430 Zenbakia 2008-02-29 / 2008-03-07

KOSMOpolita

Conferencia sobre patriotismo (III/III)

NARVARTE, Cástor

:: Conferencia sobre patriotismo (II/III)

La primera acepción es la prioritaria, la que tiene primacía: porque en la posesión de características bien definidas y diferenciales –como idioma y costumbres– han tenido que darse necesariamente, en el tiempo, las demás condiciones: territoriales, de comunidad de intereses y, sobre todo jurídicas. Hay que añadir los requerimientos geográficos.

Ahora bien, si aplicáramos al pueblo griego de la antigüedad –para poner un ejemplo– el concepto moderno de “nación”, históricamente ya falsificado, los antiguos griegos no hubieran constituido jamás una nación. Pero lo eran: eran una nación, aunque sólo formaran ciudades políticamente autónomas durante el período clásico y jamás un estado nacional unitario. De modo que el pueblo que ha tenido una influencia más valiosa y decisiva en la historia occidental, hoy ecuménica, el verdadero forjador de la cultura universal, en posesión de una lengua propia y única (en su variedad dialéctica) y formas de vida colectiva comunes, no habría sido una nación –según el concepto moderno de nacionalidad–. Es la influencia de hábitos que el estado moderno inculcó a lo largo de 1.000 y más años de vida histórica soldada por la creación del estado monárquico.

Obra de Cástor Narvarte. Proviniendo como provienen en gran medida nuestros usos lingüísticos de la Modernidad, no es extraño que el término “nación” se haya usado y use como sinónimo de Estado. Se explica, por el prestigio que la palabra tiene, al significar algo así como una familia histórica diferenciada, que los Estados nacidos después de los siglos XV y XVI se aprestaran a adoptarla, porque las palabras “pueblo” y “estado” no colman el sentimiento de unidad radical. Pero no hay que olvidar un hecho: que los Estados europeos modernos son plurinacionales. No obstante, el idioma fue el medio ejercitado para lograr la unificación y el principio para definir al Estado como nación. Así lo atestigua el mismo Enrique IV de Navarra en una alocución célebre.

La proyección nacional y nacionalista en la creación de los nuevos Estados a partir del Renacimiento, tiene un sentido muy preciso. Durante el medioevo y como resultado de la romanización se modifica y desarrolla progresivamente en el occidente de Europa un nuevo mapa lingüístico. España y Francia no se conforman con la multitud de fronteras en que se fragmenta la unidad lingüística realizada en amplios territorios, no completa, pero sí casi completa. Desde ese instante, la conciencia de comunidad idiomática incoa una ambición coafín. Algunas de las naciones occidentales –Castilla en España, por ejemplo– se habían expandido y el viejo orden les resultaba estrecho. Castilla no era ya sólo Castilla: era también León y Extremadura, Andalucía, Aragón... El castellano hacía a España, y los demás países peninsulares no castellanizados todavía, no eran lo suficientemente poderosos como para oponerse a su prepotencia. En España, Francia, Inglaterra, la lengua no era el único factor de aglutinación pronacionalista, pero sí de los decisivos. Lo mismo ocurría después en Alemania, Italia, Rusia y los demás grandes países. El predominio lingüístico, unido a la situación geográfica y a las vicisitudes históricas (en España la lucha contra los moros, primero, y la enorme empresa del Imperio, después), exigían la constitución de un nuevo tipo de Estado. El descubrimiento de América y la erección de Imperios reforzó y en cierto modo consagró ese tipo de “Estado”, que sólo adquirió efectiva vigencia en el curso del siglo pasado, precisamente en el momento en que empieza a insinuarse la crisis de su vigencia.

