428 Zenbakia 2008-02-15 / 2008-02-22
Decía la Marquesa de Parabere en su enciclopedia culinaria dedicada a la confitería y a la repostería, que su tierra, Bilbao, era el pueblo sibarita por excelencia. Y razón no le faltaba a esta insigne cocinera. A Bilbao también la llamaban la bien abastecida. Gregorio Marañón en su prólogo a la obra de otra no menos afamada cocinera bilbaína, Nicolasa Pradera, citaba las palabras de Pedro de Medina que en 1549 describía a Bilbao como pueblo noble, rico, abastado y de mucha calidad, porque en esta villa principalmente se hallan tres cosas con que un pueblo es noblecido, que son: asiento de tierra, abundancia de mantenimiento y trato de gentes y mercaderías. En efecto, Bilbao se encontraba profusamente abastecido no solamente por las huertas de las anteiglesias vecinas, sino que también a esta plaza llegaban productos del resto de Vizcaya y de tierras cada vez más lejanas según se iban perfeccionando los medios de comunicación. Claro está, que no hay que olvidar que Bilbao era un puerto comercial de primer orden en el Cantábrico, con el consiguiente trasiego de mercancías que en mayor o menor medida influía también en la alimentación de los habitantes de esta villa.
Por lo tanto, la base material para el desarrollo de una cocina de calidad ya venía dada por los condicionamientos geoestratégicos de Bilbao y por sus actividades económicas. A esto había que añadir la vertiente humana, el saber hacer de generaciones entre los fogones. Hablaba Gregorio Marañón, en su prólogo de La cocina de Nicolasa, de la tradición centenaria en una cocina cuidada y sapiente en las provincias vascas, desarrollada y conservada particularmente por las mujeres vizcaínas, guipuzcoanas y navarras. En el caso que nos ocupa, Bilbao, a la actividad silenciosa entre los fogones de sus mujeres, le siguió a finales del siglo XIX una explosión de cocineras que perfeccionaron y amalgamaron sus conocimientos con las influencias de otras culturas culinarias. Tres ejemplos de ello son, además de las citadas Marquesa de Parabere y de Nicolasa Pradera, las dueñas del restaurante El Amparo de Bilbao, las hermanas Úrsula, Sira y Vicenta de Azcaray y Eguileor. Aunque todas estas mujeres desarrollaron sus actividades gastronómicas en diferentes espacios geográficos y bajo diferentes ritmos y sinergias culinarias, son el mejor exponente de un hacer diario de los fogones y de los gustos bilbaínos, caracterizados por ese sibaritismo y elaboración sencilla que es el santo y seña de la cocina bilbaína.
No vamos a tratar en este artículo de la cocina de restaurantes de alto copete, porque el sibaritismo de los bilbaínos por la comida surgía en cualquier momento y en cualquier lugar. Igual de deliciosa podía ser una merluza albardada en casa, que un buen trozo de bacalao en salsa comido en cualquiera de los muchos txakolíes que circundaban Bilbao. Otra cosa distinta era aquellos bilbaínos a los que su bolsillo les permitía acceder a los nuevos templos de cultura culinaria que se estaban abriendo en la villa, bajo la influencia de cocinas foráneas pero, eso sí, preservando las bases de la cocina autóctona. La alimentación del bilbaíno y los ritmos circadianos
El Noticiero Bilbaíno. A finales del siglo XIX, la alimentación del bilbaíno se regía, al igual que en otros pueblos en los que la religión marcaba el calendario culinario, por los ciclos de continencia o desenfreno establecidos por la exigida abstinencia de un determinado alimento. Dos eran las fechas claves dentro de esta cosmología gastronómica culinaria tutelada por los preceptos de la Iglesia católica. Mientras que por una parte la Cuaresma y la Semana Santa requerían evitar los productos cárnicos y exigían la moderación en la gula, la Navidad y las celebraciones de las fiestas patronales se convirtieron en todo lo contrario, espejo de todas las contradicciones de una sociedad capitalista emergente en la que la abundancia abocaba a los mayores despilfarros.
Pero, si bien, estos ritmos gastronómicos regulaban el calendario de los bilbaínos, no todo el año era continencia o dispendio. En 1883 se indicaba en el rotativo El Noticiero Bilbaíno que los bilbaínos comían arroz con leche, espárragos y merluza frita, además de tomar su café y sus copas de gogorra. Por el contrario, aquellos que bajaban a la capital vizcaína a trabajar no se deleitaban con tanta exquisitez y tenían que contentarse con las babas chiquitas que les preparaban sus patronas, es decir, el sempiterno cocido de alubias, que no por ello era un alimento de peor calidad nutricional.
Llegaba la Cuaresma y la Semana Santa, y por lo tanto, la carne desaparecía del menú de los bilbaínos, para llenarse éste de porrusalda, potajes, abadejo, bacalao a la vizcaína y otras verduras, legumbres y pescados. Dura penitencia para los que disfrutaban con el cordero, con la asarudilla con tomate o con un buen pollo preparado de diferentes formas y maneras.
