596 Zenbakia 2011-10-14 / 2011-10-21
Publicado en Noticias de Gipuzkoa el 11 de abril de 2011
El 19 de marzo de 1911, hace poco más de un siglo, las autoridades de inmigración de Nueva York se encontraron con “el grupo más extraño que había llegado en los últimos tiempos”. Eran 150 personas de “la raza vasca del norte de España”, según el cronista del The New York Times, aunque muchos de ellos tenían nacionalidad francesa. Acababan de desembarcar del buque La Touraine, procedente del puerto de Le Havre, en el que venían en total 1.077 emigrantes. Casi todos los vascos eran chicos de entre 16 y 20 años —unas pocas mujeres, ningún niño—, en camino hacia los estados de Idaho, Nevada y Montana, destinos habituales para los pastores. Según el periodista, llevaban txapela, parecían gente dura y apenas abrían la boca. Cuando la abrieron, nadie les entendió.
Los traductores que recibían a los inmigrantes intentaron hablarles en español, en francés, en inglés, incluso en alemán. Pero no había manera de entenderse con ellos. Usaban un idioma ininteligible, “superviviente de las lenguas ibéricas, las que se hablaban antes de que los romanos invadieran Hispania y Galia”, explicaba The New York Times. Según la pintoresca descripción del diario, los vascos eran “sencillos, valientes, independientes”, nunca habían sido invadidos, preferían afrontar todo tipo de penurias “antes que perder la libertad en los Pirineos”, eran “más orgullosos incluso que los españoles” y el simple hecho de nacer en su territorio ya les confería una “nobleza universal”.
Dada la imposibilidad de comunicarse, los funcionarios estadounidenses no podían cumplir con los interrogatorios y los trámites de entrada al país, así que, mientras buscaban una solución, los 150 vascos esperaron plantados en el muelle, de pie, junto a sus maletas, baúles y pertenencias.
Los destinos habituales para los pastores vascos eran Idaho, Nevada y Montana. Ir a América Emigrar a la Luna
El periodista Koldo Aldabe, rescató esta historia en 2007, después de bucear en la hemeroteca que The New York Times acababa de colgar en la red. También la ha reproducido hace poco Alberto Barandiaran, para la revista Nora. Es una gota más, la gota vasca en el océano de las millones de historias de los emigrantes que llegaron a Nueva York a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Antes de tocar tierra en Manhattan, los barcos atracaban en el cercano islote de Ellis, donde a los emigrantes les esperaba un gran centro de recepción y examen. Entre 1892 y 1924, doce millones de personas entraron en ese edificio huyendo de la miseria negra, del hambre, la guerra, la persecución racial: cientos de miles de italianos, irlandeses, alemanes, británicos, austrohúngaros, ucranianos...
Tras diez o doce días hacinados en las bodegas de los transatlánticos, aquellos emigrantes salían a cubierta y descubrían la Estatua de la Libertad. En su mano algunos creían ver una espada. Eso es ser emigrante, según el escritor Georges Perec: “Ver una espada donde hay una antorcha... y no equivocarse”. Luego se quedaban paralizados ante la línea de rascacielos de Manhattan, una silueta que muchos campesinos europeos no podían comprender y que algunos tomaban por una asombrosa cordillera de montañas rectilíneas. “Ir a América era como emigrar a la Luna”, dijo Golda Meir, niña emigrante en 1906, después primera ministra de Israel.
En la Luna pasaron algunas horas los 150 vascos del buque La Touraine. Esperaron y esperaron en el muelle, sin que los inspectores pudieran decidir si cumplían los requisitos legales para entrar a Estados Unidos, aunque observaron que todos llevaban al menos 30 dólares, el mínimo exigido para la admisión. El atasco impidió que desembarcaran los demás emigrantes que viajaban como ellos en segunda clase, y el ambiente empezó a caldearse. Por fin, los agentes de Ellis Island localizaron en Nueva York a “un español que hablaba vasco”, lo llevaron a la isla y allí ayudó a descifrar las explicaciones de aquellos emigrantes.