De hecho, la formación de los Estados modernos se gestó gracias a sucesivas formas de violencia. Los pueblos gestores de la violencia son mayoritarios y la ejercen por presión masiva. De donde una primera observación, que los idólatras del “estatismo” ocultan: que la formación de los Estados modernos fue un fenómeno de masas. Claro que no al estilo de nuestro tiempo. Son masas estratificadas en pueblos, con un ímpetu común colectivo, dirigidas por unos pocos caudillos de guerra que terminaron por asentar su poder dinásticamente. Los pueblos más numerosos hacen el juego a sus señores y son movilizados contra sus vecinos.

El factor masa está presente en la tendencia a la violencia bélica imperialista y en un colectivismo patriótico hostil. Las diferentes formas de fascismo de nuestro tiempo son nostálgicas, anacrónicas y, habría que añadir, torpes reminiscencias de aquel clima de patriotismo violentista. En la península ibérica, Castilla impone su poder, porque es más fuerte, y es más fuerte porque es de población más numerosa, y es más numerosa porque comprende de un territorio mucho más extenso y, como consecuencia, dispone de más soldados y mayor riqueza. Ocupa, además, el centro de la geografía peninsular y agrupa a poblaciones afines. Un fenómeno semejante se da en el resto de los Estados europeos. Al hilo de su poder y de la difusión del idioma, se van creando culturas superiores.

¿Qué Estado era éste de la modernidad floreciente, con sus tensiones y guerras de fronteras, un estado que recurriría a cuanto pretexto encontraba a su paso para reforzar su poder masivo? Un Estado con tendencia a la anexión de naciones diversas, a formar “totalidades”, por tanto, cerradas o en vías de hermetizarse, en lucha permanente por su predominio. En suma, un Estado anexionista y separatista. lo primero, como corresponde a una tradición imperialista romana siempre añorada, y separatista como consecuencia de su tendencia a hermetizarse junto con su precaria “totalidad” de pueblo, erizado como un puercoespín contra todo otro estado rival. Lo pintoresco del caso es que han motejado de “separatista” a las pequeñas nacionalidades, sin discusión auténticas, que han luchado y siguen luchando, quijotescamente, por conservar su identidad.

¿Cuál fue la situación histórica del minúsculo pueblo de los vascos ante esa empresa de creación de los grandes Estados medioevo-modernos? ¿El tema no es tan simple como podría pensarse. Hubo tres momentos propicios para lograr la unidad política y la creación de un Estado. El primero aconteció tempranamente con el Ducado de Vasconia, de origen extrínseco, pero que fue en realidad la preparación del futuro reino de Navarra; el segundo fue este reino, que comenzó siéndolo de Pamplona, y llegó a comprender todo el territorio vasco durante una accidentada etapa de casi cuatro siglos; y el tercero, mera posibilidad abierta, que no logró realizarse, a partir del XVI, con la caída de Navarra bajo los reyes católicos. Navarra quedó en situación semejante a las demás provincias vascas (en realidad Estados satélites de los reyes de España y Francia) y durante los siglos siguientes podía haber alentado la idea de una confederación de toda la tierra vasca en una sola empresa política. Lo que no aconteció, a pesar de intentos muy aislados y minoritarios.

Obra de Cástor Narvarte. Cuando estudiamos la historia vasca nos preguntamos una y otra vez si ese proyecto de unidad política no fue acogido y firmemente afianzado por todas las provincias o sí, por el contrario, no pudo ser realizado hasta hoy a pesar de su acogimiento. Nótese que se trata de un pueblo que, por la presencia del idioma, no puede menos de sentirse con identidad bien definida y diferente de los demás. Conciencia nacional, en este sentido, no puede faltar, vinculada a otros componentes. Lo que podría faltar es voluntad de unidad política. Habría que señalar el hecho entonces, de que a la conciencia nacional de un pueblo no siempre acompaña la voluntad de unidad política, cultural, económica, en un palabra, un proyecto histórico unitario. Recordamos, como ejemplo eminente, el pueblo griego de la Antigüedad. Pero no seamos demasiado simplificadores, hasta ser injustos. Circunstancias históricas, rivalidades entre clases, presiones exteriores, motivos económicos, pueden a veces intervenir, frustrando una tarea política nacional. Es muy probable que trabas exteriores inevitables impidieran el libre desarrollo de una conciencia nacional proclive a esa unión, como ocurre todavía hoy, y el pueblo vasco, después de la gloriosa empresa navarra, quedara condenado a ser dividido por dos potencias muchísimo más poderosas. Es un tema que merece ser estudiado a fondo y en forma objetiva por nuestros historiadores.

