en el territorio. Este boom fundacional de iglesias fue acompañado de una clara delimitación de las feligresías a partir de la elaboración de padrones de fieles, que facilitaron un conocimiento más exacto de la población por parte del clero y que redundó no sólo en beneficio de la propia institución eclesiástica y de la atención espiritual de los fieles, sino también de los planes de expansión económica y control del territorio proyectados por las autoridades coloniales y por las instituciones ilustradas de la isla, como el Consulado o la Sociedad Económica de La Habana.
Su reforma del clero consistió en fijar mecanismos para subordinarlo a la autoridad diocesana y en restablecer los exámenes del clero, que permitieron seleccionar a aquellos eclesiásticos más cualificados para el desempeño de la cura de almas y erradicar las irregularidades que éste cometía amparado en la costumbre. En ese mismo sentido, se explican los esfuerzos de Díaz de Espada por proporcionar al clero una formación permanente, que se concretó en las conocidas como conferencias morales, unas reuniones periódicas del clero que debían servir para mantener la pureza de la doctrina y la recta administración de los sacramentos. Paralelamente, Díaz de Espada fomentó el papel del clero como agente transmisor del progreso civilizador, del que este obispo fue el mejor promotor.
Retrato de Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa (1756-1832). Parroquia de Arroiabe.
Díaz de Espada fue un obispo ilustrado. En él existió una preocupación constante por mejorar las condiciones de vida de la población. Fue uno de los más seguros defensores de la política sanitaria del momento. Impulsó la propagación de la vacuna de la viruela y a iniciativa suya fue posible la construcción del cementerio de La Habana, que popularmente fue conocido como “cementerio de Espada”. Esta necrópolis fue presentada por la Corona como modelo de las que habrían de construirse en América. El alavés fue miembro y director de la Sociedad Económica de La Habana, institución desde la que coadyuvó a introducir las mejoras que el sistema educativo precisaba. Promovió la modernización de las enseñanzas en el colegio seminario de San Carlos de La Habana para adaptarlas a las demandas sociales y vincularlas a los cambios económicos que se estaban produciendo en la isla. Díaz de Espada mostró un profundo conocimiento de la realidad económica de la isla, hasta el punto que supo diagnosticar las graves limitaciones que se derivaban de sustentar su crecimiento en el modelo de la gran plantación esclavista. Frente a él defendió un modelo de Cuba de pequeños y medianos propietarios, dedicados a una agricultura diversificada, con lo que se anticipó en varios años al conocido como modelo de “Cuba pequeña” que defendió el intendente Alejandro Ramírez (1816-1821).
Díaz de Espada estableció un modelo de iglesia fuertemente jerarquizado y centralizado en torno a su autoridad y al servicio de los intereses de la Corona. No tuvo una participación política relevante en las convulsiones políticas que a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XIX sacudieron la metrópoli y sus territorios americanos, incluida Cuba (aunque en menor grado), salvo que se convirtió en un garante del orden vigente. En 1819 recibió la orden americana de Isabel la Católica, honor que reconoció los servicios que había prestado a la Corona. Díaz de Espada fue sello de fidelidad a la metrópoli y de patriotismo. Prueba de ello fue que lograra sortear las sucesivas órdenes reales que desde 1824 le mandaron trasladarse a la península para responder por las acusaciones de liberal y masón, que, en medio de un ambiente de fuerte reacción absolutista, partieron de quienes divergieron del modelo de iglesia por él implantado y de quienes se vieron perjudicados por sus reformas eclesiásticas.
En un mundo en transición del Antiguo Régimen a la modernidad, Díaz de Espada actuó como un representante del absolutismo ilustrado. Con él se abrió una larga etapa en que la institución eclesiástica —fundamentalmente la jerarquía eclesiástica— y sus intereses se identificaron, aún más, con los de la metrópoli y que se mantendrá hasta la independencia de la isla en 1898.