535 Zenbakia 2010-06-04 / 2010-06-11
La Historia de la España —y, de rechazo, la del País Vasco— de la segunda mitad del siglo XVII lleva unas cuantas décadas convertida en una especie de reducción al absurdo.
Uno de los síntomas más evidentes de ese poco inteligente estado de cosas, es la negación —por supuesto sin ninguna investigación rigurosa que lo avale— de la existencia de fuerzas navales de consideración en la monarquía de los Austrias desde, más o menos, el año 1598.
Así, parece haberse convertido en una especie de rito iniciático, previo al ingreso homologado en determinados medios académicos, el negar que los llamados “Austrias menores” —a saber, Felipe III, Felipe IV y Carlos II— tuvieran flotas comerciales y, más aún, de combate.
A esto como historiadores —o lo que es lo mismo, como científicos— sólo podemos añadir, como Galileo, Eppur si muove...
Sí, la Marina de los mal llamados Austrias menores, existió. Tan cierto como que la Tierra no era en 1600, ni antes ni después de esa fecha, el centro del Sistema Solar y giraba sobre sí misma —Eppur si muove— y en torno al Sol.
Las pruebas no están muy lejos de nosotros. Al menos algunas de ellas. El puerto de Pasaia y sus astilleros dejan constancia de que, por ejemplo, en 1660, esas aguas estaban surcadas por naves de guerra al servicio de Felipe IV, el rey Planeta. Y se trataba, además, de unidades navales de mucha consideración.
Efectivamente, basta con ir al Archivo Municipal de Irun y allí abrir las páginas de cierto libro publicado en el año 1667 con el fin, en principio, de convertirse en una más de las muchas armas que la Regencia que gobierna en esos momentos esa vasta monarquía imperial, que abarca dos hemisferios, intenta utilizar contra Luis XIV durante la primera de las muchas guerras que el rey Sol desatará contra ella.
Su título es adecuadamente barroco. Es decir, muy largo: “Viage (sic) del Rey N. S. D. Phelipe IV a la frontera de Francia. Desposorio de la Serenissima Sra. Infante (sic) de España y solemne iuramento de la Paz”. Su autor fue Leonardo del Castillo, uno de los muchos cortesanos que acompañaron al rey Planeta en ese esplendoroso viaje desde Madrid hasta la frontera del Bidasoa.
Archivo Municipal de Irun. Grabado de la “Relación” del viaje de Felipe IV a la Isla de los Faisanes publicada en el año 1667. Detalle de navíos en las proximidades de Hondarribia y Hendaya.
Era un hombre verdaderamente minucioso. Y muy observador. No falta en esa descripción de aquel viaje, ni un sólo detalle de las numerosas fiestas que se organizaron en cada una de las poblaciones en las que se detuvo el impresionante cortejo real que acompañaba al rey y a su hija hasta la Isla de los Faisanes. Nos enteramos así, en contra de lo que nos cuentan ciertas novelas históricas muy mal informadas, de un buen número de banquetes, recepciones nocturnas con fuegos artificiales, carrozas, desfiles de máscaras y mojigangas y despliegues de nutridas —y belicosas— milicias urbanas para hacer salvas y guardia de honor al rey y a su hija. Éstas últimas especialmente abundantes desde que entran en territorio guipuzcoano procedentes de Vitoria por el camino de Leintz Gatzaga y Mondragón.
Del Castillo cuenta una media de 1.200 hombres armados y vestidos correctamente para la ocasión en cada una de las villas en las que el rey y la infanta se alojan o pasan: Mondragón, Beasain, Urretxu, Tolosa, San Sebastián...
También verá a parte de esas milicias en Pasajes, en lo que en esa fecha —el año 1660— es un puerto de San Sebastián disputado a esta villa, entre otras poblaciones guipuzcoanas, por Hondarribia: muy aguerridas, por cierto. Tanto que empiezan a acometerse entre ellas por las habituales rencillas de jurisdicción entre esos dos municipios hasta que sus integrantes son separados y calmados por don Juan del Águila y otros caballeros de respeto que andan en el puerto en esos momentos en los que el rey y su hija van a pasar revista a sus, supuestamente, inexistentes naves de guerra.
Esa notable ferocidad militar que, sin duda, debió complacer al rey Planeta —al fin y al cabo eso demostraba lo bien guardada que estaba esa frontera tan estratégica—, se puso en escena de un modo aún más apabullante —aunque más disciplinado— por parte de las fuerzas navales concentradas en esa bahía para rendir honores al rey Planeta cuando la visita pocos días antes de que se inicien las ceremonias nupciales. En Hondarribia primero, a partir del 2 de junio de 1660, y en San Juan de Luz después, el 9 de ese mismo mes y año.
Veamos qué nos dice, más o menos, el libro de Leonardo del Castillo al respecto. La visita se hará el viernes 14 de mayo. El día anterior el rey y su hija ya habían tenido ocasión en San Sebastián de comprobar el perfecto entrenamiento de los marineros y grumetes que servían en sus naves, asistiendo a una representación en la bahía de la futura capital guipuzcoana de un simulacro de accidente durante el uso de artes de pesca. Maniobra que Leonardo del Castillo aplaudirá y describirá con detalle, como tiene por costumbre en las páginas de su libro.
