482 Zenbakia 2009-04-17 / 2009-04-24
Breve es la vida, ancho el mundo e infinitas las posibilidades de construir algo en el espacio y en el tiempo. La naturaleza no tiene otro secreto que la adaptación de cada cual a estas condiciones. El resto... depende de nuestra imaginación y de nuestro entusiasmo.
Esta es la lección esencial que el muchachote Teodoro aprendió de su padre, un próspero importador de tabaco cubano a quien la última carlistada arrastró a la ruina. Lección que implicaba su dosis de dolor, al descubrirse de la noche a la mañana que la hermosa y apacible Azpeitia, escenario de su infancia e inspiración para sus primeros paisajes y retratos, se convertía en una tierra descarnada donde no había lugar para los Erenchun. “Cada uno por su cuenta”, dijo el padre a sus seis hijos, “ancho es el mundo e infinitas las posibilidades”.
Puesto en la tesitura de abrirse camino en el proceloso mundo, Teodoro pensó que su mejor tajamar sería el lápiz. Aunque dominaba también con sobrado garbo el piano (tradición secular en la familia hasta hoy mismo), por entonces todavía no se planteaba la música como modo de subsistencia. Este joven alumno de Antonio María Lecuona –otro damnificado por la derrota del Pretendiente– tenía soltura en el trazo y perspicacia sicológica para el retrato, si bien, de natural socarrón, a menudo lo ladeaba hacia la caricatura. Virtudes que justificaron la concesión de una beca de la Diputación guipuzcoana para cursar estudios en la Academia de San Fernando de Madrid. De este modo, el futuro trotamundos partió en 1884, con 20 años, hacia la capital con el objetivo de adiestrarse en el manejo de los colores y, de paso, hacerse un sitio en el Gran Teatro del Mundo. Del Prado a Las Ventas... pasando por el cafetín
En Madrid compartió pinceles, paletas y aguarrás con un vitoriano de ascendencia azpeitiarra, Pablo Uranga, tres años mayor que él y bastante más avezado en correrías mundanas, quien fue su iniciador en los misterios de la capitalona. Muchas tardes iban al Prado, donde Uranga consumía semanas enteras copiando goyas y velázqueces, mientras nuestro paisano tomaba apuntes hasta que se cansaba y desaparecía sin previo aviso (actitud típica de Erenchun, de quien rara vez se sabía dónde estaba, y cuando reaparecía nunca quedaba claro si llegaba o se iba, entraba o salía...). Al atardecer, los dos amigos se lanzaban a la bohemia por tascas, saraos y cafetines musicales, escenarios donde el de Azpeitia, ante el piano y con un par de copitas de orujo, era el rey de los despenadores.
Pero una de las actividades que con mayor fruición cultivó Teodoro en Madrid fue el toreo. No se perdía corrida en Las Ventas, y aunque anduviera siempre corto de perras, se las arreglaba comerciando retratos o estampas taurinas con alguacilillos, chulos o monosabios para así pagarse “una sombra”. Esta gozosa afición no debe extrañarnos cuando hablamos de un guipuzcoano, y para más inri de Azpeitia. Tan lejos llegaba su furor por la lidia, que en aquel período estudiantino puso a prueba sus cualidades en diversas capeas, y del gusto que le cogió a la cosa a poco cambia los pinceles por la muleta.
Foto: FranUlloa.
Con vistas a alargar su libertad de aprendiz de artista, Teodoro pidió un año más de prórroga a la Diputación para permanecer en Madrid. Agotados los plazos, en 1886 regresa a Azpeitia donde, recordando la gratificante experiencia junto a su maestro Casto Plasencia en la decoración de la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid, se propuso crear un hermoso fresco religioso sobre el atrio de la parroquia de San Sebastián de Soreasu. Allí levantó Teodoro un enorme andamio en cuya cima vivió como un anacoreta durante todo el tiempo que duró el parto de Los cuatro doctores de la Iglesia. La obra retrataba a los santos Jerónimo, Ambrosio, Agustín y Gregorio con excelente mano y sereno y abundante colorido. Desgraciadamente, el posterior derrumbe de parte de la estructura borró toda huella de aquel trabajo interesante y avanzado sobre la pintura religiosa de su tiempo, según constataron los peritos en su tiempo. Proa hacia América
Cuando todos los pintores de su generación, incluidos compañeros de escuela como Uranga, soñaban con marchar a París o a Italia, Teodoro se decidió, nadie sabe bien cuándo ni porqué, a poner proa hacia América. Tenía 25 años, poco dinero en el bolsillo y una breve formación artística. En sus maletas, además de eso, abrigaba un loco afán por llenar su juventud de sensaciones nuevas.