Contra lo que suele decirse, el pueblo vasco ha sido universalista en su vida histórica. Su forma de participación histórica fue la unión foral. Quizá fue lo que le perdió para un tiempo en que era preciso poner en práctica una voluntad firme y unidad agresiva y exclusivista. Pero ¿podía haberlo hecho?

En suma, toda forma de patriotismo, cuando es recto y auténtico, debe ser bien acogido; pero no todo sentimiento patriótico, aún cuando sea bien intencionado y en su orientación dirigente positivo, es decir, benéfico en sus realizaciones, es por completo recto necesariamente, cuando desoye o minimiza la forma de patriotismo que le ha de ser inherente. Estoy apuntando a una situación que ha afectado durante largo tiempo a los vascos mismos. Me refiero a la distorsión del sentimiento, que suele acompañar a cierto desdén por su patria de origen, o indiferencia, sea cual fuere su explicación.

Por ejemplo, si alguien siente estimación por otro país que el de su origen, hasta asumir y cultivar un sentimiento afín al patriotismo, bien está, más aún en el caso de que su adhesión tenga efectos benéficos para su patria adoptiva; pero si la orienta con olvido de su patria originaria o con descuido de sus deberes para con ella, entonces no actúa rectamente ni su patriotismo es auténtico, porque no cultiva el sentido nacional que le es propio como deber inherente.

Esta situación tiene un carácter especialmente grave en el caso de que su país se halle, como ocurre con el pueblo vasco, dividido histórico-políticamente, con grave riesgo de pérdida de su identidad nacional. “Todo vasco que desoiga su deber para con Euskadi y no abrace en forma decidida y a la medida de su vocación y posibilidades una posición en pro de su pueblo y sus problemas principales, no cumple rectamente con una conciencia ética genuina”. Ya ven que a mi juicio el patriotismo es una virtud ética, y nunca podría ser patriotero, ni prepotente, ni provinciano o localista, ni podría oponerse a cualquier otro patriotismo auténtico y recto. Al contrario, debe buscar todo justo acercamiento.

Hay que oponer también al patriotismo justo, el localismo estrecho o fragmentario. Por ejemplo, incurren en localismo o fragmentarismo quienes sustituyen Euskadi por Bizkaia o Navarra o se entregan servilmente al paternalismo francés, harto negativo. Consiste en un estrechamiento inaceptable de la recta comprensión nacional.

De modo que ni patria ni nación (ni patriotismo ni nacionalismo) deben ser términos desterrados de nuestro régimen pensante –como algunos proponen–, sino, por el contrario, deben ser cultivados en su sentido propio.

Vivimos una época sofistica, y la sofística de todos los tiempos es la ambigua negación de la verdad. Siendo la negación de la verdad es, también, la ambigua negación del juicio justo. En épocas como éstas es preciso repensar con voluntad de verdad las ideas insitas en el lenguaje, en especial las que expresan los términos más usados, porque son también los más ab-usados, los que llevan al abuso en múltiples sentidos opuestos.

Decía nuestro viejo maestro Aristóteles que el peor de todos los vicios es hacer uso de un lenguaje grosero. Da una explicación mediata: que a las palabras sucias siguen los malos actos. Pero podemos también suponer que el lenguaje es la forma normal más alta y completa de comunicación interhumana, y emporcar el lenguaje es faltar al respeto que se debe al prójimo y a sí mismo, faltar a la dignidad que debe existir entre los hombres.

