647 Zenbakia 2012-11-21 / 2012-11-28
El Codex Calixtinus y los vascos Presentación
El Códice Calixtino ha sido noticia, y eso es bueno, aunque para ello haya sido preciso que un ladrón, por lo que se ve más interesado en el libro que los canónigos a los que se había confiado su custodia, lo afanase. Una vez recuperado, bien está lo que bien termina. Esperemos que, a partir de ahora, el Arzobispado de Santiago le preste mayor atención. Desde luego, los designios del Señor son inescrutables.
Nuestro buen amigo Antxón Aguirre, en una reciente nota en esta misma revista, nos recuerda el evento y repara (irónicamente) en los comentarios que en su Libro Quinto, más conocido como Guía de Peregrinos, se vierten sobre vascos y navarros. Son unas páginas ciertamente sorprendentes por más de un concepto, y supongo que muchos de los muchísimos que las hemos leído, nos hemos quedado igualmente perplejos.El Códice Calixtino
Así conocido porque es un volumen encuadernado, en lugar de un rollo de pergamino. Su nombre, el título que lo encabeza, es “Liber Sancti Jacobi”, más conocida como “Códice Calixtino” por atribuirse, aunque sin fundamento, al Papa Calixto II, tío, por cierto, del rey Alfonso VII de Castilla. Este libro, auténtica especie de “Guía Azul” medieval, fue compilado aproximadamente entre los años 1139 y 1173 y hoy se conserva (de nuevo) en la biblioteca de la catedral compostelana, a la que fue regalado por Aymeric Picaud, originario del Poitou y presbítero de Parthénay-le-Vieux, quien, por otra parte y de acuerdo con modernas investigaciones, parece ser el autor de toda la recopilación en lugar del citado Papa Calixto.
“El título que lo encabeza, es ‘Liber Sancti Jacobi’, más conocida como ‘Códice Calixtino’ por atribuirse, aunque sin fundamento, al Papa Calixto II”.
Foto: CC BY - Friar’s Balsam
La compilación incorpora cinco libros de contenido e intención muy diferente:
Libro 1: Que contiene sermones y oficios litúrgicos para el culto de Santiago Apóstol; abarca más de la mitad de la extensión de toda la compilación.
Libro 2: Que detalla veintidós milagros atribuidos a Santiago Apóstol. Muy importante porque constituía la garantía de la santidad de los restos venerados en Compostela. Son narraciones llenas de fantasía, propias de los relatos legendarios.
Libro 3: Más breve, narra la milagrosa traslación del cuerpo decapitado de Santiago el Mayor desde Jerusalén a Iria Flavia, en Galicia a bordo de una barca sin vela ni remos, y del entierro de los restos en el lugar donde casi ocho siglos después se halló su sepulcro.
Libro 4: Conocido como la “Crónica del arzobispo Turpín” o “Pseudo-Turpín” porque se pretende escrito por ese personaje de la corte carolingia. Es medio texto piadoso y libro de caballerías donde, en un estilo muy fresco y florido se narran, en términos manifiestamente inverosímiles, leyendas atribuidas a Carlomagno, unas cuantas de ellas relacionadas con la Península Ibérica; entre ellas, la derrota de Roncesvalles y muerte de Roldán. El capítulo veinticuatro de los veintiséis que componen el texto incluye, hecho insólito, la narración de la muerte de su autor, el Obispo Turpín, en la ciudad de Viena.
A título de ejemplo, el capítulo segundo se ocupa de un error táctico de Carlomagno, el derribo de las murallas de Pamplona. El texto lo describe como un derrumbe milagroso operado por Dios, a ruegos de Santiago y ante las oraciones de Carlos. Como es lógico en texto así, Pamplona estaba poblada por musulmanes, muchos de los cuales quisieron bautizarse a la vista de semejante prodigio. Los que no, fueron inmediatamente pasados a cuchillo.