Salió del puerto de Burdeos con rumbo incierto y sin plazos. Emborronadas en un papel llevaba las señas de unos paisanos afincados en Rosario, que le abrirían las puertas del Nuevo Mundo.
Empezó pintando, pintando como un poseso: paisajes, retratos, escenas de costumbres... Pero el mercado estaba por los suelos, y apenas le llegaba para comer a diario. Y Teodoro, que tenía como primer mandamiento personal trabajar para vivir y nunca vivir para trabajar, viendo que le resultaría más sencillo ganarse unos pesos como músico, decidió cambiar de oficio y de estrategia. En otro joven con ambiciones esto hubiera producido algún quebranto, mas no en él que nunca transcendentalizó su vocación aunque amara la pintura por encima de todas las cosas.
Sabido es que en aquellos primeros años del siglo la colonia vasca en Argentina, concentrada sobre todo en la región porteña, era numerosa e influyente. Tal vez siguiendo el consejo de algún paisano, a partir de 1903 Teodoro probó suerte en la capital. Frecuenta la Sociedad Laurak Bat de Buenos Aires, en cuyas veladas interpreta al piano los aires vascos, con la nota de nostalgia obligatoria pero contagiando también de alegría a todos con sus humoradas. Entre otras, la de poner un cuadro sobre el piano cada vez que se sentaba a tocar, como acto publicitario de su verdadero oficio. Cuadros nostálgicos de aquellos paisajes vascos que todos añoraban.
Foto: silver.and.gold.
Hombre de impronta tan ingeniosa y afable, en cuestión de semanas despuntó como uno de los personajes más pintorescos y queridos del círculo vasco-bonaerense. Tuvo enseguida su oportunidad como ilustrador de la revista La Baskonia, y recibió encargo de retratar a los más preclaros vascos del país, quienes a su turno le introdujeron en la alta sociedad criolla. Conoce al gran ensayista de la reconstrucción nacional, Bartolomé Mitre, y a un joven poeta que le impresiona por su brillantez, Leopoldo Lugones, buen amigo de todos los oriundos de la vieja Vasconia.
Al paso del tiempo y casi sin pretenderlo, Teodoro Erenchun oye llamar a su puerta a presidentes de la República, ministros, industriales, financieros... Su fama de retratista corre por toda Argentina, las paredes de la Casa Rosada se adornan con sus telas y empieza a ganar un dinero que apenas tiene tiempo de contar antes de haberlo gastado. Ahora bien, nunca cambia su residencia en el Hotel de los Vascos —donde tendrá reservada la misma habitación hasta el final de su aventura americana—, ni disciplina un ápice sus modos de incurable bohemio. Por ejemplo, un rico terrateniente le encarga su retrato, y tras posar durante muchas horas queda a la espera del resultado. Se consumen semanas sin noticia de Teodoro, y por fin el impaciente caballero se acerca hasta el estudio del artista, al que no queda otro remedio que confesar la verdad de su demora: atendiendo a una solicitud de los padres franciscanos para que realizara un cuadro del fundador, descubrió que con sólo aplicar unas largas barbas y unos hábitos al retrato del terrateniente resultaba un san Francisco casi perfecto, cosa que, por supuesto, no se pensó dos veces antes de ejecutar.