Los había que también trampeaban tanta abstinencia de carne como buenamente podían. Como si de un paréntesis para el deleite de los sentidos se tratara, el 19 de marzo, celebridad de San José, los bilbaínos regalaban a todos los Josés, Josefas, Pepes y Pepitas, dulces a profusión. Pero no eran solo los homenajeados los que daban buena cuenta de estos regalos, sino que el resto de familiares y allegados también gozaban de este placer permitido durante la Cuaresma. Tal era el exceso de consumo de dulces durante este día que, desde El Noticiero Bilbaíno en 1890, se pedía un poco de moderación ante la cantidad de empachos que se dieron durante aquella jornada, con el consiguiente incremento del que hacer de los galenos.
Pasada la festividad de San José, de nuevo se volvía a la rutina culinaria de la Cuaresma, pero, para buen solaz de muchos, este intervalo de continencia cárnica tocaba a su fin. Y como si de un pistoletazo en una nueva etapa del comer diario se tratara, nada más finalizar la Semana Santa y en pleno Arenal bilbaíno se celebraba el Mercado de Tocinos. No hay que olvidar que, en la alimentación tradicional de las clases populares, el tocino era la mayoría de las veces el único producto cárnico que consumían y con el que básicamente amenizaban el diario puchero de alubias.
Con el buen tiempo y en las postrimerías del verano, comenzaban las romerías que amenizaban los pueblos cercanos a Bilbao. A los bilbaínos, no les suponía un gran esfuerzo acercarse a los recintos feriales para degustar morcillas, chorizos, sardinas viejas o pollos de gallegos. Además, los habitantes de esta villa también se prestaban a los más diversos devaneos culinarios en las numerosas verbenas que se organizaban los domingos en las cercanías de Bilbao, acompañados de musiqueros que amenizaban con sus acordes el buen comer y también el buen beber de las botas de vino.
Con los ritmos del otoño, la gula veraniega entraba en un letargo del que se despertaba con la llegada del mercado de Santo Tomás en las vísperas de Navidad. De nuevo se producía una explosión del gusto por comer más allá de la saciedad, cuya espoleta no era otra que la variada y amplia oferta de alimentos que los caseros provenientes de toda Vizcaya exponían en el Arenal. Amén de los productos de las huertas y de los corrales, en la plaza de abastos de la villa se podía encontrar una gran variedad de pescado y de mariscos, sin olvidar para los más sibaritas las angulas y las ostras. De este modo, quien se lo pudiese permitir no tenía excusa alguna para no deleitarse con una cocina variada y de buena calidad durante las Navidades. Las delicatessen de Bilbao
Solemos utilizar el término alemán delicatessen para denominar a aquellos alimentos que se consideran exquisitos para el paladar. Cada cultura tiene sus propias delicatessen, más o menos elaboradas y plenamente subjetivas incluso para los propios miembros de una misma comunidad. En Bilbao, si queremos hacer referencia a algún tipo de alimento que cumpla con esa exquisitez para los paladares de sus habitantes y que realmente se siga considerado como un auténtico manjar hasta la actualidad, nos tenemos que remitir sobre todo al pescado.
No es que los bilbaínos le hicieran de menos a comer un buen filete de carne o un sabroso trozo de cordero, sin embargo, la situación de Bilbao a orillas de la Ría del Nervión le facilitaba el acceso directo a un abundante abastecimiento de pescado fresco. Es más, la plaza de abastos de la villa, la que hoy conocemos como la Plaza de la Ribera, estaba construida limitando con la Ría. Dentro de sus infraestructuras contaba con muelles de acceso a los que las embarcaciones llevaban el género recién capturado. Tres eran las variedades de pescado más apreciados por los bilbaínos, la merluza, el bacalao y las angulas.
Dentro de la tradición culinaria bilbaína, la merluza era el pescado que mayor solera tenía en cuanto a la predilección que los comensales sentían por ella. Tipo de pescado blanco, su pesca era habitual en las costas cantábricas durante todo el año, aunque las capturas más importantes tuviesen lugar en invierno. La versatilidad de este pescado le permitía gran variedad de preparaciones, pero las más habituales en Bilbao eran la merluza en salsa verde, con aceite, harina, perejil y ajo, y la merluza albardada. Albardar, en términos culinarios es dejar algo cociendo en aceite, pero los bilbaínos, aún hoy en día, utilizan este término para designar el proceso por el que se enharina la merluza hecha rodajas, se las pasa por huevo batido y luego se fríen. Técnicamente, sería rebozar con huevo la merluza. Un plato sencillo de hacer a la vez que exquisito para los paladares más exigentes.
