347 Zenbakia 2006-05-12 / 2006-05-19
La revista Euskonews me ha pedido un artículo sobre la situación de la Artesanía hoy y repasando el material de mi archivo he encontrado un artículo que fue publicado en la revista CUENTA Y RAZÓN DEL PENSAMIENTO ACTUAL, en 1993. A pesar del tiempo trascurrido su contenido sigue siendo totalmente actual y por ello lo presente aquí. Decía así:
En la Era de las tecnologías y los mercados multinacionales, tiempos en que casi nadie -exceptuadas las inteligencias menos "artificiales"- duda de las virtudes de la ciencia y del poder del dinero para hacer más felices a los hombres (aunque ni las más avanzadas técnicas puedan demostrar "científicamente" que de hecho hayamos progresado en este campo respecto a nuestros abuelos), hablar aquí y ahora de la artesanía de un pueblo puede parecer intempestivo, si no un romántico afán por salvar para la memoria colectiva los despojos de unas formas de vida ya superadas y de dudosa utilidad cara a los desafíos que plantea el futuro.
Y, sin embargo, no siendo el destino del etnógrafo otro que recoger lo que está al borde de la extinción, se antoja más necesaria que nunca la tarea de recopilar aquellas artes y aquellos oficios de glorioso pasado, agonizante presente y grisáceo futuro. Como bien dice el maestro Julio Caro Baroja, hay una "dolorosa contradicción" en esta sociedad que le hace interesarse por los mundos que habitan en su periferia (espiritual o material) sólo cuando se derrumban, como es el caso que nos ocupa.
En el País Vasco este fenómeno aparece con enorme -y trágica- nitidez: pocos creen en el porvenir de las pequeñas industrias tradicionales, se certifica unánimemente la necesidad de hiper-modernización tecnológica de nuestra producción, pero volvemos la cabeza una y otra vez para contemplar a los últimos creadores manuales en serena faena, anclados en un instante que parece atemporal, en un espacio donde se diría que no ha entrado la sociedad de consumo.
¿Tal vez sea que al volver la mirada intuimos que ese modo de trabajar -que siempre es de vivir-, precisamente por su atemporalidad, está más preparado para soportar las embestidas de la historia, con sus crisis cíclicas y sus revoluciones, que el nuestro, tan vanidoso como ciego?.
Para esta ocasión se me ha propuesto el tema "Artesanía e industria tradicional en el País Vasco", tan sugerente como complejo. Sugerente, porque todavía quedan en nuestra geografía muchos creadores que merecen un reconocimiento; y tema complejo también, habida cuenta que no es fácil mencionarlos a todos, o dar una visión de conjunto en tan breve espacio.
Añadidas las limitaciones del propio autor, he optado por resumir algunas características del fenómeno y repasar someramente la evolución desde sus orígenes hasta el presumible futuro. Pasado y presente
En la moderna concepción, llámase artesano al creador de arte popular, aunque desde una perspectiva antropológica sería más correcto definirlo como un trabajador manual cuyo útil es secundario, quedando como principal la propia habilidad e imaginación del hombre.
Las primeras huellas de artesanía vasca se remontan a tiempos prehistóricos. El hacha de Aitzabal en Alava, datada del Paleolítico Superior, es una de las manifestaciones más antiguas del trabajo del hombre en Euskal Herria. También se han hallado venablos, picas y porras del mismo período, diversificados durante el Paleolítico Medio en raspadores, buriles, puntas, mazas, raederas, punzones...
Así, el origen de la artesanía coincide con el comienzo de las actividades estrictamente humanas. Por decirlo de un modo plástico, el primer hombre fue un artesano cantero.
Tendrían que transcurrir muchos siglos para que se produjeran excedentes y con ellos comenzara el comercio, y todavía más hasta la constitución de los gremios, cuya importancia en los albores de la vida urbana es de sobra conocida.
En contra de la extendida creencia de que la progresión en el mundo artesanal es casi imperceptible, lo cierto es que se produce una lenta pero constante evolución tanto en la técnica (incorporación de herramientas y máquinas) como en la gestión (del pequeño taller familiar se pasa a las empresas con varios empleados y aprendices, y más adelante a lo que llamamos industria tradicional). Sólo que a partir de los siglos XVIII y XIX, con la aplicación de las últimas invenciones, el obrero manual se ve despojado del protagonismo que hasta entonces ostentaba en las labores de producción en favor de los ingenios mecánicos, resultando desde entonces perfectamente intercambiable el sujeto trabajador e insustituible el objeto de trabajo. En este período, conocido como Revolución Industrial, comienza la larga decadencia de las artes manuales.
