567 Zenbakia 2011-02-18 / 2011-02-25
El que se acerque a Félix Ibarrondo puede quedar sorprendido en un primer momento por el contraste entre el talante del compositor y el carácter de su música. El temperamento apacible y reservado del hombre parece chocar con la asperidad, contundencia e incluso violencia que emanan de su universo sonoro. La contradicción es más aparente que real, puesto que para Ibarrondo la música es el epicentro de un misterio en el que cada extremo reclama con insistencia la complementariedad de su opuesto. Sus piezas hurgan en un poso inmemorial donde conviven —inseparables— luz y oscuridad, primitivismo y refinamiento, espíritu y cuerpo. El contraste y la tensión son desde luego sus modos más habituales de expresión, pero el motor que los mueve no es un sentimiento trágico, sino un afán abarcador, un fervor apasionado que intenta aferrar la vida en todas sus facetas y manifestaciones, por distantes que sean.
Félix Ibarrondo.
También la trayectoria existencial y artística del músico se enmarca en un esfuerzo similar para tender puentes entre horizontes distintos y hasta cierto punto conflictivos. Ibarrondo nace en 1943 en Oñate, y esa ascendencia vasca es un elemento reconocible en su obra, empezando por los títulos de muchas de sus composiciones. Aun así, difícilmente se encontrarán en su producción materiales folclóricos de su tierra natal, pues lo vasco actúa en él más como una impronta ancestral, una dimensión inmemorial y mítica como lo es Grecia en Xenakis o Andalucía en Lorca. Al mismo tiempo, ese sentimiento adquiere un aliento universal en la medida en que es objeto de análisis y objetivación por parte del propio artista. Porque Ibarrondo tampoco deja de contemplarse a sí mismo desde la distancia. Desde la distancia de quien, por ejemplo, ha fijado desde 1969 su residencia en París.
A comienzos de los setenta, el contacto con un entorno cultural abierto y moderno actúa como un verdadero catalizador de estímulos sobre su personalidad. En la capital francesa, estudia con Max Deutsch, un antiguo alumno de Schoenberg, y estrecha amistad con Henri Dutilleux, de quien recibe la fundamental lección de la fidelidad a sí mismo por encima de los dictámenes de modas y corrientes. En efecto, Ibarrondo asimila lo nuevo pero se mantiene ajeno al rigorismo y al extremismo estético de las vanguardias de entonces. Su búsqueda de lo que de arquetípico y eterno hay en la comunicación musical le lleva a elaborar un lenguaje ecléctico aunque no por ello menos personal, exento de esquematismos y cohibiciones.
Otros dos compositores tendrían una influencia incluso más decisiva sobre él, desde el punto de vista tanto humano como musical. Maurice Ohana, con quien comparte Ibarrondo la fascinación por los “sonidos negros” del cante jondo, así como el gusto por el vigor dionisíaco del ritmo y la definición de una tímbrica mediterránea entre áspera y sensual. Y Francisco Guerrero, una de las más poderosas personalidades de la música contemporánea española, al que le une la sensibilidad por un concepto casi energético del sonido y una vehemente expresividad.
“El piano, que considero como instrumento casi congénito, juega un papel importante, por no decir esencial, en mi música”, así escribía Ibarrondo a propósito de un instrumento que recorre con periódica puntualidad su catálogo: la primera pieza, Oviri, se remonta a 1976; la última, Alado grito, es de 2009. Semejante fidelidad se explica fácilmente a la luz de las posibilidades que el piano aporta a una música que se alimenta de contrastes exacerbados, saltos abruptos y vehementes puntuaciones rítmicas. “Enérgico y tumultuoso”, “frenético”, “brusco y martilleado”, “matices exagerados”, son indicaciones recurrentes en sus partituras. Y no solo eso. La capacidad para plasmar sobre el mismo teclado planos sonoros claramente diferenciados, la densidad de unas armonías cargadas de grumos disonantes y los efectos de resonancia creados por medio del pedal, constituyen las directrices esenciales de una escritura en donde los ecos debussystas conviven junto a reminiscencias del cante jondo.
