
Gaiak
El Covid-19, la vulnerabilidad y la desigualdad
Hemos pasado más de dos meses en un estado semejante a la conmoción generalizada. Incluso ahora, con la desescalada, la gente se encuentra “rara”, que es algo así como decir desconcertada. Miramos al futuro con incertidumbre, y eso cuando nos permitimos mirar hacia él. Se hace difícil, en estas circunstancias, no sucumbir al discurso del riesgo de todo tipo que nos acecha. Las noticias nos recuerdan continuamente que somos seres vulnerables, es decir, según el DEL, que podemos ser heridos/as física o moralmente.
Pero hablar de homo vulnerabilis como concepto referencial de lo que está suponiendo el Covid-19 no parece de recibo. Por un lado, a nivel conceptual el significado de vulnerable genera cierta confusión a dos niveles: a) porque se puedan fundir dos fuentes de riesgo que son diversas, como un desencadenante natural (por ejemplo, la pandemia) y una acción humana (por ejemplo, declarar el estado de alarma); y b) porque se puedan separar tajantemente dos tipos de riesgo que muchas veces van unidos: un daño físico (por ejemplo, la sintomatología del Covid-19) con daños de carácter moral (por ejemplo, daños psicológicos o menoscabo de la dignidad que, por motivos diversos, puede acompañar al anterior).
Además de confuso, hablar de homo vulnerabilis puede resultar distorsionador cuando se da a entender que la vulnerabilidad, al ser una condición humana que nace y muere con la persona, es fija y constante, cuando, por el contrario, se trata de una variable dependiente de (o inversamente proporcional a) nuestra capacidad de reacción a lo que nos hiere; en otros términos, que somos más vulnerables cuanta menor capacidad tengamos de resistir y superar el impacto dañino.

Sin negar que los efectos físicos de la infección sean más graves a partir de cierta edad, hay estudios
que demuestran que el estatus social actúan como factores de protección o, inversamente, de desprotección.
Pero hay otra razón de mayor peso que nos hace dudar de que el marco referencial homo vulnerabilis sea adecuado o, por lo menos suficiente, para el “fenómeno Covid-19”. Quienes están en riesgo de algo es porque no han sido afectados por ese algo, y es muy dudoso que el Covid-19 no haya afectado a alguien, bien de manera directa (por la infección del virus) o indirecta (por las acciones tomadas para afrontar la pandemia). Otra cosa es cómo esté afectando y a quién esté afectando más, y, en el análisis de estas cuestiones, la conclusión la resume excelentemente Antonio Madrid en Mientras Tanto (junio 2020) cuando señala que “el virus juega con las cartas marcadas”. Así, sin negar que los efectos físicos de la infección sean más graves a partir de cierta edad, son ya bastantes los estudios que demuestran que el estatus social (alimentación, lugar de residencia, atención médica en condiciones, etc.) actúan como factores de protección o, inversamente, de desprotección.
En lo que respecta a las acciones tomadas contra la pandemia, también parece claro que sus efectos no hacen sino reflejar, cuando no aumentar, las desigualdades operadas por los diversos factores de subordiscriminación (clase social, género, raza-etnia, funcionalidad, etc.), aunque sea necesario un análisis más preciso de lo que ha supuesto el estado de alarma, entre otras cosas, porque sólo así se podrá calibrar si la batería de normativas dictadas para hacer frente a su impacto consiguen, y hasta qué punto, su propósito. En lo que respecta al género, si bien es comprensible que, siendo legislación de urgencia, el Real Decreto 463/2020 que declara el estado de alarma no se haya visto acompañado del correspondiente informe de impacto de género, no es menos cierto que un análisis a posteriori permitiría sacar a la luz muchos datos relevantes, como por ejemplo: a) que son en su gran mayoría mujeres quienes integran el personal sanitario, el de los cuidados, el de la limpieza y la alimentación, es decir, la mayoría de los sectores de los considerados servicios esenciales; b) que esa mayoría de mujeres en esos ámbitos está relacionada con su menor estatus social; y, c) que han sido ellas las principales afectadas sobre el cómo se han desarrollado esos servicios esenciales (piénsese, por ejemplo, en las consecuencias de la escasez de distribución de materiales de protección a la hora de prestar dichos servicios).
