345 Zenbakia 2006-04-28 / 2006-05-05

KOSMOpolita

Las imágenes del pasado. Dos escritores argentinos de estirpe vasca y el peso de los recuerdos heredados. Leopoldo Marechal y Arturo Jauretche (II de II)

ROSAS VON RITTERSTEIN, Raul Guillermo



L Leopoldo Marechal. eamos, desde la visión tradicionalista e hipercrítica del sistema liberal argentino, cómo nos relata Marechal sus primeras impresiones de Euskal Herria y las deducciones que ellas le permiten, tal como nos las presenta en su casi autobiográfica novela “Adán Buenosayres”, escrita entre 1.931 y 1.948, habiendo visitado por primera vez el País Vasco en 1.926: “Hablo como argentino de segunda generación y como descendiente cercano de hombres europeos [...] Para ver con alguna claridad en mi país y en mí mismo, fue necesario que yo visitara las tierras de Europa, cuna de nuestros padres, y viese cómo eran aquellos hombres antes de su emigración. Los vi en sus aldeas y terruños, puestos en una vida penosa, y con un sentido heroico de la existencia que los hacía o alegres o resignados en su disciplina, en la fe de su Dios y en la estabilidad de sus costumbres. Los he visto. Así eran y son así todavía.”

Esa toma de conciencia le permite al autor acto seguido contraponer el problema de la inmigración una vez arribada a las tierras rioplatenses: “¿Qué hizo nuestro país al ofrecerles el deslumbramiento de su riqueza? Los ha tentado. Y cuando esos hombres llegaron -prosiguió Adán-, ¿qué sistema de orden les ofreció el país a cambio del que perdían? Un sistema basado en cierto materialismo alegre que se burlaba de sus costumbres y se reía de sus creencias [...] Decía que los extranjeros hallaron en el país, no un sistema de orden, sino una tentadora invitación al desorden. Casi todos eran ignorantes: no tenían defensa. Y olvidaron su tabla de valores por aquel fácil estilo de vida que les enseñaba el país. Y la obra de corrupción iniciada en los padres fue concluída en los hijos: los hijos aprendieron a reírse de sus padres emigrados, y a ignorar o esconder su genealogía. Son los argentinos de ahora, sin arraigo en nada.”1

Además de una toma de posición muy severa, se hace notorio en el texto que Marechal omite hacer referencia directa a los vascos. Es que en líneas generales trata de aplicar su experiencia a toda la sociedad inmigrante -sin nombrarlos en este momento, trata principalmente acerca de los inmigrantes italianos, a los cuales en algunas poesías llamará “los apisonadores de adoquines”2-, y sin embargo basta con analizar un poco más que superficialmente ese problema en Argentina para ver lo acertado de sus palabras. Arturo Martín Jauretche Vidaguren.

Era Marechal un autor muy afecto a la consideración metafísica de raíz católica. Por eso sus explicaciones y consideraciones en general, además de una honda poesía teleologista revelan la influencia del Estagirita en su acepción eclesial, de un neoplatonismo sui generis y naturalmente de las concepciones tomistas. Jauretche a su vez, buscaba explicaciones en un orden no tan trascendente.

Y así podemos contrapesar lo que este último nos cuenta como experiencia cotidiana con lo que arriba exponemos de Marechal, para comprender que el fenómeno general de la inmigración no era tan simple y, además, que, al generalizar, el poeta pierde frente al análisis del sociólogo. Lo que nos dice Jauretche es sencillamente parte de la historia de su familia, e indica que el “fácil estilo de vida” que según Marechal enseñaba el país a sus inmigrantes requiere de una aclaración y una matización. Oigamos entonces a Jauretche: “Don Pedro, abuelo paterno, vasco francés, casado con una bearnesa, Magdalena Vignau, entró al país por Zárate3 y allí le nació el hijo mayor, Martín. El segundo fue mi padre, que llevaba el nombre paterno, nacido en Arrecifes; los siguientes eran de Salto, salvo el menor, Juan, que nació en Lavalle Norte o Fuerte General Lavalle, hoy General Pinto. Tortuosamente mi memoria reconstruye el derrotero de los pobladores por las partidas de bautismo -era antes del Registro Civil- y a tropezones con los oficios de mi abuelo, Pedro Jauretche, que salió en tropas de carros de Zárate, fue fondero en Arrecifes y Salto, alambrador y creo que, por último, hornero más tierra adentro, en Fortín República y en Gainza; todos oficios muy de fundador, pero de poca leche, lo que no quiere decir que mejor les fuera a los vascos lecheros... No más el año pasado me llevaron a ver en las chacras de Lincoln las ruinas de una posta en la que todavía pueden verse los grandes ladrillos, como los que hacía mi abuelo, cortados a la vasca -así se los llama porque no son de molde, sino cortando el barro en la playa con la cuchara- (A la vasca, se decía por la forma bruta que utilizaban los éuscaros, ladrilleros de entonces, que doblados por la cintura sobre ‘las canchas’ cortaban de sol a sol.)”4

