568 Zenbakia 2011-02-25 / 2011-03-04

Gaiak

Brujas, Ilustración y “Belle Époque”. El País Vasco entre 1757 y 1899

RILOVA JERICO, Carlos



Eppur si muove... Como Galileo podríamos afirmar que, pese a todo, es verdad, que por imposible que parezca, sí hubo brujas —y brujos— en una época tan esclarecida mentalmente como el Siglo de las Luces, el de la Ilustración, el del avance del conocimiento y la ciencia, el destructor de supersticiones y oscurantismos diversos...

También parece que hubo personajes de esa especie en su heredero directo. El siglo XIX, el de la industria, el de la ciencia elevada —entre otros conceptos como el de “Patria”— a religión, a nueva fe y del que, en definitiva descendemos nosotros, habitantes de siglo XXI, que nos tomamos, en general esa cuestión de la Brujería a medias como broma y a medias como instrumento de diversión, pues el miedo —como bien lo saben los productores de Hollywood— es divertido. En cierto modo...

Sí, una vez más el historiador, revestido de su toga de científico, de un aire de solemnidad —acaso con un gesto algo desdeñoso, para investirse de más autoridad— tiene que afirmar que las pruebas son concluyentes, que los documentos que ha registrado en diversos archivos, como es habitual en su programa de trabajo, le han revelado que, en efecto, hay gente que cree en brujas a mediados del siglo XVIII y a finales del XIX. Es decir, en la época de plena vigencia de la Ilustración y en la bien conocida “Belle Époque” que, para nada, solemos asociar con cuestiones como la Brujería. Si acaso con espiritistas diversos como Madame Blavatsky.

Una vez cautivado su auditorio, el historiador proseguirá explicando —quizás dándose ese aire de mucha importancia que tanto les gusta a los pedantes— que esos hechos históricos —lo son, desde el momento en el que hay un documento que los refleja— no ocurrieron —como sería de esperar— en zonas atrasadas, marginales con respecto a esas grandes corrientes de la Historia en las que todavía hoy nadamos y, por tanto, sabemos hacen casi imposible la creencia en brujas.

El periódico “Le Miroir”, publicado en Francia durante la Primera Guerra Mundial, exibe con furiosa alegria en una de sus portadas del año 1916 a los nuevos brujos: los sospechosos de simpatizar con los alemanes. Colección particular.

Así es, el historiador nos puede enseñar una fotocopia, también algunos archivos JPG, en los que, con su condescendiente ayuda, podemos leer que en el año 1757 en la villa guipuzcoana de Getaria había una mujer que no tenía vergüenza alguna en afirmar públicamente —incluso ante el juez supremo de la provincia—, que había brujas en su vecindario. Nuestra sorpresa no acabará ahí, el historiador —quizás inflado como un pavo real ante el pasmo que está consiguiendo con sus afirmaciones— puede que nos enseñe otras fotocopias —o más archivos JPG— en los que podremos leer, casi sin necesidad de su condescendiente ayuda, que en San Juan de Luz, en el año 1899, había al menos dos personas que también creían en brujas.

En ambos casos nos encontramos con poblaciones que, en absoluto, podríamos calificar de marginales con respecto a la Ilustración o la Era Industrial. Se trata de enclaves bien situados, excelentemente comunicados, pese a su pequeña entidad territorial, con los principales centros de cultura y civilización de sus respectivas épocas. La Getaria de 1757 está a muy pocas leguas de la Azkoitia en la que va a eclosionar en breve la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. Una de las instituciones más emblemáticas de la Ilustración europea. San Juan de Luz está a medio camino de Biarritz y San Sebastián. Los principales centros de veraneo de la flor y nata de la sociedad europea de esa “Belle Époque” tan culta, tan civilizada —al menos de puertas para adentro de Europa—, en fin, tan científica....

Y sin embargo —el historiador insistirá— había en ambas poblaciones, en una y otra fecha, hombres y mujeres que creían en brujas. El hecho, nos dirá el historiador con el ceño algo fruncido ante nuestra incredulidad, es innegable, obvio. Constan nombres y apellidos y cosas tan serias como diligencias judiciales ante tribunales donde se dan la mayor parte de los detalles de ambos casos. No pueden negarse, en efecto, la evidencia ni las pruebas.

Como hemos provocado al historiador —la gente de la “Belle Époque” hubiera dicho “tocado en su amor propio” o “en su orgullo profesional”—, continuará insistiendo en darnos toda clase de explicaciones al respecto y así, antes de que podamos huir de él, nos acorralará con una retórica sin fisuras, vehemente, reivindicativa de ese orgullo profesional herido.