Y hay también otro vicio en cierto modo paralelo al anterior, de gran importancia en el intercurso intelectual: consiste en la tendencia a deformar el significado de algunas ideas a través del lenguaje, sobre todo muchas que tienen mayor valor humano y no sólo intelectual. ¡Qué vocabulario no estamos acostumbrados a oír sobre asuntos y temas de gran valor, mentados con una frivolidad exasperante! Y lo peor de todo: por los llamados “intelectuales”.

Obra de Cástor Narvarte. Con lo dicho no he querido sino salir al paso a esa tendencia disolvente, siempre al borde del nihilismo. Me interesaría subrayar, como tesis principal, que el nexo inmediato y recto entre el individuo y su situación histórica, no es individual ni meramente abstracto, que lo da, por contrario, la íntima vinculación patriótica, con su inexcusable proyección universal.

El hombre es un animal pasional, no sólo racional, y la tarea más importante y urgente siempre es la cultura de las pasiones. Los hombres no fallamos tanto por la inteligencia cuanto por las emociones y una mala educación del sentimiento. Y el patriotismo es una pasión que empieza a afectar al hombre en su incipiente madurez. Cegar esa pasión, en lugar de obtener su educación y desarrollo es algo al borde de la insensatez y de la frivolidad.

Hemos respondido así a la pregunta inicial sobre el sentido del libro, que ha sido también el de la esencia del patriotismo, pues ése fue su origen intrínseco. La pregunta comprendía tres momentos; en primer término: ¿qué es patriotismo? La respuesta ha sido: una pasión fundada en el amor a un pueblo originario, a una nación y el compromiso que se adquiere para con ella. Pero no reside sólo en el sentimiento, sino en la conciencia alerta respecto de la recta discriminación de la patria propia, lo que hemos llamado patriotismo recto o justo, con todas las demás determinaciones. Una vez asentada su raíz, ha de cultivarse un proyecto de integración de los valores del tal pueblo y nación, sin distinciones prejuiciosas, pero con la firme decisión de que todo proyecto electivo sea presidido por el sentimiento expuesto.

Segundo momento: ¿por qué esa pasión, lúcidamente asumida, donde encontrar el pie de su origen? Nuestra respuesta ha sido: es el vínculo inmediato del hombre con su radical verdad histórica, con su historicidad auténtica y concreta. Salimos así al paso de una crítica disolvente de la noción de patria y de su negación implícita. Pues decir vida o existencia histórica equivale a decir vínculo cultural inmediato con un pueblo histórico, con sus valores y con su trayectoria en el tiempo, tradiciones y tareas.

Y en un tercer momento: ¿para qué el acogimiento de ese amor, de esa pasión, de esa conciencia? La respuesta ha sido: para consagrar la libertad nacional y el concurso entre las naciones. Y no creo necesario añadir que al hacer uso de la palabra libertad no me refiero a un concepto estrecho de “egocentrismo” nacional (por llamarlo así), sino a la disposición de espacio cultural, creadoramente abierto en todas sus dimensiones. Lo que interesa recalcar ahora y finalmente es que la concepción moderna del estado político está en crisis y en vía de disolución. Nos es difícil imaginar que las antiguas luchas inter-estatales vuelvan a producirse entre los países europeos, y nunca, en todo caso, por motivos semejantes a los del pasado, incluso reciente. Una conciencia histórica alerta, abonada por nuevas exigencias y nuevos ideales tendrá que reemplazar al viejo patriotismo bélico-anexionista-separatista de los Estados tradicionales. Una tendencia federalista entre las unidades nacionales –grandes y pequeñas– da la tónica del futuro. Y parecerá extraño esto que afirmo y repito deliberadamente, pero la verdad es que la conciencia nacional vasca ha anticipado de hecho y se halla concorde con este nuevo proyecto de una unión concertada, voluntaria y solidaria entre los pueblos, y no sólo por imperativos económicos, sino también, y sobre todo, de convivencia pacífica y de cultura. :: Conferencia sobre patriotismo (II/III)