Podríamos acumular muchas otras referencias del mismo estilo para comprender lo complejo de las situaciones reales de la inmigración vasca. El abuelo paterno de Jauretche5 sin duda no estaba cubierto por las generales de lo que afirma Marechal, pero a esto cabe acotar que la visión de este último es mucho más ciudadana que la del anterior, y que el campo ofrecía sin duda unas formas de vida más acordes con aquellas que nuestros inmigrantes conocían, en tanto provenían en una gran mayoría del medio rural. Pero también Marechal pasó parte de su infancia en el campo bonaerense, no en la zona norte central de la provincia de Buenos Aires, sino muy cerca de su costa atlántica, hacia el Sur, en el distrito de Maipú, donde sus tíos Martina Beloqui y Francisco Mujica trabajaban en una explotación agraria, y esos recuerdos aparecen costantemente en varias de sus obras, como si de una Capua infantil se tratara, eso sí, una Capua euskaldun, con un ideal abuelo vasco adaptado inmediatamente a las formas de vida de los gauchos pampeanos: “Ciertamente, más grato era evocar entonces la figura del abuelo Sebastián, enterrado no hacía mucho en el cementerio de Maipú ... Aparecían la barba lluviosa, los ojos redondos y lucientes como cabezas de tornillo y la encorvada nariz del abuelo Sebastián. Todo el mundo sabía en Maipú que el abuelo había llegado a Buenos Aires en un barco de vela, como don Juan de Garay6, y nadie ignoraba que había sido contrabandista en el tiempo de Rozas... bajo la parra familiar que gorriones ávidos asediaban: el abuelo tenía el jarro de loza entre los muslos (porque le gustaba el vino negro), y su risa era un elogio de la mañana que se había venido desnuda. Entonces los relatos le brotaban a montones , y chicos y grandes pendían de su boca llena de palabras coloreadas y de refranes bárbaros... Tal vez los ocho vascos enormes, que se lo llevaron a pulso hasta el cementerio de Maipú, habían enterrado a la aventura junto con el abuelo Sebastián: era una mañana veraniega, y los ocho vascos, al llegar frente a la pulpería de Ugalde, habían dejado el ataúd en el suelo para tomarse una sangría de vino, agua y azúcar...”

Es claro que la forma de vida de los inmigrantes vascos en el Sur de la provincia que acaba de describirnos Marechal, conforma el opuesto absoluto a su sombrío monólogo que citábamos al inicio. Sin embargo, y aunque abundemos en referencias de este tenor: “[...]¡las romerías de Maipú! Era muy temprano aún, pero latía ya en la casa un acelerado pulso de fiesta. Los hombres estaban algo duros en sus ropas de domingo; muy excitadas, las tías jóvenes desplegaban telas brillantes, removían frascos de olor, cuchicheaban entre sí o reían de pronto llenas de fuego; renegando en sonoras frases vascuences, tío Francisco luchaba con una bota que se le resistía. Más tarde, al entrar en la iglesia, el abuelo Sebastián hundió en la pila toda su mano de cíclope, la sacó chorreando, tocaste aquellos dedos nudosos y te persignaste de rodillas. Después, los hombres te llevaron al almacén de Olariaga [...]”, hay dos hechos implícitos pero bastante claros en los novelados recuerdos de Marechal: el contacto con lo vasco es indiscutiblemente el famoso abuelo Sebastián7, arribado al país por la década de 1.840 seguramente, y su muerte, además de haber dejado la indeleble marca que nos permite percibir el poeta en muchos de sus trabajos8 (“[...]¿Qué se hicieron jinetes y caballos / amigos de una infancia que no aprendió a llorar; / y las mujeres altas y fructuosas / cuyo silencio anduvo tan cerca de la música; / y las caras brillantes con el óleo del día / y el ritmo de los pies? La tierra gris y el cielo rampante han devorado / los cuerpos y las almas; / los cuerpos trabajados a martillo de tierra, / las almas desprendidas a martillo de cielo.”), configuró un corte de primera importancia en el proceso de conservación de los recuerdos venidos de allende el mar. Más adelante, la vida adulta sería la encargada de difuminar aquel contacto.

