410 Zenbakia 2007-10-05 / 2007-10-12

KOSMOpolita

Vascos que merecen todo mi respeto

LARRAZABAL SAITUA, Olga



Siempre me ha gustado llevar la contra. Sospecho que es genético. Y cuando yo, con mi disidencia manifiesta a cualquiera institución y mi sospecha contra cualquier verdad establecida, con mi galería de héroes y de creencias más bien vacía, empiezo a ver los pocos personajes y las pocas creencias que me quedan en pié y encuentro tres curas, me dan ganas de reir. Pero me encantan los disidentes que luchan por ideales y en este caso se trata de curas vascos en su origen y ciudadanos de América.

Partamos con San Alberto Hurtado Cruchaga S.J, convertido en santo por la Iglesia Católica el año 2005, después de pujar mucho en Roma, que prefirió canonizar a una niña etérea de 18 años, antes que este esforzado cura que para los chilenos es algo tan querido como la cordillera o las empanadas de los domingos.

Alberto Hurtado Cruchaga y Larraín es hijo de esa poderosa casta de origen vasco navarro que gobernó Chile 400 años y olímpicamente dejó de lado todas sus posibilidades materiales para dedicarse a su ideal. Bien dotado intelectualmente, unía a su profesión de abogado, los doctorados en Pedagogía y Filosofía obtenidos en Europa. Cuando llega de vuelta a Chile en los años veintitantos del siglo, se percata que a pesar de haber transcurrido cien años de independencia y de vida republicana, las relaciones obrero patronales eran feudales, los obreros vivían en ranchos y conventillos, la miseria hacía que los niños abandonados pulularan a vista y paciencia de todos los católicos y nadie tomaba riendas en el asunto, y los católicos no estaban ni enterados de las Encíclicas Sociales de la Iglesia Católica. Es decir, vivían en Jauja cuando el mundo estaba a punto de estallar en sus narices por las diferencias económicas y las guerras ideológicas.

Hurtado comienza su tarea organizando sindicatos, lo que le valió la incomprensión de la burguesía católica y de la Iglesia. El creía que una sólida organización obrera podía hacerle el peso a los empresarios y no tenía por qué ser un campo exclusivo de los marxistas. En medio de ataques y llamados al orden de su obispo, se da cuenta de que la caridad no basta para resolver el problema de los niños. Hay que canalizarla y transformarla en instituciones. Sale a la calle con una camioneta verde que se hizo famosa, a rescatar niños que viven en bandas debajo de los puentes, totalmente salvajes con leyes propias y los va convenciendo poco a poco de vivir bajo un techo. Funda así el Hogar de Cristo, institución que lleva 64 años de funcionamiento, abarcando todas las ramas posibles de la ayuda al necesitado. Hogar para los indigentes de todas las edades, talleres de aprendizaje para los niños, casas pre -fabricadas económicas para los pobladores, entierros para los ricos y pobres, rehabilitación de drogadictos etc Sus parientes y amigos le tenían terror ya que sus mujeres le regalaban sus joyas y ellos mismos sin saber como, se comprometían con jugosas donaciones. No era raro verlo a la salida de la Opera en plan de ataque para recolectar dinero.

En paralelo a sus actividades sindicales, a su Hogar de Cristo, funda la revista “Mensaje” destinada a subir un poco el nivel intelectual de los católicos, a extender las encíclicas sociales, el pensamiento de filósofos cristianos y el debate de ideas, ya que en esos tiempos todos los que debatían nuevas ideas, pertenecían a movimientos políticos absolutamente anti-clericales. Los ricos católicos no se molestaban mucho en pensar en nada que transcendiera su propia realidad.

Muere a los 51 años, agotado, llorado por el pueblo de Chile en masa y su obra el Hogar de Cristo, sigue viento en popa con medio millón de socios que lo financian. (Ëramos 14 millones en el último censo, y esto da el 3.5% de la población). Es el santo patrono de los obreros y de los sindicatos y el héroe de muchos chilenos. Una de sus frases más famosas es “Amen a los pobres porque el pobre es Cristo” frase precursora de la Teología de la Liberación, si es que uno desea ver la línea de continuidad de esta teología remontándose a una generación anterior.

Manuel Larraín Errázuriz. Un pariente y compañero de colegio de Alberto Hurtado fue Manuel Larraín Errázuriz, pequeño, delgado, nariz aquilina, ojos azules y sonrientes. Un vasco de postal. Este descendiente de navarros del siglo 18, emparentado por lo menos con cuatro Presidentes de la República e innumerables próceres de Chile, llegó a ser Obispo de Talca, una ciudad chilena enclavada en plena zona agraria. A esa ciudad llegó mi familia en su exilio de la Guerra Civil y Don Manuel, como lo llamaba todo el mundo en su diócesis, nos recibió con los brazos abiertos, disipando así la desconfianza que provocaba en el ambiente este clan vasco de tendencias “rojizas” que llegaba a perturbar la paz colonial.

Don Manuel fue un hombre brillante, visionario, que percibió las señales del cambio de los tiempos. Se dio cuenta del peso de la herencia feudal en Latinoamérica y del compromiso que tenía la Iglesia en ayudar a cambiar las estructuras. Se dio cuenta de que la Iglesia Latinoamericana tenía responsabilidades históricas y que si no cumplía esas responsabilidades se iba a quedar vacía. Creyó en las Encíclicas Sociales y se jugó entero por difundirlas y llevarlas a la práctica. Así funda la Comisión Episcopal para América Latina y el Caribe, CELAM, para que los obispos ejerzan su colegiatura y aúnen visiones, ya que tienen problemas comunes de gran envergadura que necesitan soluciones innovadoras, nuevas lecturas del mensaje cristiano hechas en el terreno mismo y nuevas tomas de posición de la Iglesia en este mundo. Por eso fue un entusiasta del Concilio Vaticano Segundo, cuando se empezó a conversar de una Iglesia para los pobres y de la validez de las lecturas del mensaje religioso hecha por los no europeos.