Su afición a las carreras de caballos y al galanteo le llevó varias veces a la bancarrota, pero el bueno de Erenchun tenía energía y recursos para solventar sin trauma esta clase de reveses. ¿Que se quedaba sin dinero para las apuestas? El remedio era sencillo: con ágil mano de dibujante esbozaba rápidas estampas hípicas y las vendía in situ a los aficionados, corriendo luego con el producto hasta la taquilla para poner su apuesta. Con poncho y sombrero de paja
Con la ganancia de sus retratos bonaerenses, el inquieto Teodoro desaparece de la noche a la mañana. Marcha a la vecina Paraguay y adquiere una hacienda para la explotación agrícola, contratando a empleados provenientes de la provincia española de León. Es el período más feliz de su vida, conclusión que deducimos nosotros considerando que jamás permaneció tanto tiempo sedentario como en su finca paraguaya. Parte importante de los beneficios los destina a organizar corridas clandestinas por toda la región, contratando a los toreros españoles de gira por América. Y no lo hacía sólo para que la afición admirara a los grandes profesionales de la tauromaquia nacional, sino para lucir él mismo dotes de matador, presentándose así como empresario y novillero en Argentina y Paraguay.
No obstante, la suerte termina siéndole adversa: al cabo de unos años, una terrible inundación arruina sus cosechas y transforma en lodo la tierra hasta entonces próspera. Teodoro, adaptándose por enésima vez al medio, vuelve a empezar. Chile, Brasil, Bolivia... En esta última nación se refugia entre las comunidades indígenas para sanar heridas del trajín mundano. Su don para las lenguas le permitió aprender el guaraní en Paraguay, y en Bolivia se inició en el quechua.
En Brasil echó mano del siempre socorrido arte musical, que le reportaría cierto éxito con sus interpretaciones libres del folklore local. Fueron años de “turnés”, como él decía, de un lado para otro vestido impecablemente con poncho y sombrero de paja, el mismo atuendo con que en 1927 arribaría a Cestona, cansado y algo enfermo, dejando atrás muchos amigos, grandes amores y cientos de cuadros malvendidos, olvidados o perdidos. Obras donde se retratan las costumbres gauchas e indias, gestas militares y escenas de café, tan del gusto de los impresionistas a los que él adoró aunque su pintura apenas incursionara en esos territorios experimentales.
Se ha contado la anécdota de que, careciendo de medios para regresar, su íntimo amigo el caricaturista Luis Bagaría organizó una colecta en su favor. “Cierto es que le ofrecieron una velada como despedida y que en ella se recaudaron unos pesos para ayudarle; pero no que estuviera en una situación tan desesperada como para que su retorno dependiera de la caridad”, nos aclaró Eloy Erentxun (1917-1997), sobrino y último confidente de Teodoro.
Sea como fuere, el “gran atorrante”, como le bautizara Vicente Cobreros, pintor y músico a rachas, poeta en sus horas bajas, y siempre agudo y bienhumorado guipuzcoano, zarpó de Buenos Aires una tarde de agosto a bordo de un vapor de nombre Desirade. En un baúl llevaba su escasa ropa y un reloj de bolsillo, único objeto que le acompañó desde que saliera de Azpeitia treinta y ocho años antes; en otro, pequeños cuadros, quedando a la espera de un tercer baúl donde viajarían sus obras más grandes, pero que por incuria o latrocinio se extravió.
En Arrona, barrio de Cestona, residiendo en casa de su hermano, todavía tuvo tiempo de transmitir cuanto aprendió del arte y de la vida al joven Eloy. Recordaba, entre otros detalles, que en las casi cuatro décadas lejos de casa su tío jamás escribió una sola carta a sus familiares. Ni sabía tampoco lo que era pasar consulta ante un médico hasta que, aquejado de un agudo dolor, le condujeron a un facultativo quien le diagnosticó cáncer de colon. En la fiesta de los enamorados del año 1931, Teodoro Erenchun inició su último viaje.
Breve es la vida, ancho el mundo e infinitas las posibilidades de construir algo en el espacio y en el tiempo. Con mayor o menor fortuna, con mucho o escaso acierto, Teodoro fue siempre fiel a ese principio creativo. Quizás le faltó tesón o paciencia para convertirse en un gran artista; probablemente su radical independencia le impidió formar una familia o un hogar estable. Lo que nadie discute es que improvisó, día a día sin faltar uno, una existencia original, libre y abierta a experiencias que no conocieron fronteras.