Es así como nos explicará que en el primer caso, el que tiene lugar en la Getaria del año 1757, estaban implicadas Ana María Ygnacia de Berain y su hija María Josepha de Golindano, que estas dos mujeres getariarras denunciaron ante el Corregidor a una de sus vecinas porque mientras estaban trabajando en los muelles de la villa había empezado a murmurar y decir que había en Getaria “malas hechiceras” que tenían a otra vecina postrada en cama, sin habla...

A esa impresionante noticia añadirá el picado historiador una pincelada de Historia comparativa para hacernos aún más conscientes del peligro que realmente corrían Ana María Ygnacia de Berain y su hija María Josepha de Golindano. Así nos recordará —seguramente muy serio, muy doctoral— que en Inglaterra, en el apacible pueblo de Tring, no muy lejos de Londres, habían linchado en el año 1751 a una mujer, Ruth Osborne —y hecho casi otro tanto con su marido—, porque algunos vecinos habían empezado a esparcir rumores, muy parecidos a los lanzados por aquella vecina de Getaria seis años después, que habían acabado concitando toda clase de sospechas contra la señora Osborne —y su marido—. Sospechas que acabaron de manera trágica, con aquella ejecución popular en la que la acusada fue ahogada en las riberas del todavía pintoresco río que pasa por esa localidad en la que, como ocurre en toda Inglaterra, hoy día, paradójicamente, también se hace cola para comprar el último ejemplar de la serie de novelas del niño —ya más bien adolescente— mago Harry Potter...

La “Belle Époque” no duda en inspirar su moda en el siglo XV, aunque abomina de su creencia en brujas. Colección particular.

Aún sabemos poco sobre los mecanismos de la difusión del pánico colectivo en la Europa de la Edad Moderna, sin embargo parece evidente —el historiador nos dirá que sí con mucho aplomo— que un clima intelectual como el que favoreció el linchamiento de la señora Osborne era más común en la Europa de las Luces de lo que se cree y, por tanto, motivo suficiente para que cualquiera en sus cabales buscase rápidamente protección de las autoridades para evitar ser víctima de hechos como los que tuvieron lugar en Tring. Donde el poder —político, religioso, intelectual...— llegó demasiado tarde a explicar a los vecinos de esa población, no demasiado lejos del Londres de William Hogarth, que la Gran Caza de brujas, en marcha en Europa —según zonas— desde el siglo XV hasta mediados y finales del XVII, hacia años que había sido desautorizada en nombre de la Ilustración.

Tras ese impresionante despliegue de conocimientos —directamente sacados del artículo que el profesor Carnochan escribió sobre el caso allá por los setenta del siglo XX y de los propios viajes del historiador por Inglaterra—, éste nos dará más detalles que también, es posible, nos sorprendan. Por ejemplo que la mujer de la que había partido la acusación de Brujería en la Getaria del año 1757, era Ana María de Bonechea y, por tanto, como su apellido indicaba, estaba estrechamente ligada a las familias Agote y Bonechea. Es decir, a dos de los clanes familiares que más habían hecho por la Ilustración, en Getaria y mucho más allá de Getaria. Sólo para empezar educar a dos de los principales navegantes de esa época, Domingo de Bonechea, descubridor del archipiélago Tahití en el año 1772 y explorador de un Pacífico aún muy poco conocido y su primo Manuel de Agote, hijo de Joseph de Agote y Ana Antonia de Bonechea —¿quizás sobrino de la cazadora de brujas?—, que entre 1779 y 1797 recorrerá —y cartografiará— Asia y el Pacífico dando lugar a un valioso legado —aún no convenientemente divulgado— en forma de una serie de “Diarios” en los que da cuenta de todos sus descubrimientos y observaciones entre las que resultan especialmente valiosas las que hizo sobre un Imperio chino —en el que él vivió durante años— en sus últimos momentos, antes de que se desaten las Guerras del Opio que acabarán con él poco a poco. Una obra perfectamente equiparable a la que dejaron otros navegantes de esa época como La Perouse o James Cook que, como franceses e ingleses que fueron, han contado con una posteridad que se ha encargado de que todo el Mundo se enterase de lo que habían hecho y de la importancia que esas hazañas tuvieron.

Después de esa revelación es posible que el otro caso del que nos puede hablar —con pruebas en la mano— el historiador, ya no nos resulte tan impresionante como esa intersección de baja superstición y alta Ilustración que, en menos de una generación, se da en la Getaria de mediados del siglo XVIII.