Claro que, aun así, el análisis de impacto de género no resultará suficiente para obtener datos relevantes sobre el alcance de las normativas vinculadas al Covid-19. Es necesario el enfoque interseccional. A este respecto, el pasado 5 de marzo la Comisión Europea ha lanzado su Estrategia para la Igualdad de Género durante el quinquenio 2020-2025. Por primera vez habla en ella, y varias veces, de interseccionalidad. La menciona expresamente como principio transversal (cross-cutting principle) para hacer efectivas las políticas de igualdad de género y señala que la Estrategia para la Igualdad de Género se entrelazará con el próximo Plan de Acción para la Integración e Inclusión y los marcos estratégicos sobre discapacidad, LGTBI+, la inclusión del pueblo romaní y los derechos de la infancia, declarando rotundamente que “la perspectiva interseccional informará siempre las políticas de igualdad de género”.

Las mujeres empleadas de hogar a pesar de que se ha aprobado un subsidio extraordinario para ellas, casi la
mitad no podrán beneficiarse del mismo ni recibir prestación alguna por encontrarse en situación irregular y no estar dadas de alta en la Seguridad Social.
Aunque incompleta (no aparece la clase social) esta sería, pues, la óptica desde la que cabría analizar, no sólo el Real Decreto que declara el estado de alarma, sino toda la batería de normativas varias con las que el Estado intenta responder, tanto a la crisis sanitaria como a la situación de emergencia de todo tipo en la que se encuentra en estos momentos gran parte de la población, y en particular las mujeres. Así se podría visibilizar que los Reales Decretos prevén ayudas, pero estas o llegan tarde y mal (con excesivas trabas) o no llegan, a las “mujeres interseccionadas”, es decir, a quienes se encuentran situadas en la intersección de varios sistemas de poder. Un ejemplo es el de las mujeres empleadas de hogar. A pesar de que se ha aprobado un subsidio extraordinario para ellas (las últimas, por cierto, en poder tramitarlo y con un esfuerzo burocrático bastante disuasorio), casi la mitad no podrán beneficiarse del mismo ni recibir prestación alguna por encontrarse en situación irregular y no estar dadas de alta en la Seguridad Social.
Otro ejemplo es el de las mujeres que ejercen la prostitución, un actividad paralegal y que carece de reconocimiento laboral. Con el Covid-19 y el estado de alarma, estas mujeres no sólo se han quedado sin posibilidad de obtener ningún ingreso económico, sino que muchas de ellas han sido expulsadas de clubes y pisos o se han visto confinadas en ellos, pero teniendo que pagar y acumulando una deuda que crece. En el Plan de contingencia del Ministerio de igualdad se prevé la posibilidad de que accedan al ingreso mínimo, pero siempre que se les reconozca como “mujeres víctimas de explotación sexual y de trata con fines de explotación sexual”. Sin embargo, muchas de las mujeres que ejercen la prostitución y que se declaran trabajadoras sexuales, no encuentran encaje en las ayudas, por no declararse “víctimas” (de trata o de explotación sexual). La otra opción es ser reconocidas como prostitutas “en una situación de especial vulnerabilidad”, sólo que para esto último se requiere que ONGs especializadas presenten un informe que establezca su situación y en el que se indique el “cumplimiento de los requisitos” (aún por definir) que le permitirán acceder a una ayuda económica y/o habitacional.
Pongamos, por tanto, los puntos sobre las íes. El Covid-19 no ha sido el causante de las enormes desigualdades de todo tipo que definen nuestras sociedades y que resultan determinantes a la hora de analizar los efectos de la pandemia y de su colofón jurídico-político, el estado de alarma. Ha tenido, eso sí, un efecto lupa sobre, por ejemplo, la precariedad de los sectores económicos feminizados como el de los cuidados o lo que significa vivir sin papeles o en los márgenes de la ley; pero, aun así, en el efecto lupa se echa en falta la comparativa. Porque es cierto que se publicitan diariamente, y hasta la saciedad, los números de las personas contagiadas y fallecidas a causa del Covid-19, y también, aunque en este caso puntualmente, aparecen en la prensa reportajes sobre algunas situaciones de emergencia social a causa del virus y del estado de alarma (trabajadoras de hogar, inmigrantes sin papeles, trabajadoras sexuales, “colas del hambre”, personas hacinadas en habitaciones compartidas por tres generaciones, etc.), pero lo que no aparece simultánea o paralelamente es la manera en la que el virus y las medidas del estado de alarma afectan a los sectores privilegiados de la población, a las clases ricas y pudientes, a quienes no han tenido problemas para andar y correr en sus mansiones rodeadas de terrenos ajardinados, por no hablar de a quienes el coronavirus les ha servido para aumentar exponencialmente sus fortunas. Así que recordémoslo: la igualdad, lo mismo que la desigualdad, exige una comparativa, y, en este sentido, no estaría de más que, junto a la exhibición de quienes protagonizan las situaciones de emergencia se expusiera la de quienes protagonizan las de la opulencia.