En los últimos cien años el artesanado acusa una marginación creciente, limitando su quehacer a elementos testimoniales (folklóricos), de utilidad rural (aperos y herramientas), o a la confección de piezas ornamentales y lujosas (orfebrería, joyería, tapicería...). Sólo recientemente han empezado a valorarse en el País Vasco los productos artesanales tradicionales: huyendo en gran parte de la masificación y estandarización consustancial a la sociedad de consumo, otorgamos un mayor aprecio a las creaciones más originales de los manufactureros autóctonos. Ahora bien, aunque se valoren sus productos y se justifiquen sus precios, la escasez de la demanda dificulta -salvo contadas excepciones- la supervivencia de los artesanos en base a su secular modus vivendi.
Las diversas políticas de comercialización -no exentas de sincero interés- por parte de las instituciones públicas apenas han dado resultados tangibles. La solución, si la hay, se presenta muy complicada. Téngase en cuenta que la rentabilidad del trabajo artesano comparada con otras actividades es limitada, por lo que los jóvenes buscan nuevas salidas laborales, con la consiguiente pérdida del acervo cultural (al romperse la cadena generacional que, por lo común, asegura la transmisión de las técnicas tradicionales de padres a hijos). Las instituciones no pueden resolver un problema que parece quintaesencial a la propia evolución de los tiempos.
En este orden, paradigmático es el caso del último alfarero guipuzcoano, Gregorio Aramendi, quien debió abandonar su oficio para poder subsistir (reconvirtiéndose en taxista), hasta que en los años ochenta el Gobierno Vasco le contrata como profesor de alfarería para impartir clases. Transcurridos varios meses se suspendieron los cursos y tuvo que dejar por segunda vez su vocación. Como él, muchos son los artesanos vascos que complementan su trabajo con funciones pedagógicas, lo que les permite mantener un digno nivel de vida.
No obstante, perviven en mejor o peor situación ciertas especialidades autóctonas enraizadas entre los elementos de consumo popular: fabricantes de queso, sidreros, pasteleros, algún chocolatero, zapateros artesanales, los fabricantes de pelotas de frontón, unos pocos cesteros, forjadores de objetos decorativos... Excepciones de una regla general cuyo terrible dictamen parece condenar al artesano a la extinción. Y, sin embargo, éste posee un arsenal de virtudes que superan las limitaciones esenciales a toda obra confeccionada en serie. Ello hace aún más atractivo el trabajo del menestral y nos obliga a interesarnos por sus características. El artesano
La supervivencia del modo de producción artesanal en una sociedad tan industrializada como la nuestra, radica, a mi entender, en la atractiva oferta de mercancías singularizadas que sólo él puede efectuar. Cada creación del artesano es un fin en sí mismo: ninguna cosecha de sidra sabe igual, y ninguna makila o argizaiola se parecen más que aparentemente. El menestral, al hacer su obra de forma manual e intuitiva, refleja en ella su imaginación y su carácter. Así por ejemplo, el actual sidrero guarda como un secreto la mezcla de manzanas ácidas, dulces y amargas para obtener el fermento final. El apicultor lleva sus abejas a las zonas donde sabe que la vegetación le otorgará un sabor inigualable. El makilero busca en una determinada época del año madera en los montes, la elige con sumo cuidado y le hace unas incisiones para que al cicatrizar formen las peculiares vetas.
Esto sin perder de vista que, como aseguraba José Miguel de Barandiarán al tratar sobre la sucesión de los procedimientos artesanales, "la continuidad o repetición de diversos motivos artísticos, a través de los siglos y aun de milenios, es un hecho plenamente comprobado". ¿Puede, por tanto, hablarse también de cierta homogeneidad en sus creaciones?. Y, en tal caso, ¿qué distingue una "artesanía autóctona" de otra?.
Ciertas formas y métodos se repiten por todo el mundo, en efecto, pero no en todas partes se adoptan a la vez ni evolucionan del mismo modo. Diremos, pues, que la supervivencia de métodos y motivos en un área geográfica y cultural determinada, amén de su particular desarrollo, distinguen a un arte popular de otro.
La progresión es lenta, pero cada paso se consolida desde un principio. Los artesanos europeos incorporaron desde muy pronto el torno (al parecer de origen oriental), la fragua, el motor eléctrico... No así en otras latitudes del mundo, donde algunos de estos ingenios están restringidos a la producción industrial en gran escala.
En nuestro ámbito de estudio también encontramos desigual disposición respecto a las innovaciones técnicas. Si visitamos la chocolatera de Mendaro, donde aún se fabrica el dulce al modo tradicional, nos mostrarán los agujeros en la pared por donde hasta fecha reciente pasaban las correas unidas al viejo malacate impulsado por un burro, ahora sustituido por un motor eléctrico: estos artesanos acabaron comprendiendo que por comodidad, economía e higiene (evitando que el olor del animal diera aroma a un alimento tan delicado como el chocolate), el cambio sólo aportaría ventajas. E igual ocurrió en las viejas carpinterías de ribera cuando descubrieron la utilidad de las primeras herramientas eléctricas, como el taladro o la cepilladora, que en principio juzgaban pesadas, lentas e incómodas (a veces se necesitaban dos operarios para manipularlas), pero que al final hicieron suyas.