Libro 5: La “Guía de Peregrinos”. Se trata de un libro absolutamente singular, de carácter eminentemente práctico, que señala e identifica los caminos juzgados como más adecuados para acudir desde Francia a Santiago. Sitúa y pondera pasos y ríos; también describe regiones. Dedica un tercio de su extensión a identificar y valorar las reliquias que se pueden hallar en la inmediaciones del recorrido propuesto. Más de otra cuarta parte se dedica a una detallada descripción de la basílica de Santiago.
El capítulo séptimo lo dedica a “los nombres de las tierras y de las cualidades de las gentes que se encuentran en el Camino de Santiago”. Ocupa algo más del quince por ciento del libro y —aquí viene lo sorprendente— dos tercios del mismo se destinan a glosar a vascos y navarros. Los distingue: “Navarros y vascos son muy semejantes en cuanto a comidas, trajes, y lengua, pero los vascos son algo más blancos de rostro que los navarros”. A continuación, los pone literalmente a parir. La descripción de los vascos comienza diciendo de ellos: “Las gentes de estas tierras son feroces como es feroz, montaraz y bárbara la misma tierra en que habitan. Sus rostros feroces, así como los gruñidos de su bárbara lengua, aterrorizan el corazón de quienes los contemplan”. Los navarros no salen mejor parados, terminando su descripción proponiendo la traducción de “navarro” por “non verus, no verdadero, es decir, engendrado de estirpe no verdadera o de prosapia no legítima”.
Aun más que el empeño difamatorio, sorprende la detallada información del monje, porque los datos objetivos que aporta se acreditan, muchos de ellos, exactos. Evidentemente, declinamos entrar a considerar sus calenturientas fabulaciones sobre los hábitos sexuales de aquellas gentes. Algunas de ellas eran entonces más corrientes de lo que estaríamos dispuestos a reconocer, pero, sobre todo, en los textos medievales, cuando se descalifica, se descalifica. Y tampoco convendrá olvidar el empeño venéreo de los textos moralizantes católicos, aspecto que hoy tampoco glosaremos.
Por encima de todo, nos intriga la motivación de semejante arremetida. Convendremos en que dedicar el diez por ciento de un texto de unas cincuenta páginas a construir una detallada calumnia, con lo laborioso que era copiar los textos a mano y lo caro que estaba el pergamino, constituye un empeño que necesariamente tiene que obedecer a razones poderosas.
Algo se le escapa a Dom. Aimeric cuando, arreando a unos y otros, hace referencia a los acontecimientos de Roncesvalles.Roncesvalles
Batalla de Roncesvalles. Pamplona asediada por el ejército de Carlomagno.
Carlos, que más adelante sería conocido como Carlomagno, rey de los francos, era inquieto, impetuoso y reflexivo; en suma, que dormía poco. Nunca leyó con fluidez, por lo que, de noche, se hacía leer textos que le parecían importantes para su formación. Tanto durante la cena como en las largas vigilias de Paderborn, Pedro de Pisa le leía fragmentos de “la Ciudad de Dios” de Agustín de Hipona. Rodeado de tapices y velas, Carlos se veía a la cabeza de un reino cristiano con unas tropas que ya no eran un conjunto de francos, borgoñones, y aquitanos, sino el Ejército de la Cristiandad, imponiendo y extendiendo la Ley de Cristo a los pueblos paganos de su entorno. El “Imperio de Dios”.
En la asamblea de Paderborn del año 777 se presentó una delegación sarracena presidida por Solimán ben al-Arabi, gobernador de Zaragoza en rebelión contra el emir de Córdoba, solicitando la protección de Carlomagno a cambio de la entrega de algunas de las principales plazas fuertes del norte de la península, entre ellas Pamplona y, sobre todo, Zaragoza. Carlos llevaba ya ocho años en sus funciones, y los consejeros de su padre y luego suyos, Fulrado, Bernardo y Thierry, se habían hecho mayores y participaban menos en las decisiones. Carlos se rodeaba de gente de su edad o más joven: Eginardo, el joven conde Guillermo, hijo de Thierry y el paladín Roldán, señor de la Marca de Bretaña.
