Hace unos meses asistí a la defensa de un trabajo doctoral en la Universidad del País Vasco, donde trabaja el equipo español de la red EUKids Online. Allí se dio cuenta de cómo a la hora de estudiar las diferencias significativas que había en la conducta de los padres al mediar en la relación de sus hijos con las pantallas, la que tenía una relación más significativa era precisamente que sus hijos o hijas hubieran sufrido ya algún daño en el uso de internet. En este caso padres y madres son más proactivos y eficaces a la hora de ayudar porque, lamentablemente sus hijos ya han pasado por una situación no de peligro o de riesgo, sino de daño real.
Por eso me pregunto si no es posible prepararse para que esta no sea la única causa que motive a los padres a ayudar mejor. Lo que parte tiene que ver, como recordaba la profesora Sonia Livinsgtone, con que ni los medios, ni a veces los investigadores, han ayudado a preocuparse por las cosas adecuadas, lo que solo ha contribuído ha generado confusión entre padres y madres.
En el estudio “El impacto de las pantallas de la vida familiar” elaborado por Empantallados y presentado en enero de este año, llama la atención que lo más preocupa a los padres y madres españoles son las relaciones con desconocidos que sus hijos e hijas pueden entablar a través de la tecnología, y también la posibilidad de sufrir ciberacoso. Efectivamente ambas cosas pueden suceder, y de hecho suceden, pero la investigación nos dice que el porcentaje de prevalencia de estos fenómenos es muchísimo menor que aquello que menos preocupa a los padres de acuerdo con el mismo estudio: la sobreexposición de la propia imagen personal.
Hay una relación negativa estadísticamente significativa entre el uso de la tecnología y el bienestar: más tiempo de pantalla se asocia a menos bienestar.
También el tiempo de uso a veces excesivo preocupa a las familias: se pierde el tiempo, no se hacen otras cosas, y como adultos somos muy conscientes de la velocidad a la que pasan los días y que, de verdad, el tiempo es oro. Para los más pequeños, con todo el futuro por delante literalmente, esta es una reflexión difícil de comprender. Un estudio publicado a principios de 2019 en la revista Nature Human Behaviour examina la relación entre el uso de las pantallas y muchas otras variables y el bienestar de los adolescentes. La metodología empleada, muy compleja y sólida, les permite afirmar que hay efectivamente una relación negativa estadísticamente significativa entre el uso de la tecnología y el bienestar: más tiempo de pantalla se asocia a menos bienestar. Pero los efectos son tan pequeños que tienen muy poco valor práctico. Es más, el botellón, sufrir acoso, fumar, no dormir suficientemente, desayunar, comer verdura, llevar gafas o ir al cine tienen una incidencia mucho más relevante en el bienestar de los adolescentes. Y de hecho comer patatas, por ejemplo, tenía el mismo peso que el tiempo de uso de pantallas como factor que genera malestar entre los jóvenes. Aunque la investigación ha de seguir, parece claro que el tiempo de uso no debería ser el foco de nuestras preocupaciones, sino más bien el tipo de uso, la actitud ante la pantalla. Pero, ¿dónde radica la dificultad? En que el tiempo de uso es fácil de medir y controlar, muchas veces sin la necesidad de que los padres estén presentes. Saber qué sucede durante ese tiempo de consumo de pantallas requiere estar presente, acompañar, preguntar, dialogar.
Y esto es más importante que nunca en el escenario digital: no solo la posible relación con otras personas, sino la interacción constante con todo tipo de contenidos, buenos y menos buenos, hace vital trabajar desde la educación para que el filtro de contenido no esté en la conexión a internet, sino en la cabeza y en el corazón de los niños, niñas y adolescentes. Los padres y las madres son conscientes de la distancia que marcan las pantallas en su relación con sus hijos. Apenas uno de cada cuatro se siente seguro y cómodo con el modo en el que gestionan las pantallas en casa. La falta de tiempo, la dificultad para entender la perspectiva del otro, la confusión que generan los medios, son algunas de las causas.
Otro dato que llama poderosamente la atención del estudio de Empantallados es que el 60% de los padres y madres quiere saber más, formarse mejor, para educar a sus hijos. Obviamente los padres viven también sus propias dificultades en el uso de la tecnología; saben que hay caos, desorden y peligros acechando en internet. Si no es un conocido el que ha sido víctima de un engaño online, es la propia empresa la que ha sufrido un ataque cibernético. Convencer a los padres de su papel esencial también en la educación digital de sus hijos, es uno de los retos que como sociedad tenemos por delante y que no solo les compete a ellos sino también a empresas, instituciones y administraciones públicas. No se puede negar el papel y el efecto que tanto el mercado con sus constantes innovaciones tecnológicas, como la propia administración con su esfuerzo por equipar tecnológicamente aulas y centros educativos, tienen sobre la percepción que los más pequeños tienen de la tecnología. Es difícil escapar a esta presión y por ello todos tienen la responsabilidad de ayudar a padres y madres con herramientas, procedimientos, ideas o formación, trabajando por hacerlo de manera adecuada, accesible, que se adapte a sus necesidades y al ritmo de sus vidas. Es una labor de todos.
La tecnología está cambiándolo todo, no solo el papel de los padres en la educación de sus hijos. Por eso la responsabilidad es de todos. Y requiere una mirada amplia, serena pero decidida para afrontar los riesgos antes de que se conviertan en daño.