Como anécdota cuento que, cuando los obreros viñadores de Molina se fueron a la huelga en 1948, él los apoyó ganándose la animadversión de los latifundistas. Pero Don Manuel, pequeño y currutaco, como decía mi padre, era valiente y tozudo y siguió por su camino, ejerciendo su autoridad obispal, escandalizando al mundo agrícola al hacer su propia Reforma Agraria y entregar a los campesinos los latifundios de su diócesis, ya que consideraba que el latifundio, tal como existía, era anticristiano. “Sin Justicia no hay Paz ni Orden. Democracia y Libertad deben ir juntas” decía. Las malas lenguas le decían “el obispo rojo”. Nada más lejos de su naturaleza, según me consta.

Vivía cerca de mi casa, y siempre lo veía cuando iba al colegio, con su txapela, y si tenía tiempo se detenía a conversar. Era muy cotilla, y lo quería saber todo. Quienes eran nuestros novios, como estaba la sirvienta de la casa que la última vez estaba enferma, y la tía María, que estaba viuda y... todo. Pero esta curiosidad no era morbosa ni juzgadora, era porque quería saber de las venturas y desventuras reales de su pueblo. Con estos datos, el visitaba enfermos, llamaba a las parejas que estaban al borde del divorcio para ver si había posibilidad de reconciliación, llamaba a los empresarios para servir de mediador ante las huelgas, escribía cartas a los ausentes que estaban en apuro. A mí me escribió cuando yo tenía 15 años y estaba en USA en un intercambio estudiantil y cuando pasó por Pittsburgh, donde yo estaba, nos contactamos y visitamos, con gran asombro de mi familia americana que jamás había visto un obispo de cerca. Contaba con satisfacción cuando en su viaje hacia Roma para asistir al Concilio, había pasado por el valle del Baztan, había dicho misa en Aranaz y según él, había predicado en Euskara. A veces lo encontraba en casa de un hermano de mi padre con su secretario, cura también e hijo de un campesino, que tocaba la guitarra y Don Manuel nos acompañaba a cantar canciones chilenas (el era muy desafinado) y después nos contaba de sus viajes pastorales por la Diócesis, por pueblos perdidos a los cuales llegaba a caballo, consciente de tener una figura patética como jinete. Tenía un sentido del humor un poco irónico y cuando se reía lo hacía de si mismo, sobre todo contando sus apuros de tener que cantar misas en la Catedral.

Yo no aquilataba en ese tiempo lo importante que era en términos internacionales, ni su brillantez intelectual, ni la influencia de su pensamiento en el desarrollo de la Iglesia en América Latina, porque claro, con nosotros trataba de ser solamente Don Manuel, el pastor y amigo. Pero aún así se imponía su autoridad moral, su sencillez aristocrática y su amor por la Iglesia y el pueblo chileno.

La última vez que lo vi, yo estaba en la Escuela de Economía de la Universidad Católica y por supuesto me interrogó acerca de mi vida. Yo, con esa arrogancia impertinente de la juventud y en forma bastante escandalosa, le conté de nuestras transgresiones, nuestros delirios marxistas, y le dejé un diario que era una burla al rector de la universidad (bastante graciosa por lo demás) otro monseñor como él. Se limitó a pedirme que fuera prudente y a señalarme que aunque a veces coincidieran los objetivos entre marxismo y cristianismo, los medios no eran los mismos.

Todavía me sonrojo cuando me acuerdo lo impertinente y desatinada que fui, y las cosas horribles que pasaron después, cuando mi generación perdió la prudencia y la cordura. Menos mal que no las alcanzó a ver pues murió en 1966. En su entierro me encontré con el entonces Presidente de la República, Eduardo Frei padre, y todo el Estado Mayor del Gobierno y se decretaron tres días de duelo oficial. Habían campesinos, empleadas, grandes latifundistas, embajadores etc. y nosotros sus amigos de la vida corriente. Y ahora cuando nos juntamos las amigas de la juventud, siempre aparece su nombre asociado con alguna anécdota cariñosa y llena de humor. Difícil olvidarlo.

Jon Sobrino. En estos días en que se reunió por quinta vez la CELAM que fundó Don Manuel, y que el pliego de peticiones de algunos obispos latinoamericanos y de numerosos teólogos de la liberación se confronta con la visión piramidal y europeísta del Vaticano, no puedo dejar pasar la oportunidad para mencionar a otro vasco entrañable. El jesuita y teólogo Jon Sobrino, originario de Barrika, que se convirtió en americano y en voz de los que no tienen voz, de todas las masas desposeídas de este mundo post modernista carente de ideales y de brújula. A este sacerdote le ha tocado vivir en carne propia las tragedias que vieron venir Don Manuel Larraín y San Alberto Hurtado, y ha recibido por sus nuevas lecturas del mensaje evangélico, los mismos llamados al orden de parte de la jerarquía que tanto hicieron sufrir a este último. Y en él se reconoce la misma ansia de entregar una verdad que ayude a los desposeídos, la misma tenacidad en lograrlo y la misma vida irreprochable que la de los sacerdotes chilenos mencionados, por supuesto que cada uno en su estilo. Hurtado concreto y al grano, Larraín el político y estadista, y Sobrino el teólogo del pueblo sufriente.

Estos personajes me hablan de una honestidad a toda prueba, y de fidelidad a un ideal de humanidad que se está perdiendo. Y por eso, merecen todo mi respeto. Y son curas... Bueno, nadie es perfecto.