417 Zenbakia 2007-11-23 / 2007-11-30
El debate sobre la universalidad de las prestaciones sociales es recurrente en los últimos años y suele darse cuando se plantea o se implementa una nueva medida. El mecanismo del “copago”, planteado dentro de la Ley de Dependencia o la reciente propuesta de conceder 2.500 euros a cada familia que tenga un bebé son claros exponentes de estas controversias. Las opiniones en torno a este tema son muy variadas y plurales e incluso desde postulados ideológicos similares suelen darse opiniones contrapuestas, que podrían ser resumidas en dos claras opciones: la necesidad de que la medida sea universal por un lado, y, en el lado opuesto, la tesis de que los recursos deberían ser utilizados tan sólo para las personas con más necesidades.
Esta última opinión, que opta por la focalización de las políticas sociales en los colectivos peor situados, puede atender a buenas intenciones y objetivos, pero para profundizar en la deseabilidad o en la justicia de una medida social hay que tener en cuenta otros factores, ya que de otro modo pueden incluso producirse efectos contraproducentes y perniciosos precisamente para el colectivo al que se quiere beneficiar. Pongamos para aclarar esta idea un supuesto ejemplo. Si en vez de los 2.500 euros y de las desgravaciones por hijo o hija que se establecen en la declaración fiscal se optase por una especie de “Renta Básica Universal” para la infancia, es decir por una transferencia económica directa y universal para todas las familias con hijos o hijas. ¿Qué pasaría? ¿Qué opción elegir? Los defensores de la condicionalidad y de la prima de las personas con menos recursos optarían por la desgravación fiscal tan sólo para aquellas personas que se situasen por debajo de un mínimo establecido. De este modo se beneficiarían aquellas personas con bajos recursos que hacen la declaración. ¿Pero qué pasaría con aquellas otras que no la realizan? Pues sencillamente que no disfrutarían de dicha medida social. ¿Y quiénes son precisamente las que no lo realizan? Pues aquellas personas que no llegan al mínimo obligatorio para realizarla, es decir aquellas personas con menos recursos. He aquí un efecto totalmente contrario al deseado, intentando primar a los más necesitados se les deja sin ayuda. En cambio, si se optase por una ayuda directa y universal se garantizaría que todas las familias con hijos o hijas recibiesen la ayuda.
He aquí un ejemplo de cómo una prestación universal cubriría mejor los intereses de las personas con menos recursos y de cómo una desgravación -incluso condicionada en base a los ingresos económicos- podría hacer que sólo se beneficiasen de la misma las clases medias. Es lo que se ha venido a conocer como “Efecto Mateo”, que en palabras propias podría traducirse como algo así como al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará lo poco que tiene.
Por ello, más allá de percepciones preliminares o postulados más o menos optimistas parece interesante profundizar y matizar algunas de las cuestiones que surgen en torno a la discusión entre universalidad o no de las prestaciones sociales. Este debate atiende bajo nuestra opinión a dos cuestiones bien diferenciadas y a la vez estrechamente ligadas. Un debate más normativo y relacionado con la justicia y otro en el que entrarían de lleno aspectos relacionados con la viabilidad y el pragmatismo de una propuesta cualquiera y más en general de las políticas sociales.
Dentro de ese primer debate un elemento constante es el de responder a la pregunta de si es justo que los ricos también perciban las prestaciones igual que los pobres. Al respecto, puede apuntarse que la universalidad de una medida social nos dice más bien poco acerca de su justicia o deseabilidad y que la clave para ella es la fiscalidad -y más concretamente la progresividad- que se de. Es decir, si una medida es de carácter universal, pero luego el que más tiene más paga, no parece nada descabellada la propuesta y atiende netamente al imperativo de la redistribución de recursos dentro de una sociedad. Además, y siguiendo con el aspecto más normativo, desde una lógica basada en el concepto de ciudadanía (Marshall), de igual modo que se propugna que deben ser garantizados los derechos de ciudadanía de las personas en peor situación, no parece aceptable excluir de los mismos a las personas con más recursos. Por lo tanto, la ciudadanía no puede verse cercenada ni por abajo ni por arriba. Otro tema es que las personas con más recursos se autoexcluyan de las prestaciones públicas y opten por la provisión de éstas en el ámbito privado, por ejemplo en el caso de la sanidad o la educación, pero no es éste el tema de este artículo.
En un segundo apartado, como ya hemos apuntado anteriormente, tendríamos aspectos relacionados con la práctica y con la viabilidad tanto social como económica de una propuesta. En este sentido, no puede olvidarse que en las sociedades más desarrolladas predominan en mayor o menor medida las clases medias. Y para que una reforma en el campo de lo social pueda tener éxito no es lo mismo que éstas reciban dichas prestaciones o no, no es lo mismo que las perciban como propias o como ajenas, que las disfruten o que las vean como algo que deben financiar ellos para otras personas y sin beneficiarse de ellas. Por ello, la universalidad blinda a las prestaciones de forma mucho más apropiada que las que la condicionalidad. No hay más que ver la legitimación social de algunas como la sanidad o la educación y la frecuente crítica que reciben otras como por ejemplo las rentas mínimas o las dirigidas a ciertos colectivos. De hecho, la condicionalidad ejerce una importante presión mediática contra algunas prestaciones sociales que hacen que su viabilidad social sea puesta en duda de forma insistente, los comentarios entorno al fraude en los subsidios de desempleo o en las prestaciones asistenciales están a la orden del día dentro de la opinión pública y al final, con razón o sin ella, acaban por influir en el desarrollo de estas medidas. De igual modo, el utilizar los recursos disponibles tan sólo para los colectivos más desfavorecidos, y unido al aspecto anteriormente citado, puede llevar a un deterioro y a un debilitamiento de estas medidas, tanto en el campo de la cobertura económica como en el de la calidad. Ejemplos como el estadounidense en materia de salud y educación apuntan en esa dirección. Y al contrario, es precisamente en los lugares donde las prestaciones sociales son universales donde su cobertura y su grado de eficacia son mayores, tanto para pobres como para ricos. Es decir, para el conjunto de la ciudadanía. Muestras de esta última tesis podrían ser algunos de los modelos de bienestar nórdicos. En definitiva, creemos que hay razones y argumentos para la defensa de las prestaciones sociales de carácter universal y para la profundización en políticas sociales que sigan esta senda, ya que de este modo se ve reforzada la ciudadanía en su conjunto y las diferentes prestaciones sociales que se establecen dentro de las políticas públicas, siempre y cuando se establezcan mecanismos redistributivos adecuados, eficientes y realmente progresivos.