Pero Marechal vuelve sobre su idea: es necesario ordenar el caos, y para ello hay un sólo referente posible: la tierra del otro lado del mar: “Y es en tu sangre donde buscarás aquella medida, la que trajeron los tuyos del otro lado del mar: necesitas readquirir ese número; y para ello es menester que lo veas encarnado en la obra de tu estirpe, allende las grandes aguas. Es así como la exaltación del viaje se adueña de tu ser[...] Estás ahora en el solar cantábrico, tierra de tus mayores: es la montaña en la que recuerda el Globo su envergadura de animal celeste; la montaña que yergue su cabeza desnuda, ciñe a sus flancos un vestido de tierra, saca todavía en el valle un recio codo de granito y santifica luego su piedra en una catedral; y es el terruño labrado como una joya, y el asombro del agua que aventura un salto en la luz y cae al pie de los robles dorados en invierno. Aquel paisaje, cuya nostálgica descripción habías oído tantas veces en la llanura de Maipú y en boca de tus abuelos, esboza delante de tus ojos un gesto familiar como de reconocimiento y bienvenida: son familiares los rostros que forman círculo alrededor de la mesa, las grandes manos que te cortan el pan y vierten en tu jarro una sidra nueva, el idioma sonoro y las canciones que, también desterradas, acunaron tu niñez en otro mundo. Y es justamente un sabor de infancia lo que aquellas voces y aquellos rostros devuelven a tu ser : un sabor perdido que regresa con toda su delicia, semejante al que suele sugerirte aún el olor entrañable de una planta, de un viejo mueble o de una tela descolorida.”9

Marechal camina a la búsqueda de un tiempo perdido, pero de un tiempo que no es el suyo propio, sino el de la reivindicación de sus abuelos, obligados emigrantes. En esa peregrinación acuciante por las raíces que le permitan identificarse como algo, llega a Euskal Herria, como ya señalamos, por primera vez en 1.926, pero son dos países los que ve, el de ese año y el de mitad del siglo XIX, el que había incorporado a su ser gracias al contacto con los abuelos. Visto desde hoy, nos da la impresión, por otra parte, de que es este último el que predomina en sus descripciones. Resulta especialmente interesante además que el poeta no nos hable de emigración, sino de destierro, puesto que entonces su declaración previa de haber marchado a la búsqueda de claridad para mejor percibirse a sí mismo y al país, adquiere otro sentido, un sentido que, deslizándose por sobre los años y las distancias, parece pulsar la misma nota que resonaba en las arpas de aquellos otros desterrados que “Super flumina babylonis illic sedimus et flevimus...”, y tal postura no ofrece precisamente, como el mismo ejemplo bíblico nos marca, posibilidades de conciliación. Todo lo contrario.

Marechal permanece pese a todo su esfuerzo autorreconstructivo, sumido por lo tanto en una confusión insuperable. Es precisamente Cortázar quien lo destaca en otra parte de la nota que citábamos más arriba, cuando dice: “Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo. Está en una realidad dada, pero no se ajusta a ella más que por el lado de fuera, y aun así se resiste a los órdenes que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los planos mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre todo al porteño azotado de vientos inconciliables. La generación martinfierrista traduce sus varios desajustes en el duro esfuerzo que es su obra[...]”10 Preso entre el recuerdo deformado y la visión del país en el que vivía, se debate el autor en las contradicciones de quien busca y no halla. Notemos por ejemplo que cuando hace referencia al “idioma sonoro” que hablaban su abuelo y aún sus tíos, como él mismo nos cuenta, y que volvería a encontrar al llegar al solar que, de igual modo, no denomina vasco sino “cántabro” -inclusive cuando habla de sus abuelos, dice: “[...]naturales ambos de la cantábrica tierra, junto al mar infecundo11.”-, ese mismo idioma que Jauretche directamente no comprendía, jamás le llama euskera, sino “vascuence”...12