Ahora bien, llevados por la pesada inercia que proyecta su sombra sobre la Marina del rey Planeta y sus sucesores, podríamos preguntarnos, quizás con una sonrisa sardónica, que en qué barcos servían esos marineros tan hábiles. La respuesta no tarda en aparecer en esa misma obra de Leonardo del Castillo, cuando describe lo que el rey Planeta y su hija pueden ver al llegar a la zona más profunda de la Bahía de los Pasajes.
Allí encuentran seis o siete fragatas de Ostende, un galeón de alto bordo de la Carrera de Indias, el Roncesvalles, y un auténtico Leviatán. Un barco de guerra recién armado capaz de montar más de cien piezas de Artillería en sus tres cubiertas.
Felipe IV y su hija tendrán ocasión de contemplar la eficacia de esa escuadra desde la gabarra que los transporta desde el punto de la Herrera.
Así, Leonardo del Castillo señala que desde todas esas unidades navales se les hará una salva de más de doscientos cañonazos acompañados de otra descarga de dos mil mosquetazos por parte de las ya pacificadas milicias formadas a orillas del canal.
El Roncesvalles y las fragatas de Ostende estaban prevenidas a la perfección con toda su Artillería. El monstruoso barco que aún no estaba terminado y que sólo en 1667 entrará en servicio efectivo como Capitana Real de una de las Armadas de Carlos II, montaba en ese momento sólo cuarenta cañones.
Eso, sin embargo, no impidió, como señala un entusiasmado Leonardo del Castillo, que, en compañía de las fragatas y el Roncesvalles, levantase en toda la bahía un verdadero volcán de fuego y humo con sus salvas de Artillería...
En contra de los habituales tópicos basados no en trabajos de documentación, sino en burdos lugares comunes repetidos una y otra vez, las páginas del libro de Leonardo del Castillo nos ofrecen, en efecto, claras pruebas de la existencia de barcos de guerra perfectamente dispuestos para entrar en combate contra los numerosos enemigos del rey Planeta en cualquiera de los mares donde la hegemonía mundial aún se disputaba —y se seguiría disputando durante lo que quedaba de ese siglo y el siguiente— entre esa y otras potencias europeas.
Archivo Municipal de Irun. Grabado de la “Relación” del viaje de Felipe IV a la Isla de los Faisanes publicada en el año 1667. Detalle de la falúa utilizada por el rey y la infanta para remontar el Bidasoa desde Hondarribia.
Un hecho bastante difícil de ignorar, como lo demostraba esa potencia de fuego ensordecedora y cegadoramente real de la que fueron testigos privilegiados algunos guipuzcoanos que vivieron ahora hace tres siglos y medio.
Es más, tras esos fogonazos y esas nubes de humo blanco se oculta una Historia aún por escribir. La de gentes que, en principio, no deberían existir de acuerdo a la irracional lógica que ha impuesto el criterio de negar realidades como la que acabamos de describir. Ese sería el caso de Pedro de Aramburu, hermano del hombre que a finales del siglo XVII recopilará los Fueros guipuzcoanos.
Una serie de notas manuscritas, conservadas en el expediente 26 de la Caja 126 del Archivo del Untzi Museoa de San Sebastián, al parecer extractadas de la colección Vargas Ponce, nos habla de un hombre nombrado almirante en el año 1680 por méritos adquiridos en el servicio de Carlos II.
Entre otros se contaban el de haberse enrolado como arcabucero en diferentes galeones de la Carrera de Indias por un largo período de servicio que fue del 13 de septiembre de 1664 al 20 de noviembre de 1670.
En América llegó al rango de cabo de mar en un navío de los nuevos aliados militares del heredero del rey Planeta —es decir, los holandeses— llamado, precisamente, El gobierno de Holanda. El 20 de noviembre de 1676 se distinguirá bajo las órdenes del almirante Antonio Vicentel, persiguiendo una flota francesa de hasta 34 velas a la que hostigó a cañonazos hasta perderla de vista a las 10 de la noche de ese día. Actuando, según los documentos emitidos al respecto, “con toda inteligencia y valor”.
Esas prendas serán puestas en duda diez años después, en 1686, cuando se le culpe de no haber sabido proteger del ataque de cinco navíos franceses un convoy de barcos españoles y holandeses bajo su mando con rumbo a Cádiz.
Su rehabilitación final llegaría, sin embargo, en el año 1691. No se podía hacer menos con un hombre que, como declara uno de los artilleros bajo su mando en esa expedición, el zarautztarra Antonio de Otaño, había sostenido, en realidad, un feroz combate. Cruzando cargas cerradas hasta el anochecer del primer día en el que abren fuego contra él, y negándose a rendirse tras el duro combate del día siguiente, que sostendrá hasta las cinco de la tarde, perdiendo centenares de hombres por el incendio del rancho de la santabárbara del San Carlos y por la explosión de la cámara del San Juan. Sólo abandonará cuando la situación, ya extremadamente desesperada, se agrave al negarle ayuda los oficiales holandeses de otro convoy que pasará cerca del punto en el que se había sostenido ese formidable combate de dos días.
El mismo en el que varios de los numerosos barcos de guerra que el rey Planeta lega a su hijo Carlos demostrarán que existían y que salvas como las que vio la bahía del puerto de los Pasajes ahora hace tres siglos y medio, eran algo más que un simple adorno para la boda de una princesa...