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José Manuel GONZÁLEZ ARAMENDI, Doctor en Medicina y Cirugía. Especialista en Medicina de la Actividad Física y del Deporte
Lourdes SARRÍA URIGÜEN, Doctora en Medicina y Cirugía. Profesora Titular de Microbiología Médica de la UPV-EHU
John Maynard Smith, un afamado genetista e investigador en biología evolutiva, definió el envejecimiento como “un deterioro progresivo y generalizado que se traduce en una probabilidad de muerte cada vez mayor”. Otros autores se refieren a la incapacidad para mantener la estructura, la integridad o el orden interno de un sistema. Algo más simple es referirse al envejecimiento como el deterioro en el tiempo de las funciones fisiológicas necesarias para la supervivencia y fertilidad.
El estudio del envejecimiento resulta ser bastante complejo. Para ayudar a simplificarlo es necesario diferenciar, de entrada, entre el hecho de tener más años (aging en inglés) y lo que se llama senescencia, esto es, los cambios que vaticinan una probabilidad de muerte mayor. Esto nos va a ser especialmente útil en la segunda parte de este artículo, en la que trataremos la actividad física y el envejecimiento e intentaremos demostrar que, asumiendo el inevitable paso de los años, es posible arrinconar la senescencia durante bastante tiempo.
Por lo general, y dejando de lado agresiones y accidentes externos e internos, la muerte es precedida por un deterioro gradual de la función de la mayoría de los órganos y sistemas corporales. Desde hace tiempo se plantea la duda de si este deterioro es algo natural, innato a nuestra propia existencia biológica, algo escrito en nuestros genes, o si por el contrario el organismo humano está diseñado para durar, pero diversas agresiones externas e internas lo abocan al deterioro y, en última instancia, a la muerte. Zhores A. Medvedev, en un artículo titulado “An attempt at a rational classification of theories of ageing”, hace referencia a más de 300 teorías, muchas de ellas enfrentadas entre sí, que tratan de desvelar el por qué del envejecimiento. Tan elevado número de hipótesis refleja bien a las claras que no se ha logrado dar con una teoría causal clara y concluyente que explique el fenómeno del envejecimiento. De forma resumida, estas teorías podrían ordenarse en dos grupos: las que afirman que el envejecimiento es un hecho programado, dependiente de “relojes biológicos” regulados por algunos genes; y las que sostienen que no hay nada programado y que el envejecimiento sobreviene por un proceso de acumulación de daños al azar. Pero veamos, al menos, algunas líneas argumentales interesantes.
Una primera interpretación de la teoría de la selección natural de Darwin podría apuntar a que los seres vivos no deberían envejecer, ya que incrementar el tiempo de supervivencia supondría, al menos en teoría, aumentar las oportunidades de tener descendencia. Pero el propio Charles Darwin argumentó que la longevidad se relaciona, además de con el nivel de organización de cada especie, con el gasto que cada una de ellas dedica por un lado a la reproducción y por otro al mantenimiento general. A finales del siglo XIX, el naturalista alemán August Weissmann introdujo con más firmeza la distinción entre el soma y la línea germinal. La línea germinal tiene que ser inmortal si se pretende que la especie sobreviva; pero no así el soma. En su “teoría de la muerte programada” Weissmann defiende que eliminar a los individuos más antiguos de una población supone proporcionar más recursos a los miembros más jóvenes; según ella, la evolución habría desarrollado, por selección natural, este rasgo genético por el bien de la especie, y a costa del propio individuo.
“Eliminar a los individuos más antiguos de una población supone proporcionar más recursos a los miembros más jóvenes”. August Weissmann.
Foto: CC BY - Tanki.
Parecida es la teoría del soma desechable de Thomas Kirkwood y Robin Holliday, que considera también la dicotomía entre el soma y la línea germinal como resultado de un dilema entre la supervivencia del individuo y la reproducción (supervivencia de la especie). Tres conceptos clave en esta teoría son: 1/ que el cuerpo debe sobrevivir al menos hasta la edad reproductiva para que el individuo sea de utilidad para la especie; 2/ que el envejecimiento es el resultado de la acumulación de daños en las células y tejidos por haberse visto superada su capacidad de reparación; y 3/ que la longevidad no está programada sino que puede ser modulada modificando la exposición al daño y las funciones de mantenimiento corporal.
En la actualidad se contempla el envejecimiento como un proceso multifactorial, en el que se ven implicados un conjunto de interacciones complejas de origen tanto intrínseco (genético) como extrínseco (ambiental). Lo cierto es que las células acumulan daños al azar a medida que envejecen (la persona acumula un mayor número de moléculas anormales de DNA a medida que se hace mayor), y que ese deterioro activa mecanismos genéticos que dificultan la división celular, evitando que las mutaciones genéticas se trasladen a nuevas generaciones. En palabras de Kirkwood, envejecemos y morimos porque nuestros genes tienen intereses que no coinciden exactamente con nuestros intereses personales.