A esa desgarrante búsqueda marechaliana, Jauretche, con su experiencia mucho más cercana a la esencia de los elementos horizontales, la tierra y el agua, como podría haber escrito aquel, la resume en pocas pero muy claras palabras según aquel viejo refrán de su sangre que dice “berriketa asko duenak, gauz on gutxi”: “Esto no es un reduccionismo nacionalista, sino todo lo contrario; ‘Lo nacional es lo universal visto desde nosotros’. He aquí la clave: ‘visto desde nosotros’.” Y he aquí la clave que no alcanza a completar de traducir Marechal al no poder identificar un claro ‘nosotros’. Por la comprensión de esa idea general bregó Jauretche toda su vida, (“[…] porque lo universal sólo se realiza por las partes haciendo cada cual lo suyo y no lo que conviene a algunas de las otras partes por más parecida a universal que sea.”13), enfrentando la alienación que caracterizó la formación liberal de su país, tratando de realizar en el plano sociopolítico lo que Marechal percibía como una idea platónica que no llegaba a descender al mundo tangible. Es el sentimiento de esa imposibilidad el que campea en los desencantados versos de “La patriótica” marechaliana, lo arduo de tratar de superar como individuo aislado el corte entre quienes emigraron -“[...] Guardosos de semilla, vestidos de hoja muerta, / los hombres de mi clan ignoraron la Patria.[subrayado nuestro] / Con el temblor sin sueño del cordaje, / la descubrí yo sólo allá en Maipú. / Y de pronto, en el mismo corazón de mi júbilo, / sentí yo la piedad que se alarmaba / y el miedo que nacía[...]” - y su nueva identidad. Como si tras años de consideraciones metafísicas hubiera llegado a descubrir que no existe el punto de apoyo que permita poner en movimiento al mundo nuevo a partir del reencuentro personal con el viejo, que, en sus términos: “Todavía no es tiempo: / no es el año ni el siglo ni la edad. / La niñez de la Patria jugará todavía / más allá de tu muerte y la de todos / los herreros que truenan junto al Río.”

Ese destierro con todo, como el mismo Jauretche aclara, tuvo para las generaciones de vascos coetáneas de los abuelos de los autores, un sentido especial, bastante diferente por cierto al vivido por emigrantes más tardíos. Los vascos arribados al Río de la Plata por mediados del siglo XIX tuvieron más oportunidades de hacer valer sus capacidades personales en un país por aquel entonces lo suficientemente desestructurado como para poder generar aquella otra imagen, tan común y tan poco veraz luego, de “tierra de oportunidades”. Un viajero inglés por la provincia de Buenos Aires a fines de la década de 1.840 nos habla ya de ellos: “Luego de haber andado cosa de una legua, cruzamos el puente de Barracas, entrando en una extensa llanura donde nada indicaba la cercanía de una gran ciudad. Las casas, en su mayoría, eran construcciones de madera, muy recientes, y pertenecían a inmigrantes vascos[...]”14.

