588 Zenbakia 2011-07-22 / 2011-07-29
El título del libro no es rebuscado, sino que responde a una expresión literal de la documentación de la época, expresión que a su vez puede responder a la permanencia de la memoria histórica de lo que, a mediados del siglo XIV, fue bautizado como la auténtica peste negra.
“La peste afectó, desde el año 1597, al Cantábrico, a Castilla, Andalucía, Galicia. Los expertos aseguran que sólo en Castilla murieron 500.000 personas”.
Foto: del libro “Esa enfermedad tan negra, la peste que asoló Euskal Herria (1597-1600)”, José Antonio Azpiazu, editorial Ttartalo.
La peste aparecía periódicamente, con más o menos virulencia. La de fin de siglo XVI fue enorme, como lo fue, el año 1665, la que afectó a Londres, donde murieron muchas decenas de miles de personas. La gran epidemia de fin de siglo no fue un fenómeno casual, aislado. Se trató del anuncio de un cambio estructural, de un nuevo período. Vino precedida de otras catástrofes como el de la Armada Invencible en 1588, la terrible noche de San Mateo de 1593, que con la crecida de los ríos arrastró ferrerías, molinos, casas y animales de Euskal Herria, o el hambre que sacudió el año 1594. La peste afectó, desde el año 1597, al Cantábrico, a Castilla, Andalucía, Galicia. Los expertos aseguran que sólo en Castilla murieron 500.000 personas.
Sin embargo, el siglo XVI fue el período de mayor prosperidad que haya vivido nunca Eukal Herria, su Edad de Oro: conquistadores, secretarios reales y de otra índole, contadores, y una pléyade de poderosos mercaderes. Fue enorme la incidencia que tuvo la riqueza procedente de los tratos con Castilla y América. Sin embargo, el final del siglo fue sacudido por una crisis en la que algunas poblaciones llegaron a temer la completa exterminación de la comunidad.
La peste se introdujo con los calores del verano de 1597. El mal se denominaba peste bubónica, pero el pueblo lo bautizó como esa enfermedad tan negra. Las pulgas eran las trasmisoras del mal, que se manifestaba con dolorosas hinchazones en cuello, sobacos e ingles, a las que acompañaba una fiebre fortísima, de modo que pocos permanecían vivos más de tres días. Muchos acababan en la desesperación y la locura. El 80% de los afectados fallecía. Estas epidemias remitieron en el siglo XVIII, gracias a las medidas de sanidad e higiene personal y al cambio de casas de madera por las de piedra.
La peste era muy contagiosa, y tanto los propios familiares como los vecinos evitaban a los infestados. El pánico se instaló en la comunidad, los ricos escapaban a sus casas de campo, mientras que los pobres debían permanecer en la villa, porque no eran bienvenidos en ninguna otra parte. Lo que no mató la peste lo hizo el hambre: los trigos se pudrieron en el campo, los animales andaban sueltos y sin dueño, y por miedo al contagio se cerraron los contactos con Gasteiz, de donde procedía mayormente el trigo.
“Fueron Donostia, con 650 muertos, y Pasaia, con 364, las poblaciones más afectadas. Sin embargo, Oñati, económica y socialmente guipuzcoana, sufrió una hecatombe que mató a la cuarta parte de la población”.
Foto: del libro “Esa enfermedad tan negra, la peste que asoló Euskal Herria (1597-1600)”, José Antonio Azpiazu, editorial Ttartalo.
Se ha publicado que fueron Donostia, con 650 muertos, y Pasaia, con 364, las poblaciones más afectadas. Sin embargo, Oñati, económica y socialmente guipuzcoana, sufrió una hecatombe que mató a la cuarta parte de la población. Los pocos médicos y cirujanos disponibles, muchos de ellos víctimas del contagio, se sienten impotentes y dictan normas y remedios de escasa eficacia. La reacción popular consiste en recurrir a la religión, organizando procesiones y preces a San Roque, San Sebastián, etc., santos cuyas imágenes tanta presencia adquieren en nuestra iconografía.
La peste avanza inflexible, caprichosa, castigando a unas poblaciones y dejando inmunes a otras. Los pueblos vecinos, comprensiblemente insolidarios, levantan un cordón sanitario que los aísla del entorno. El hambre se encargará de acabar la maléfica obra de la peste: Es común la constatación de que más mata el hambre que la propia peste. Visto el tamaño del desastre, no cabe extrañarse de que se produzcan escenas escalofriantes dignas de un anuncio del Apocalipsis.
La sociedad vasca del siglo XVI, acostumbrada a la violencia y la muerte, se vio sacudida física y mentalmente por un mal que amenazaba con la muerte colectiva. No cabe extrañarse de que la presencia de la peste se interpretara en clave religiosa, como un castigo divino a los pecados. Las terribles secuencias que se escenifican en Soraluze, Azkoitia, Segura, Oñati, preludian un terrible castigo y los afectados buscan el consuelo espiritual y buscan afanosamente, ante la ausencia de los escribanos huidos, quien redacte su última voluntad, donde se mezclan el temor de la incertidumbre sobre la continuidad familiar y las mandas destinadas a rogar por sus almas. En ese contexto, no resulta arriesgado insinuar cómo debió interpretar la comunidad legazpiarra el terrible castigo que sacudió a la familia que regentaba la ferrería de Mirandaola, pues fallecieron todos sus componentes: permanecía vivo, aunque oculto por miedo a las autoridades, el fenómeno ocurrido en 1580 con la aparición de la cruz en el fogar de la ferrería, cuando los ferrones trabajaban durante un día festivo.
El pánico instalado en la sociedad es de tal calibre que muchos ricos, sin sentirse enfermos, pero temerosos de no poder escapar al contagio y la muerte, acuciados por “el mal que al presente corre”, proceden a redactar el testamento, en el que señalan su preocupación sobre si algún miembro familiar logrará sobrevivir a la tragedia y consignara preservar la memoria familiar y el honor del solar. Algún testigo que, temeroso y obligado, se acerca hasta el lugar del encuentro, se encarga de estampar la firma del testamento, pues nadie se atreve a acercar el pliego al enfermo para que lo firme.
“Se visualizan escenas truculentas en caseríos donde están encerrados sanos junto a enfermos, niños de pecho junto a sus madres muertas, jóvenes que, desde las ventanas, proclaman su salud, sin que los vigilantes les permitan salir”.
Foto: del libro “Esa enfermedad tan negra, la peste que asoló Euskal Herria (1597-1600)”, José Antonio Azpiazu, editorial Ttartalo.
Se visualizan escenas truculentas en caseríos donde están encerrados sanos junto a enfermos, niños de pecho junto a sus madres muertas, jóvenes que, desde las ventanas, proclaman su salud, sin que los vigilantes les permitan salir. Dentro de las villas, se habilitan calles donde son trasladados los enfermos, con la única intención de que no propaguen el contagio. Familias enteras con algún miembro apestado permanecen en sus casas, con las puertas clavadas y con vigilancia. Si un solo miembro de la familia muestra síntomas, automáticamente se encierra con él a toda la familia y quienes hayan tenido contacto con el mismo. Los campos quedan abandonados. La peste ataca en tiempo de calor, y las mieses se pierden, nadie puede recogerlas, unos por enfermedad, otros por miedo a la vecindad de los afectados. La desolación es total; el miedo al vecino, cuánto más al desconocido que se acerca al pueblo, se instala en la sociedad.
Sobra cualquier comentario que pretenda establecer comparaciones entre la muerte que se adueñó de los vascos en aquel período y la actual “crisis de abundancia” que padecemos.