Al año siguiente, atraído por aquel sabroso cebo, Carlos convocó a sus huestes en Aquitania desde donde entró en España al frente de un gran ejército con el que se presentó ante Zaragoza. Los musulmanes rebeldes no resultaron serlo tanto, y le negaron entonces la ayuda antes prometida. El asalto a las fuertes murallas romanas de Zaragoza era imposible porque la cabalgada franca carecía de máquinas de asedio. El cerco no servía de gran cosa y había que volver a Francia antes de que el mal tiempo impidiese la marcha del ejército. Burlado y cabreado, el joven rey decidió levantar el sitio y volver grupas. En aquel regreso, para entretener a la tropa y arramplar con algo de botín con el que compensar a sus seguidores por las molestias, ordenó desmantelar las defensas de la ciudad de Pamplona y saquearla. Cargado con aquel botín, el quince de agosto cruzó ordenadamente el puerto de Roncesvalles. La cola de aquel desfile que la topografía del puerto hacía estrecho, la retaguardia, fue atacada. Los guerreros, con los Pares de Francia y el paladín Rolando, fueron hallados todos muertos; los carros del botín, se disolvieron en las tinieblas. No se encontraron ni armas y cadáveres de atacantes. La acción fue rápida y limpia. Como es lógico, se atribuyó la acción a los montañeses, vascos o navarros, sin cuya activa colaboración no hubiese sido posible montar nada en aquellos riscos, pero tampoco quedaba excluida una colaboración musulmana porque con el botín se esfumaron los rehenes que completaban la marcha.
Para Carlos —y para toda Francia— fue un golpe dolorosísimo. Las Crónicas de Palacio no lo recogen. Nos es conocido por documentos de otras procedencias, y luego por el Cantar de Gesta, compuesto cuatro siglos después de los hechos y que fantasea como ya se sabe a su respecto. No era prudente citar los acontecimientos de Roncesvalles en presencia de Carlos que, por supuesto, nunca citó, pero tampoco nunca olvidó. Carlos nunca volvió a poner los pies en Aquitania.
Comprendió en aquella dura experiencia que, para reinar en sus ya vastos dominios, necesitaba más y mejor información, así como la colaboración de gentes sabias y prudentes que le ayudasen en la toma de decisiones importantes. Las buscaría en Italia poco después, de donde, de una visita al papa Adriano, se volvió con Pablo Diácono y Alcuino.
Roncesvalles marca el final de los sueños imperiales de inspiración agustiniana porque allí quienes demolieron la retaguardia del “Ejército de Dios” fueron otros cristianos, que devolvían a Carlos la cortesía de la demolición y saqueo de Pamplona masacrando y saqueando la retaguardia de su ejército. La hazaña tuvo consecuencias desastrosas en la moral de los cristianos españoles, hasta entonces esperanzados por una intervención de los carolingios, de quienes esperaban ayuda dentro del movimiento de reconquista que por entonces se iniciaba en el reino de Asturias. A consecuencia de la inesperada derrota, algunos notables hispanos, como Agobardo o el mismo Teodulfo, atravesaron la frontera y buscaron paz y refugio entre los francos. Son los primeros nombres conocidos de la larga lista de intelectuales hispanos que, incapaces de soportar algunos rasgos de la forma de ser de sus compatriotas, optaron por un destierro amargo pero digno en la dulce Francia.
Cuatro siglos después, aun picaban aquellos acontecimientos en el Poitou y en la Orden Clunyacense. Ésa y no otra tiene que ser la razón de tanto encarnizamiento en la afilada pluma del manso benedictino.
Yo, al menos, así lo entiendo.