Sí, quizás, nos parecerá pálida la pequeña historia de los delirios —al parecer de origen alcohólico— de un hostelero del San Juan de Luz del año 1899 del que en realidad —y por difícil que parezca— ni siquiera se sabe el nombre exacto —unas fuentes lo llaman Joaquín N., otras José N... —, ni tampoco la profesión —unos lo califican de simple artesano, otros, en efecto, de hostelero—, o el estado civil, pues tampoco hay acuerdo en las fuentes sobre si estaba casado o sólo tenía una amante que fue la que causó el conflicto que acabó saltando a la prensa guipuzcoana y labortana de esas fechas y, finalmente, a la corte correccional de Bayona.

Fue, en efecto, una cuestión bastante rutinaria. El hombre creyó que alguien había envenenado, o embrujado, a su mujer —amante, concubina, o lo que quiera que fuera para él pues de todas esas maneras la califica la prensa de la época— y había tratado de obtener una confesión de la presunta bruja y el remedio para los males de su amada. Un procedimiento —por llamarlo de alguna forma— que se había repetido muchas veces en la Europa de los siglos XV al XVIII. La única diferencia con respecto a esos casos era que ahora, en 1899, el cazador de brujas no contaba ya con el apoyo de las autoridades que, al contrario, no querían ni oír hablar de lo que habían pasado a considerar verdaderos desvaríos que en este caso castigaron con dos meses de cárcel por amenazas y secuestro ilegal de la presunta bruja, la señora Altuna.

Sin embargo el historiador —quizás más cansado tras su largo discurso, pero no por ello menos doctoral y altivo—, nos señalará que ese caso —que no fue el único, él ha encontrado al menos otro en Saint—Paul les Dax en ese mismo año— tiene su importancia —él al menos lo ha considerado lo bastante importante como para atreverse a presentarlo, junto con el otro, en unas Jornadas en homenaje al doctor Henningsen—, pues nos demuestra que no lo sabemos todo sobre un fenómeno histórico como el de la Brujería europea que, en ocasiones, creemos ya perfectamente estudiado.

http://bitacoradepedromorgan.wordpress.com. En el tercer número de “La Bitacora de Pedro Morgan” continúa la discusión sobre el estado de nuestros conocimientos acerca de la Brujería europea.

Nos dirá —seguramente dándose aires de importancia— que, por ejemplo, la industrial, científica y positivista “Belle Époque” podía creer estar libre de supersticiones como la creencia en brujas y en todo lo que iba asociado a ellas, que, en efecto, les parecía tan inverosímil —a la mayoría de los habitantes de esa bella y culta época— como nos lo parece a nosotros, pero que la base sobre la que se había lanzado la persecución de brujas seguía existiendo. Sólo que aplicada a otros objetos. Por ejemplo, a los enemigos de la nueva religión que, poco a poco, después de la revolución de 1789, se ha ido haciendo sitio junto al Cristianismo. Es decir, la de la patria, la nación, también amenazada por elementos malignos que la quieren destruir como se creía en el siglo XVII que los adeptos al Diablo deseaban destruir el Catolicismo o el Protestantismo.

Nos recordará el nombre del capitán Alfred Dreyfus, el “Yo acuso” de Emile Zola y la persecución que sufrió por defender la inocencia del capitán, jurando y perjurando que era mentira que ese honrado militar hubiera traicionado a Francia vendiendo secretos militares al II Reich alemán que, para los franceses de finales del siglo XIX, equivalía al Príncipe de las Tinieblas al que tanto temían —o eso se decía— sus antepasados del siglo XVII.

Es posible que nos enseñe, para convencernos de esos argumentos, más documentos, más imágenes. Como, por ejemplo, algunas en las que se ve a soldados franceses de hace menos de un siglo —la fecha es 1916— deteniendo a hombres y mujeres sospechosos de colaborar con el enemigo de Francia durante la que, con el tiempo, será llamada “Primera Guerra Mundial” que tuvo mucho de guerra de religión, de cruzada en nombre de esa nueva religión —la de la Patria— incubada por la revolución francesa de 1789.

Y por si nos queda alguna duda al respecto, seguramente el historiador, ya cansado de hablar, nos recomendará que leamos alguno de sus artículos dedicados, precisamente, a ese tema, a los muchos detalles de la Historia de la Gran Caza de brujas europea que solemos pasar por alto, quedándonos con una imagen hasta cierto punto estereotipada que él —cómo no— ha criticado erudita y documentadamente en otra revista electrónica no hace mucho tiempo. Como se puede apreciar en una de las imágenes que ilustran este trabajo que aquí acaba, muy evocadora, por cierto, de los tiempos en los que se creía en brujas.