En el archivo de Ellis Island se puede buscar el rastro de los emigrantes que pasaron por allí, saber cómo se llamaban, qué edad tenían, de dónde llegaron, quién les pagó el viaje, adónde iban, incluso si tenían algún problema de salud, si eran polígamos o anarquistas. Entre ellos aparecen los 150 vascos monolingües que desembarcaron del barco La Touraine hace poco más de un siglo: Lorenzo Gandarias (Gernika), Geronimo Gerrikagoitia (Arteaga), Jean Bustengorry (Baigorri), Benito Maya (Senpere), José María Ballarena (Elizondo), Pedro Juan Ainziburu (Luzaide), Jean Bidondo (Aldude), Jose Martin Alzugarai (Lesaka), Caledonia Errandonea (Bera)... Ellis Island La isla de las lágrimas
La crónica de The New York Times no relata cómo acabó la cosa: el periodista dice que probablemente les permitieron desembarcar. Primero les llevarían a la gran sala central, donde serpenteaba una hilera de emigrantes de todo el mundo que habían apostado todos los ahorros y las ilusiones a la carta americana y allí, en un mostrador al que se dirigían paso a paso, se jugaban su destino. Disueltos en el agobiante rebaño de gentes extrañas y parloteos incomprensibles, temerosos unos de otros, separados a la fuerza de sus equipajes, preocupados por los niños que lloraban o se perdían en un bosque de piernas adultas, esperaban su turno devorados por la angustia.
Cada cinco o diez minutos, daban un paso adelante hacia los mostradores. Temían los exámenes de los ojos, porque un indicio de tracoma significaba la expulsión automática, temían las letras que los médicos trazaban con tiza en sus hombros para indicar cualquier tara (H: corazón; C: tuberculosis; K: hernia; X: debilidad mental...), temían los test de inteligencia y lógica, y temían el interrogatorio con traductor de 29 preguntas en cuatro minutos.
Un médico examina a un inmigrante recién llegado.
El centro de Ellis Island es ahora un museo estremecedor. En su galería de retratos posan los emigrantes de hace un siglo, ataviados con la mayor solemnidad para pasar el examen: rusos vestidos de cosacos, argelinos con túnica y turbante, matrimonios húngaros con una prole de niños idénticamente trajeados... Los más afortunados permanecían cuatro o cinco horas en la isla. Otros quedaban retenidos varios días a la espera de exámenes más minuciosos. Los pabellones de la isla se llenaban de ancianos rechazados que esperaban el barco de regreso, de familias que debían optar entre separarse para siempre o renunciar todos, de novias que solo podían entrar en el país si venía a recogerlas el prometido que había emigrado a América meses o años atrás.
Y pasaban los días sin ninguna noticia —¿por qué no venía?, ¿le había pasado algo malo?, ¿no había recibido la carta con el aviso?, ¿acaso ya no quería venir a buscarla?— hasta que las obligaban a tomar un barco de vuelta a casa. A veces, los nervios de los retenidos estallaban en tormentas de llantos. “Lloré sin parar”, recuerda la rusa Fannie Klingerman, entonces una niña.
“Mis hermanos y mis hermanas lloraban, yo empecé a llorar. No sabía por qué, pero lloraba. Había tanta tristeza allí que no podías hacer otra cosa. Todo el mundo lloraba”. A la isla la llamaron tränen insel, wispa lez, island of tears, isola delle lagrime: la isla de las lágrimas. El 2% de vuelta El drama del rechazo
Sin embargo, la inmensa mayoría pasó el filtro de Ellis Island: solo fue rechazado el 2% de los emigrantes. Los demás pisaron tierra firme y empezaron una vida nueva, algunos con el nombre recién mutado: en el documento de identidad, Goldensternweiss pasaba a apellidarse Gold; Perinowsky se convertía en Perry; y aquel judío alemán que olvidó el nombre que debía dar y respondió “schon vergessen” (“no recuerdo”) fue rebautizado como John Ferguson.
A muchos les habían dicho que las calles de Estados Unidos estaban pavimentadas con oro, pero pronto descubrieron: 1) que no estaban pavimentadas con oro; 2) que ni siquiera estaban pavimentadas; y 3) que debían pavimentarlas ellos mismos, trabajando doce horas diarias por un sueldo miserable. El Muro de Honor de Ellis Island, que recoge cientos de miles de nombres, rinde tributo a estos trabajadores emigrantes que impulsaron las fábricas, campos y ciudades del país.
De los rechazados nada se sabe. Ese minúsculo 2% supone 250.000 personas que perdieron su última esperanza y fueron enviadas de vuelta a través del océano al infierno natal del que anhelaban huir, en el viaje más cruel que se pueda imaginar. No conocemos sus historias. Su estela se disolvió en el océano. Queda un dato terrible: en treinta y pocos años, 3.000 emigrantes rechazados se suicidaron en Ellis.
Entre nosotros y la abuela italiana que mira asustada desde una foto de 1910, congelada en blanco y negro, se abre un abismo que ya no podemos salvar con ningún puente.
Pero la visita al museo de Ellis, que exige una digestión larga, y la posibilidad de asomarnos aunque sea levemente a las desventuras de nuestros propios abuelos sirven para comprender la increíble chiripa de haber nacido, por ejemplo, en Donostia en 1976. Hoy, con tantos abismos aún abiertos, esa idea puede ser una primera piedra.