Foto: CC-BY. Mourner
El piano de Ibarrondo se mueve por terrenos escarpados; le encantan las altas pendientes y los barrancos profundos. Su vida más auténtica se desarrolla en los registros extremos del instrumento: en la región aguda, donde los sonidos adquieren un perfil duro y cristalino, y en la zona grave, donde las notas se impregnan de resonancias hoscas y oscuras. El comienzo de Alado grito es emblemático al respecto. El arranque se encarama en el registro agudo del instrumento, sacudiéndolo con una intensidad cortante, rayana en la estridencia (las dinámicas oscilan entre forte y fortissimo; abundan las superposiciones de segundas). A los pocos compases, y sin mediación alguna, se abre en el lado opuesto del teclado una especie de abismo, que produce en el oyente una vertiginosa sensación de precipicio.
Es un aliento casi orquestal el que desprende el piano de Ibarrondo. Pero, igual que en el resto de su música, el compositor se encarga de dibujar una suerte de orografía accidentada, inscrita en los ásperos y ariscos relieves de una materia sonora compacta como la roca. Aquí, en los atormentados perfiles de unas líneas melódicas que pivotan de manera insistida y obsesiva sobre la misma nota, se fragua la vena lírica de esta música. Porque el piano de Ibarrondo también es capaz de cantar, aunque se trata de un lirismo despojado de toda languidez, que suele emerger en un segundo momento, una vez agotada la energía inicial.
La música de Ibarrondo muestra desde el principio una sensibilidad sonora perfectamente definida y reconocible, lo que no impide apreciar en su corpus pianístico una evolución hacia la depuración del lenguaje y un acrecentado control formal. Las piezas de los años setenta, Oviri y Silencios ondulados, se caracterizan por una articulación más libre del discurso musical, que a veces parece seguir las pautas de una improvisación. Momentos de aleatoriedad controlada emergen sobre todo en una obra de formación como es Oviri, en cuya andadura discontinua el compositor ha reconocido a posteriori rasgos “schoenberguianos”.
Foto: CC-BY. me5otron
Ibarrondo siente sin duda más próximo a su sensibilidad sonora el talante atmosférico de Silencios ondulados, donde el juego de las resonancias es el telón de fondo sobre el que emergen, vehementes y puntuales, ráfagas sonoras en forma de arpegios, acordes rasgueados, trémolos o líneas cortantes. Quince años después, Iris supone la conquista de un estilo ya plenamente personal. El carácter compacto y nervioso de la escritura, enmarcado ahora en una arquitectura más amplia y cerrada, adquiere en las abundantes cascadas de glissandi, trinos y ornamentaciones una cualidad casi cantarina, como silbidos y gorjeos de pájaros luminosos pero petrificados. Si Iris no desdeña la comparación con Messiaen, Barca loca puede verse como una variante personal de la Barcarola de Chopin, pieza predilecta por Ohana y el propio Ibarrondo. Como sugiere el juego de palabras del título, las apacibles ondulaciones del ritmo de barcarola dan paso aquí a las sacudidas de un violento oleaje que parece romper contra empinados arrecifes.
...del allá de lejanías... despliega la misma amplitud de recursos que la obra anterior, aunque en un contexto expresivo de mayor delicadeza y flexibilidad. Se trata —junto al siguiente Prélude— de la pieza pianística más “afrancesada” de Ibarrondo. Prélude es, tal vez, lo más impresionista que el compositor vasco ha escrito para el teclado. Lo es desde luego en el uso que hace del pedal para difuminar el nervio de la escritura, así como en los efectos de eco que evocan presencias lejanas. Por otra parte, la frase diatónica descendente que aparece en la sección central (calme) suena casi como una cita debussysta.