Oigamos lo que nos relata Jauretche en cuanto al futuro cercano, a unos veinte años de distancia, de esos vascos vistos por Mc. Cann: “Entonces funcionaban […] los valores de las nacionalidades establecidos por Sarmiento y Alberdi y los liberales en conjunto[...] Habían fabricado una escala humana en cuya cúspide estaba siempre un personaje rubio de ojos azules, haciendo la grandeza del país por su condición superior de nórdico. Así los nórdicos masculinos eran siempre Don o Míster, tratamiento que marcaba diferencias sociales y culturales con los extranjeros provenientes de la Europa Meridional[...] A pesar de no ser nórdico, el vasco también lograba el Don, aunque fuera lechero, hornero o fondero. Ya no había vascos alambradores, que fueron anteriores a la invención del torniquetero, y cuando ese trabajo exigía traerse sobre el brazo un largo tiro de alambre, cosa que sólo puede hacerla quien ha sido entrenado tirando la barreta, en el juego de pelota y con la cinchada (O en esas apuestas a quién come más huevos duros, o naranjas, o cualquier barbaridad apostable, pues los vascos no se perdían una de esas. ¡Si habré presenciado de estas apuestas brutales! He visto a uno caerse muerto jugando a quién tomaba más Suissé o Pernod, como llamaban al ajenjo.) Además, facilitaba el Don el hecho de que había bastantes irlandeses y vascos ricos, o mejor dicho hijos de irlandeses o de vascos ricos. Esto se explica por la oveja.”15 Y, en otra obra: “El mayor número de vascos e irlandeses [se refiere, es claro, a las primeras inmigraciones] vinieron [sic] en la época en que la pampa húmeda fue ocupada por la oveja con preferencia al vacuno, y estas dos inmigraciones correspondían a pueblos pastores. Hoy mismo el grueso de los vascos emigra a Montana, en EEUU, estado que según Gunther tiene más población éuskara que una provincia vasca [...] Recibían el ‘piño’ al tercio de las crías y las lanas, de manera que a los tres años, el inmigrante tenía su propia majada como su parte de las pariciones y su capitalito como parte de las esquilas, lo que le permitió comprar campo en la zona mejor situada de la provincia de Buenos Aires, cuando aún los precios no habían subido bajo la presión de la agricultura, el frigorífico y la especulación. Y el Banco Hipotecario (pero esta es otra historia). Vascos e irlandeses no fueron comerciantes sino por excepción [...] Además se enriquecieron pronto, comprando tierra antes de su valorización, con su parte de lanas, antes de la gran ola inmigratoria que encontró a los hijos y nietos de vascos e irlandeses camino del doctorado; así la sociedad moderna, la argentina post-inmigratoria, los encontró socialmente jerarquizados [...]”16 Es que, como no deja de aclarar el mismo autor, había que tener en cuenta además que había entre ellos asimismo: “[...] emigrados, de cierto nivel cultural. Italianos del ‘Risorgimento’ -mazzinianos y garibaldinos, carbonarios-, descontentos con la solución de la casa de Saboya; vinieron contemporáneamente republicanos primero y después bonapartistas de Francia, y españoles republicanos; o vascos, derrotados en las guerras carlistas. En una palabra, inmigrantes que tenían el cierto nivel cultural de las inmigraciones políticas [...]”17, otro punto ausente en las descripciones de Marechal, pero de honda gravitación entre la inmigración de aquel momento “fundacional”.

Esa trayectoria socioeconómica descripta en pocas palabras por Jauretche, es precisamente, la que con altibajos transitaron la familia de Marechal y la suya propia, y esa bonanza relativa no se habría de repetir con tanta facilidad para los nuevos inmigrantes, salvo en forma muy restringida, tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero la peregrinación a las fuentes permite a Marechal una nueva identificación, por contraste, hecha en base a las reflexiones nacidas entre Europa y Argentina. Su descubierta imagen le posibilita enfrentarse a los nuevos inmigrantes asentados en la urbe: “en sus ojos de allende se borraba una costa / y en sus pies forasteros ya moría una danza. / ‘Ellos vienen del mar y no escuchan’, me dije, / ‘llegan como el otoño: repletos de semilla / vestidos de hoja muerta’. / Yo venía del sur en caballos e idilios[...]”, pero a la vez: “Una lanza española y un cordaje francés / riman este poema de mi sangre / yo también soy un hijo del otoño, / que llegó del oriente, sobre la tez del agua.”18 Es con todo muy significativo que el poeta aproveche un tropo que ya tuvimos ocasión de leer más arriba, en la descripción de su angustia al sentirse apartado de su “clan”, para definir a estos nuevos inmigrantes. Es que les une el estar a un lado de esa “Patria” que él trata de descubrir o, mejor aún, de inventar, y de ese modo, tal vez sin sopesarlo demasiado, parangona a sus gentes vascas con los “apisonadores de adoquines” con ojos de ultramar...