Una tercera característica del artesano es la importancia que otorga a la estimación social. Tanto como el artista, valora sobremanera la opinión del cliente, incluso por encima del beneficio económico. Como Florentino, aquel zapatero de Beinza Labayen (Navarra) que me explicó vendía sus botas y guantes de cuero para el juego de pelota en mercados y ferias con tarifas variables según a quién y en dónde: sondea la actitud del cliente, su sensibilidad y posibilidades antes de proponerle un precio. De modo que nadie se extraña cuando oye a un artesano decir: "Bueno, esto a ti te lo dejaré en...". Añádase además su interés por ajustarse a los gustos y necesidades de los clientes, elaborando su obra a la medida de los deseos de aquellos.
El artesano carece de movilidad: no puede cambiar de oficio o especialidad sin perjuicio. Los cesteros que aún quedan en el barrio de Nuarbe, Azpeitia (Gipuzkoa), por ejemplo, siguen trabajando al modo tradicional y haciendo los productos de siempre. La caída en desuso de las cestas confeccionadas con flejes de castaño en favor de los recipientes de plástico, o el abandono de los cestos en las labores agrícolas condenan a la desaparición casi total del oficio. Y aunque cada día son menos, todavía podemos ver a varios cesteros concentrados en su tarea diaria. Lo mismo vale para los fabricantes de yugos o de kaikus, entre muchos otros. Es su trabajo, es su vida, no saben hacer otra cosa... Mejor dicho, no saben hacer tan bien otra cosa.
Ello enlaza con la relación de propiedad que el artesano establece con sus instrumentos y oficio: su trabajo tiene continuidad, es una forma de existir y de contemplar la realidad. Están orgullosos del oficio que heredaron (la mayoría), y que si por ellos fuera también cultivarían sus hijos. Gregorio, el mentado alfarero de Zegama (Gipuzkoa), aprendió en casa desde niño los secretos del barro. Primero fabricaba botellas y calienta-camas, luego desplazadas por las modernas mantas eléctricas; mantequeras grandes para guardar los chorizos en manteca o los huevos en cal, que ya casi nadie utiliza; jarras para las sidrerías, hoy sustituidas por vasos de cristal... Pero Gregorio continúa dando forma al barro al modo tradicional para disfrute de quienes saben apreciar esas formas llenas de la poesía del tiempo.
Otra de las características comunes a los oficios tradicionales es la falta de una estructura comercial para la venta de sus mercancías. La mayoría vende su género directamente, o bien lo cede a una tienda para que lo exponga. De la escasez de demanda y la correspondiente ausencia de intermediarios, se deriva que muchos menestrales posean talleres-tienda o, como en el caso de los sidreros, vendan la mayor proporción de sidra al txotx entre los clientes que se dezplazan a las sagardotegis.
El artista conoce mejor que nadie su obra, la aprecia y se siente orgulloso de ella. Es normal que un artesano guarde arrumbados en una esquina algunas piezas que han salido de sus manos. Cuando un profano las toma y le pregunta cuál es la causa de su marginación, el artesano responderá: "No me gusta como quedó", "Es imperfecta" o "No me salió como quería". El artesano se somete a sí mismo a un estricto control de calidad, de suerte que aunque existan ciertos bienes de serie de mejor calidad que los artesanales, carecen de esa impronta personal, de esa exigencia y de ese calor que las manos del artesano imprimen a todas sus obras. Del pasado al futuro
Así las cosas, en el futuro la producción artesanal ocupará un espacio insustituible dentro de una sociedad cada vez más saturada de mercancías uniformes y seriadas. El gusto por "lo bien hecho" tendrá que imponerse lentamente sobre los crudos objetivos comerciales: el artesano no crea "necesidades" (como los modernos fabricantes de bienes de consumo), sino "cosas bellas", y esto lo hermana antes con el artista que con el industrial.
Por tanto, las referencias a la artesanía se imbrican con las del arte mismo (Arte con mayúsculas si se quiere), difuminándose los contornos que hasta la fecha les han separado. La artesanía vasca no goza de buena salud. Mal que bien, subsiste gracias al impulso que toma de las periódicas ferias, muestras y exposiciones; de las rentas heredadas en forma de arraigo tras siglos de tradición; de esporádicas modas, y de otros factores variables. No caeremos en el típico lamento de añoranza; nuestra artesanía deberá permanecer como el reducto privilegiado de lo bello, una vez superado su primitivo sentido utilitario. Lejos de tratarse de un fenómeno aislado e incluso prescindible, una mirada atenta a la artesanía de un pueblo nos informa de su sensibilidad y calidad de vida. Por ello, es deseable que el arte inunde la vida entera, que la colme con objetos elaborados apasionada y primorosamente. Artículo publicado en el nº 104 de Euskonews&Media