Alado grito, la pieza más reciente, es también la más extensa y la única que se articula en forma de tríptico. En su amplia paleta expresiva ofrece una especie de summa de todos los recursos desplegados en las piezas anteriores y un resumen de los valores que para Ibarrondo encarna el piano. Al mismo tiempo, “alado grito” es una lograda metáfora de la música del autor, de su contundencia a veces desgarbada y sin complacencias pero a la vez humana y pasional, donde resuenan en comunión ecos de la tierra y del cielo. El compositor, Félix Ibarrondo
Félix Ibarrondo (Oñati, Guipuzkoa, 1943), es uno de los compositores de su generación más importantes de la actualidad. En el CD “Félix Ibarrondo, L’ouvre pour piano” se recoge por primera vez su obra completa para piano, interpretada por el prestigioso pianista Alfonso Gómez.
Félix Ibarrondo, L’ouvre pour piano.
El musicólogo y crítico Harry Halbreich escribe a propósito de Félix Ibarrondo:
«IBARRONDO es el ejemplo mismo del compositor independiente, extraño a toda capilla, pero que ha sabido imponerse poco a poco por su poder comunicativo con el público y los intérpretes. Apasionadamente vasco, encarna profundamente las cualidades de su pueblo: ardor concentrado, vehemencia en la expresión, pudiendo llegar hasta la violencia, prioridad de la experiencia vivida sobre la abstracción y los sistemas, generosidad y apertura en la perspectiva de un humanismo sin concesiones ni complacencia. Músico comprometido en todos los sentidos del término, IBARRONDO es un hombre de terreno y no de laboratorio; de donde la larga parte concedida en su producción, a la música vocal, coral en particular, y a su trabajo, muy importante, con formaciones de «amateurs».
El rigor y la solidez de la escritura son puestos por Ibarrondo al servicio de un mensaje expresivo cuya generosidad ardiente no retrocede, si necesario, ante los acentos más rudos». El intérprete, Alfonso Gómez
Nacido en Vitoria-Gasteiz en 1978, Alfonso Gómez es uno de los pianistas de su generación de más marcada trayectoria internacional. Su alta capacidad de expresión, su refinada técnica así como la amplitud de su repertorio, que abarca desde la música barroca hasta las más recientes composiciones con vídeo y electrónica, le han hecho un intérprete de referencia en el panorama artístico internacional.
Tras estudiar en Vitoria-Gasteiz, Rotterdam (Holanda) y Friburgo (Alemania), ofrece numerosos recitales en España, Francia, Bélgica, Holanda, Austria, Alemania, Italia, Ucrania, Estados Unidos, México, Taiwán y Corea del Sur. Como solista ha dado conciertos con las orquestas Filarmónica de Frankfurt (Oder), Euro-Asian Philharmonic, Orquesta Sinfónica Europea, Rotterdam Young Philharmonic, Orkest van Utrecht, Orquesta de Cámara Aita Donostia, Musikhochschule Orchester Freiburg y Gyeonggi Philharmonic junto a directores tales como Roy Goodman, Jurjen Hempel, Nanse Gum, Juan José Mena, Jonathan Kaell o Scott Sandmeier.
Una parte importante de su trabajo la dedica a la interpretación y difusión de compositores vascos actuales, grabando y tocando en diversas salas europeas, asiáticas y norteamericanas obras de Carmelo Bernaola, Luis de Pablo, Félix Ibarrondo, Ramón Lazkano, Antonio Lauzurika, Gabriel Erkoreka, Zuriñe F. Gerenabarrena, Alfonso García de la Torre, Guillermo Lauzurika, y Sofía Martínez, entre otros. Su último trabajo discográfico lo ha dedicado a la obra integral para piano de Félix Ibarrondo, cuyo intenso trabajo en común ha durado 2 años.
Ha sido galardonado en 11 ocasiones en concursos nacionales e internacionales, donde cabe destacar el primer premio de los concursos “J. Françaix” (París), “Ciudad de Guernika”, “Alter Musici” (Cartagena) y “Gerardo Diego” (Soria). En Rotterdam se le otorgó el premio “Erasmus Kamermuziekprijs 1999”.
Ha grabado hasta la fecha 6 CDs para los sellos EROL, Ad Libitum y Sinkro Records, y su próximo proyecto discográfico estará dedicado a los 24 Preludios de C. Debussy, que será publicado del mismo modo por Sinkro Records.
Desde 2001 reside en Freiburg (Alemania).