Aquí se produce un hiato en la lógica del discurso del tradicionalista Marechal, y a la vez surge una omisión notable, que también se destaca en Jauretche y resultaría demasiado simplista atribuir a la filiación ideológica de ambos autores pero más especialmente sin duda al primero, que les llevaría a simpatizar con el gobierno que por ese entonces Francisco Franco detentaba en España. Ninguno de los dos se plantea en ningún momento la menor duda con respecto al País Vasco como otra cosa que una provincia de España o una región de Francia (basta leerlo en los versos de más arriba, ‘lanza española y cordaje francés’, o en el párrafo siguiente: “Mi alma, Psiquis, y sus colores heredados: tendencia al laconismo y a la melancolía que recibí de mi rama vascoespañola19, tendencia al análisis y a la síntesis, comezón irresistible del humorismo, que recibí de mi rama francesa”20 o en cualquier línea de Jauretche referida a la inmigración.) Notemos para mejor comprenderlo, que para la época en la cual escriben los textos que venimos citando, Hegoalde ya ha visto perdida la autonomía alcanzada de la República, y Buenos Aires ha recibido a numerosos intelectuales y políticos de Euskadi. Ese aspecto, sin embargo, no pasa por la pluma ni de Jauretche ni de Marechal. Es que el pensamiento político nacionalista argentino, que vertebró en gran parte al peronismo, aspiraba al resurgimiento de aquella famosa idea imperial española, entendida en lo cultural por cierto21, como un método útil para oponer a la influencia avasallante que sobre el país ejerció un imperio mucho más efectivo, el británico, y de tal manera la ‘unidad de destino en lo universal’ era un aserto intocable para pensadores de dicha corriente. Así, la vasquidad no se separa de la hispanidad, no puede hacerlo. Por otra parte, esa primera inmigración de la cual provenían los abuelos de nuestros personajes era, no lo olvidemos, previa a la institucionalización de lo que luego sería llamado “el hecho diferencial”, que corrió de la mano, como no podía ser de otro modo, con los desarrollos ideológicos del siglo XIX avanzado, aún cuando su sentimiento difuso fuera sin dudas mucho más antiguo22. El aislamiento haría lo demás. Los problemas más serios, empero, se producen cuando estos descendientes de vascos tratan de aplicar su óptica peculiar para interpretar las situaciones de la Euskal Herria a ellos contemporánea. Pero esa es otra historia. Hemos visto ya en Marechal la subsistencia de la Euskal Herria rural como lo único que menciona como experiencia de su viaje en 1926. En otra oportunidad hemos de tratar el laberinto en el que se adentra Jauretche al intentar aplicar su análisis, modelado sobre la situación social argentina de aquel momento, a lo que venía sucediendo en la Bizkaia contemporánea, tal como se desprende de la lectura de algunos de sus artículos al respecto, publicados en el periódico “El Nacional” de finales de 1.958. 1 Leopoldo Marechal: “Adán Buenosayres”, Edhasa, Barcelona, 1.981, pp. 164-6. 2 Refiriéndose con éllo a que muchos de entre esos italianos trabajaban en las nuevas pavimentaciones de las calles de Buenos Aires. Por lo demás, eran asimismo muchos los vascos que extraían de las canteras esas piedras graníticas que luego los italianos se encargarían de colocar. 3 Todas las localidades que cita Jauretche en esta nota pertenecen al extremo Norte de la provincia de Buenos Aires y, como él mismo aclara, cronológicamente marcan un proceso de avance hacia el interior de aquella, a partir casi del límite con el río Paraná y en la dirección SE de la actual provincia de La Pampa. 4 Arturo Jauretche: “De memoria. Pantalones cortos”, pp. 51 y 59 . 5 “... Erramuspe, oriundo de Zárate y vinculado a mi familia paterna como todos los vascos que entraron por ese puerto antes del ‘60, a la par de mi abuelo.”, dice Jauretche hablando de otros conocidos, y nos indica con ello la vigencia en el momento que cita, hablamos del siglo XIX, de las relaciones de parentesco entre los recién inmigrados. 6 El segundo fundador de Buenos Aires en 1.580 (n.d.a.). 7 Este “abuelo Sebastián” se llamaba en realidad Juan Bautista Beloqui, muerto el 2/VIII/1.912 y era por lo tanto su abuelo materno. 