La mayor parte de las células de nuestro organismo pueden dividirse, e incluso pueden ser cultivadas fuera del cuerpo. Estos cultivos “in vitro” han demostrado que las células más jóvenes, las células fetales, pueden experimentar entre 50 y 60 duplicaciones seguidas, mientras que las de las personas nonagenarias sólo pueden hacerlo entre 20 y 30 veces. La médula ósea, por ejemplo, produce glóbulos rojos sanguíneos continuamente, pero esta tasa de producción disminuye con la edad. Se cree que esta menor capacidad de proliferación celular en los tejidos viejos es debida a la activación de algunos genes específicos que reducen esa capacidad de división celular. Pero tenemos también células que perdieron la capacidad de proliferar prácticamente en el nacimiento, como es el caso de las células musculares y las células nerviosas; lo que se observa en estas últimas es que con la edad pierden la capacidad de formación de nuevas sinapsis, nuevas conexiones entre ellas.
Con la edad se produce una progresiva disminución del número de células funcionales de los tejidos, una pérdida de tejido magro en la mayoría de los órganos y un aumento del tejido graso, un acumulo de grasa especialmente llamativo en algunos órganos como el corazón, el hígado, el riñón o el músculo.
Algunos autores han postulado sobre un descenso de la actividad enzimática, pero hay pocas evidencias que soporten la idea de una progresiva depleción de los niveles enzimáticos intracelulares con la edad. Tampoco hay evidencias suficientes como para concluir que son los cambios endocrinos los causantes del envejecimiento, a pesar de que algunas manifestaciones, como la pérdida de elasticidad de la piel o la osteoporosis que acontecen tras la menopausia, puedan inducir a ello.
Con la edad se produce una progresiva disminución del número de células funcionales de los tejidos, una pérdida de tejido magro en la mayoría de los órganos y un aumento del tejido graso, un acumulo de grasa especialmente llamativo en algunos órganos como el corazón, el hígado, el riñón o el músculo.
Foto: CC BY - biophotos.
El envejecimiento se asocia con un deterioro en varios aspectos de la función inmune, y la persona mayor se vuelve propensa a algunos desórdenes autoinmunes como la artritis reumatoide; pero no resulta fácil de explicar porqué muchos fenómenos autoinmunes sean más comunes en mujeres que en hombres, o porqué los animales con el sistema inmune suprimido envejecen de manera similar a los no afectados. Es por ello que muchos autores aducen que el deterioro observado de la función inmune de los humanos es más un efecto del envejecimiento que causa de él.
Con el envejecimiento se produce una pérdida de colágeno en algunos tejidos y un aumento en otros; hay también cambios en las propiedades mecánicas del colágeno que hacen, por ejemplo, que los tendones se tornen más rígidos y rompibles. Las fibras de elastina, responsables de la elasticidad de los tejidos, pierden agua, se deshilachan y van desapareciendo con la edad; por eso las arterias y otros vasos menores de nuestra red vascular pierden elasticidad con la edad, aumentando la resistencia al bombeo de sangre por parte del corazón. Algo parecido ocurre con otros constituyentes del tejido conectivo como los proteoglicanos o el ácido hialurónico, que dan lugar a problemas en los cartílagos articulares.
El estrés oxidativo es otra de las teorías que trata de explicar el envejecimiento como un producto normal del metabolismo del organismo. Se basa en que cerca del 3 % de los átomos de oxígeno son reducidos incompletamente a especies reactivas al oxígeno (ERO), también llamados radicales libres. Estos radicales libres (ión superóxido, radical hidróxido, peróxido de hidrógeno, entre otras) pueden oxidar y dañar las membranas celulares, las proteínas y los ácidos nucleicos.
El hecho cierto es que todos los órganos del cuerpo experimentan un deterioro con la edad, y lo hacen más o menos al mismo tiempo. En el proceso general de envejecimiento, los huesos sufren osteoporosis y las articulaciones osteoartritis; los dientes y las encías se desgastan y pierden fijación en la mandíbula; los vasos sanguíneos pierden elasticidad, se endurecen y estrechan, dificultando el riego sanguíneo y provocando a menudo lesiones en diversos órganos; se pierde vista y oído, y la piel se torna menos elástica; en muchos casos se producen trastornos degenerativos que afectan a la memoria y a otras facultades mentales; y aumenta la prevalencia de obesidad, de diabetes, y de diversos tipos de cáncer.
La persona mayor sufre una pérdida progresiva de su adaptabilidad fisiológica al medio ambiente externo. Se debe a que la capacidad para regular el medio interno (homeostasis), se ve dificultada a medida que la persona se hace mayor. Los mayores responden más lentamente y con menos efectividad a los cambios en el medio ambiente, por deterioro tanto de los mecanismos sensitivos como de los mecanismos de respuesta. Este deterioro puede hacer que la persona mayor no se dé cuenta de que se está enfriando, pudiendo así entrar en hipotermia. Del mismo modo, al ser también más vulnerables al calor, pueden producirse cuadros de hipertermia. Es un hecho que las olas de calor suelen afectar especialmente a las personas mayores, provocando elevadas tasas de muerte en esta población.