Claro que hablar de la gastronomía bilbaína sin hablar del bacalao, sería imperdonable. Sobre el gusto de los bilbaínos por el bacalao, la leyenda se confunde con la realidad en un punto de inflexión que se localizaría en el año 1836. No es que hasta ese momento no se consumiera bacalao en la capital vizcaína, es más, como plaza comercial de primer orden que era, entre los ejes comerciales del atlántico norte y el interior de la península Ibérica, Bilbao era un importante centro redistribuidor de bacalao en salazón. Hasta la fecha indicada, el bacalao era un artículo de consumo más entre la población bilbaína, pero en el citado 1836, durante el segundo asedio carlista a la villa, un hombre de negocios vizcaíno, Simón Gurtubay, cambió el devenir gastronómico del bacalao en Bilbao. Este comerciante solicitó a su proveedor que le enviara 100 ó 120 bacaladas, a lo que el proveedor entendió que le debía de remitir 1.000.120 piezas de este producto y así lo hizo. Semejante error de percepción podría haber sido fatal en otras circunstancias, pero ante la escasez de alimentos en pleno asedio, esta remesa de bacalao ayudó a paliar la difícil situación de los bilbaínos.
Pero, ¿fue realmente este episodio el desencadenante del gusto de los bilbaínos por el bacalao? Lo cierto es que resulta un poco contradictorio que en una plaza tan bien abastecida de pescado fresco como lo era Bilbao, se mantuviese este gusto por un pescado en salazón después de que las transacciones comerciales volvieran a la normalidad finalizado el conflicto bélico. También se puede indicar a favor de la generalización del uso del bacalao, su baratura frente al pescado fresco y que por lo tanto fuese más asequible al cada vez mayor número de trabajadores que se asentaban en la villa.
Lo cierto es que no se puede uno imaginar la mesa bilbaína sin el bacalao a la vizcaína o el bacalao al pil-pil. El color rojo del bacalao a la vizcaína, obedece a los pimientos choriceros con los que se realiza la salsa de este plato, que junto a la cebolla y la manteca de cerdo constituyen, según los puristas, los ingredientes genuinos de esta llamada salsa vizcaína. En cuanto al bacalao al pil-pil, surge cierta polémica en torno a qué es el bacalao ligado y qué es el bacalao al pil-pil. Juan José Lapitz explica claramente esta diferencia. Según este estudioso sobre la cuestión culinaria, si el bacalao se fríe junto a unos ajos y se sirve haciendo que el aceite llegue transparente e hirviendo a la mesa, estaríamos hablando de bacalao al pil-pil. Pil-pil sería la onomatopeya del ruido que hace el aceite al hervir. Pero si cuando el bacalao se está friendo, comenzamos a mover la cazuela para que la salsa ligue, entonces hablaríamos de bacalao ligado, es decir, lo que los profanos conocemos como bacalao al pil-pil. Por otra parte, si al bacalao ligado le agregamos una fritada de pimiento verde, tomate y cebolla, tendríamos como resultado un plato netamente bilbaíno, el bacalao al Club Ranero. En todo caso y en cualquiera de estas variedades de bacalao, resalta la sencillez de los ingredientes al igual que la de su elaboración, santo y seña de la cocina bilbaína.
No podemos finalizar este breve recorrido por los manjares bilbaínos sin hacer referencia a otro ejemplo de la sencillez hecha arte para el gusto de los más sibaritas, las angulas. Ya en las Navidades de 1879 en El Noticiero Bilbaíno, se hacía referencia a la afición que había en Bilbao a las angulas y lo que superaban los compradores a los vendedores de este artículo. Para dato, el del artesano que pescó en una noche tres cuarterones de angulas y que las vendió al día siguiente por 50 reales en el mercado, toda una fortuna para la época.
Técnicamente, las angulas son los alevines de las anguilas que en su remontar por los ríos son capturadas vivas. Después de un laborioso proceso para matarlas y limpiarlas, su elaboración es de lo más sencilla. Tal y como Lapitz indica, se pone en una cazuela de barro aceite a calentar, se le añade unos ajos cortados en láminas y un poco de guindilla a gusto y cuando esté todo dorado se retira del fuego. Se deja que se temple, se echan las angulas y se pasa de nuevo al fuego. Sin dejar de remover con un tenedor de madera, en el momento en el que el aceite comienza a hervir se retira del fuego y se sirven. De este modo, nos encontramos con otra muestra más de la sencillez culinaria de la que los bilbaínos eran tan amantes y de la que también daban buena prueba. Este ha sido un breve recorrido por la cocina bilbaína de finales del siglo XIX en sus distintas vertientes. La característica general de esta cocina era el gusto por la sencillez de las materias primas y de los métodos de elaboración, dentro de una tradición secular en un momento de incursión de nuevas modas gastronómicas. Sencillez culinaria que aún en día pervive renovada y adaptada a los nuevos tiempos, pero enraizada en los gustos atávicos de los bilbaínos.