8 En la misma línea escribiría también: “[...]Lloras, ¡ah!, cómo fluye sin quererlo / tu llanto por la casa derrotada, / por la cosecha de hombres que la muerte / levantó en la llanura; // Por la disipación de tantos cuerpos / que tocaban la tierra sin herirla / y el ausente calor de tantas manos / hechas para la fruta; // Por las caras lustrosas que reían / o lloraban a tiempo bajo el sol, / en las cuatro estaciones de la pena / y en las cuatro del gozo; // por los callados hombres de la loma / que agitaban, empero, un torbellino / de rebaños ardientes, ¡y era como si la tierra cantara! // Lloras, ¡ah, cómo fluye a mediodía / tu llanto por la usura de la muerte! / ¿dónde buscar esa mazorca de hombres / y aquel sabor perdido? // Allá en el bajo de Maipú reposan / después de su batalla con la tierra: / ni vencedores ni vencidos, caen / bajo la ley del sueño. // Se han acostado al fin en la llanura: / duermen allá en el bajo de Maipú, / todos reconciliados con la tierra / en un abrazo último [...]” (Leopoldo Marechal: “Elegía del Sur”, 3.) 9 Leopoldo Marechal. “Adán Buenosayres”, pp. 376-78. 10 J. Cortázar, vide nota 7. 11 Aquí se hace un poco difícil comprender el adjetivo, salvo que pertenezca al campo de la licencia poética. Resulta muy dudoso que algún vasco le haya hablado en tales términos acerca del Cantábrico precisamente... 12 “En seguida le oí articular el siguiente conjuro: ‘Lagoz ata cabyolas / Harrahya / Samahac ori famyolas / Karreya.’ -¿Es en idioma vascuence? -le pregunté con inocencia-. Mis abuelos eran vascos, y no me gustaría...” (Leopoldo Marechal: “Adán Buenosayres”, p. 476.) 13 Arturo Jauretche: “Moraleja de Borges; su ‘Guerrero y su cautiva’ “, en: “Mano a mano entre nosotros”, Peña Lillo, Buenos Aires, 1.975, p. 10. 14 William Mc. Cann: “Viaje a caballo por las provincias argentinas”, Solar/Hachette, Buenos Aires, 1.969, p. 33. El sitio al cual hace referencia el autor es la zona de la actual ciudad de Avellaneda, en el límite entre la capital argentina y la provincia de Buenos Aires en dirección Sur. 15 Arturo Jauretche: “De memoria. Pantalones cortos”, pp. 72-3. 16 Arturo Jauretche: “Manual de zonceras argentinas”, Peña Lillo, Buenos Aires, 1.968, p. 127, nota 2. 17 “De memoria. Pantalones cortos”, p.38. 18 Leopoldo Marechal: “Heptamerón II - La Patriótica - Descubrimiento de la Patria” 19 En una de esas salidas tan típicas de su estilo, cuenta Arturo Jauretche una divertida anécdota, real o fingida no importa mucho, que toca este tema de los vascos “españoles” y “franceses”, clasificación muy difundida en Argentina y que establece una especie de superioridad en favor de los últimos, punto ideológico inseparable de aquella tradición difundida por los fundadores del país liberal en cuanto a que la cultura venía necesaria y exclusivamente de Francia, montada en máquinas inglesas. De tal manera, ser “vasco francés” era más distinguido que serlo “español” o “navarro”... Relata entonces en sus memorias que en la época en que en el país se perseguía al juego de azar clandestino, la policía detuvo en el límite de la Capital Federal, no lejos del sitio que mencionara Mc Cann -vide nota 29-, a un grupo de trabajadores que se hallaban en una casa de juego. Al día siguiente, en el momento de tomarles declaración, el primer detenido se presentó: “[...] Martín Echenagucía -contestó el interpelado. -¿Vasco español? Buena gente -agregó el comisario- ¡Andate nomás! -Y tocó la salida- Llamó al próximo y le preguntó el nombre. -Juan Caracotche, contestó. Y el comisario comentó: -Vasco francés, buena gente. Y ordenó la libertad. Se adelantó el tercero y no esperó la pregunta. Dijo presentándose: José Travallini, vasco italiano... Vaciló el comisario, enseguida sonrió y lo puso en libertad. Pero por gracioso, no por racismo.” (Arturo Jauretche: “De memoria”, pp. 74-5.) 20 Leopoldo Marechal: “Retrato no figurativo”, en “El beatle final y otras páginas”, CEAL, Buenos Aires, 1.981, p. 129. 21 Recordemos aquella dolorosa aparición última de Miguel de Unamuno en Salamanca en 1.936, cuando resultara brutalmente interrumpido al decir aproximadamente: “Y aquí está el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Ese sí es Imperio, el de la lengua española, y no...” Del mismo modo, o en la línea de d’Ors y otros, pensaban muchos en la Argentina de aquel entonces. 22 Muchos de los inmigrantes vascos peninsulares en el Río de la Plata se negaban por aquellos tiempos a aceptar ser registrados como ciudadanos españoles en los documentos de arribada, y a veces lo lograban.