El final de este deterioro corporal y en ocasiones mental es, para todos, la muerte. Sabemos cuáles son las principales causas de muerte, y cómo difieren según haya situado el azar a la persona en un lugar u otro del planeta, o si la guerra ha hecho entrada o no en su escenario de vida. Hoy en día, en nuestro entorno, los tumores son la principal causa de muerte (29,9%) seguidos de las enfermedades cardiovasculares (29,3%), las enfermedades respiratorias (10,0%) y las digestivas (5,0%); las causas externas suponen sólo el 3,65 % de todas las muertes.
En el año 2020, habrá en el mundo más de 1000 millones de personas de 60 o más años, y más de 2/3 de ellas se encontrarán en países en vías de desarrollo.
Foto: CC BY - vintagedept.
Cada especie animal ha desarrollado una longevidad adecuada para alcanzar la madurez reproductiva, asegurar un número suficiente de descendientes y ayudar a estos a sobrevivir y alcanzar, a su vez, su madurez reproductiva. A los individuos de cada especie se les ha dotado de un tiempo medio de vida. Los máximos registros de longevidad entre los animales más comunes son de 165 años en el caso de las tortugas, 80 en el cóndor, 46 en el caballo, 35 en el mono, 27 en el cerdo, 15 en la ardilla, 4,5 en el ratón y 0,3 en la mosca común. Pero ¿porqué unas especies viven más que otras? La evolución ha favorecido en cada especie una supervivencia lo suficientemente prolongada como para poder reproducirse, sin desviar una excesiva cantidad de energía del mismo proceso de reproducción, estando en general la fecundidad de una especie en relación inversa a su longevidad.
La esperanza de vida al nacer indica la cantidad de años que viviría un recién nacido si los patrones de mortalidad en el momento de su nacimiento no cambiaran a lo largo de su vida; es una característica de cada especie. La expectativa de vida es algo ligeramente distinto: es el tiempo que se espera que viva un individuo, un valor característico de poblaciones, no de especies; se define como el tiempo en el cual la mitad de la población sobrevive y, en humanos, varía entre las distintas regiones del planeta. La esperanza de vida humana ha aumentado muchísimo en los últimos tiempos; era de unos 35 años en el año 1700, y de alrededor de 50 años en 1915, siendo ahora de unos 77,2 años para los hombres y 84,3 años para las mujeres.
La población humana del planeta, en su conjunto, está envejeciendo. En el año 2020, habrá en el mundo más de 1000 millones de personas de 60 o más años, y más de 2/3 de ellas se encontrarán en países en vías de desarrollo. Habrá más centenarios que nunca y se batirá con toda probabilidad el récord que actualmente ostenta, evidentemente de manera póstuma, Jeanne Louise Calment, la mujer más longeva comprobada por la ciencia hasta el día de hoy, que vivió 122 años y 164 días.
Sin lugar a dudas, el mundo del año 2050 será significativamente diferente al de hoy en día, y casi irreconocible para un hipotético observador situado en 1950. Las dos tendencias principales, el aumento de la expectativa de vida y la caída de las tasas de fertilidad, harán que para el año 2050 la población esté compuesta, como no lo ha estado nunca, por mucha gente mayor y relativamente poca gente joven.
¿Cuál es la causa de esta transición asombrosa y sin precedentes? Sin duda los avances sociales y económicos que el mundo ha presenciado desde el final del siglo XX, avances que han proporcionado mejores estándares de vida a mucha gente, aunque no a toda; y las mejoras en salud pública y en la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades y patologías.
La salud es, en sí, una oportunidad, para cada uno de nosotros, para nuestras familias y para la comunidad en la que vivimos. Somos, en gran medida, responsables de nuestra propia salud, de hacer jugar a nuestro favor la plasticidad que se da en nuestras vidas.
Sabemos que las enfermedades crónicas no transmisibles son, en las sociedades económicamente desarrolladas, la principal causa de mortalidad, morbilidad e incapacidad. Y sabemos que todas ellas comparten unos pocos y prevenibles factores de riesgo: la caída de la actividad física, las dietas no sanas, el tabaco y las drogas.
Mantener un estilo de vida saludable, evitando en lo posible la enfermedad y la incapacidad, y prolongar en lo posible la juventud, es, para cada uno de nosotros, una cuestión ética, un deber social. Y la actividad física regular es uno de nuestros mejores aliados en esta tarea. Roy J. Shepard, uno de los más eminentes investigadores en esta área, afirma en uno de sus libros: “Los científicos no hay descubierto aún la piedra filosofal que nos confiera la inmortalidad. Sin embargo, la capacidad del ejercicio físico regular para reducir la edad biológica en 10 a 20 años no es, en absoluto, un milagro. Además, yo no conozco otra terapia capaz de alcanzar semejantes resultados”. Hablaremos algo más de este elixir de la juventud en la segunda parte de este artículo.
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