301 Zenbakia 2005-05-20 / 2005-05-27
E Manuel Aldecoa, piloto vasco de la Fuerza Aérea Norteamericana. l 25 de noviembre de 1943 el 55º Group del VIII Mando de Caza estadounidense operaba sobre la región de Hazebrouck-Lille. Un área de máximo riesgo pues era la base del Jagdgruppen 26, una de las mejores unidades alemanas. Los aviadores norteamericanos se las veían con pilotos más expertos y mejores máquinas, pero eran optimistas: habían recibido un completo entrenamiento, les cuidaban bien en su base de Nuthampstread, resultaban muy populares entre las chicas locales y su motivación era alta. Uno de estos pilotos era el teniente Manuel Aldecoa, un vasco de Idaho, hijo de emigrantes de Mutriku y Ea. Su familia había prosperado en el Nuevo Mundo y sentía muy dentro la bandera de las barras y estrellas. Pero ese día se le acabó la suerte a la familia Aldecoa. Se toparon con cazas enemigos y Manuel se enzarzó con el comandante del Gruppe, el experten Johannes Seifert, un as con 56 victorias en su haber. Durante el combate chocaron y ambos aviones cayeron cerca de Merville. El teniente Aldecoa no pudo lanzarse en paracaídas, la configuración del fuselaje de su bimotor P-38 hacía casi imposible saltar en una barrena. Cuando el telegrama con la luctuosa noticia llegó a Idaho, su hermana Maurina decidió continuar la lucha de Manuel e ingresó en los servicios secretos norteamericanos.
Piloto de la Escuadrilla Azul posa junto a su caza.
No era Manuel el único Aldecoa que pilotaba un caza en 1943. Vicente Aldecoa Lecanda, de Bilbao, había tenido su bautizo de fuego en febrero. Sobrevivía y se había convertido en todo un experten: llevaba en su cuenta 8 cazas enemigos y entró en el escogido grupo de los ases aéreos. Pero el alférez Aldecoa volaba con los nazis en la Escuadrilla Azul y sus víctimas eran los soviéticos. La URSS, a su vez, también contaba con algunos aviadores vascos. Por haber, hasta existió un avión del 342º Squadron Lorraine de la RAF que, en lugar de la pin-up despampanante de rigor, llevaba pintada una ikurriña. El único avión que llevó una ikurriña fue un avión de la escuadrilla Lorraine de la RAF. Una cuestión controvertida
Hace ya sesenta años, el 7 de mayo de 1945, finalizaba la II Guerra Mundial, la mayor hecatombe que ha sufrido la humanidad. No podía ser de otra forma: los vascos también participaron como combatientes activos o sufridores pasivos, en su condición de ciudadanos franceses o estadounidenses, prófugos exiliados de la España Imperial, anticomunistas defensores del Orden Nuevo hitleriano, miembros activos de la causa de las Naciones Unidas, residentes en la URSS o apátridas de la cantera de Gusen, antesala del horno crematorio.
La verdadera entidad de la participación vasca en el conflicto es una cuestión controvertida sobre la que se ha exagerado mucho. Y a veces mentido, tanto para negarla como para potenciarla. Los autores vinculados al régimen franquista partían de una premisa: los vascos no podían haber participado en una guerra en la que tampoco lo hicieron los españoles, siguiendo la sagaz orden del Caudillo. Porque aunque ahora la División Azul desfile de nuevo, durante muchos años su participación fue una mancha de la que el Régimen intentó desprenderse. En el extremo contrario se sitúan las exageraciones bienintencionadas que el nacionalismo jeltzale viene repitiendo los últimos sesenta años. Algunas falsas afirmaciones incluso han pasado a convertirse en ideas generalizadas: muchas personas creen que unos vascos que tripulaban el semioruga Gernika estuvieron entre los primeros libertadores de París. En realidad la tripulación era francesa – como mucho con un solo componente de Iparralde – y el nombre del blindado era un homenaje a los republicanos españoles que predominaban en la compañía, que habían bautizado sus vehículos con nombres de batallas de la Guerra Civil.
Instalados en la comodidad de los tópicos, poco o nada se ha hecho desde la administración para recordar la actuación de los vascos. El verano pasado, durante las celebraciones conmemorativas del 60 aniversario de la Liberación de París, un alto cargo afirmó que no acudía acompañado de ningún veterano porque todos habían muerto o estaban impedidos. La televisión tampoco encontró a nadie a quien entrevistar y por ello recortaron las declaraciones de un sindicalista histórico que pasó la II Guerra Mundial en la retaguardia inglesa para dar a entender que vivía en la Francia ocupada. Afortunadamente, sólo en el territorio de Gipuzkoa, aún vivían veteranos con buena salud que habían combatido en la Legión Extranjera, en el Batallón Gernika, en el maquis e incluso la Aviación soviética. Pero es ley de vida que casi ninguno este aquí para el 70 aniversario.
Sin ninguna pretensión de exhaustividad, éstos son unos breves apuntes sobre las acciones de los vascos en la guerra. Con las Naciones Unidas
Francia fue lógicamente la potencia que contó con una mayor presencia. Además de los vasco-franceses que sirvieron en gran número con los chasseurs pyrénées, muchos exiliados combatieron de forma más o menos voluntaria bajo su bandera. La mayoría lucharon en la Legión Extranjera: Eduardo Aparicio, de Leintz-Gatzaga, el vizcaíno Zapiko... Las campañas de Etiopía y de Siria, la batalla de Bir-Hakeim, la de cabo Bon, los dos largos años de lucha en la península italiana... todas tuvieron su pequeña presencia vasca. En la legendaria División Leclerc, por el contrario, hubo pocos euskaldunes en el numeroso contingente español de republicanos y anarquistas. Conocemos únicamente el nombre del brigada Sarasketa y del conductor Abenza. Y el de un vasco venido desde el Hemisferio Occidental, Michel Iriart, que dejó su fácil vida de estudiante burgués en la Argentina para combatir el nazismo. Pero fue su condición de francés, no de vasco, la que le condujo allí. El que alcanzó un puesto más alto en el escalafón militar galo fue José Antonio Castro Izaguirre, vicealmirante de la Armada Francesa. Republicanos de la División Leclerc.
La lucha guerrillera resultó débil y tardía en Iparralde. Los alemanes ejecutaron a 44 personas durante la ocupación, muchos colgados con el cartel Je suis un terroriste. Para evitar más represalias y porque los jóvenes huidos en lugar de ingresar en el maquis solían cruzar la frontera, la guerrilla permaneció poco activa hasta el desembarco de Normandía. Entonces entró en acción y el 23 de agosto de 1944 Zuberoa se liberó a sí misma, capturando a 207 alemanes de la guarnición. Al día siguiente los maquis procedentes de Maule liberaron Hendaia y Baiona.
“Maquis la Guerrilla Vasca”. La presencia vasca en la Agrupación Guerrillera Española, que llegó a contar con 15.000 combatientes, no fue cuantitativamente abundante, pero sí de calidad. El bilbaíno Luis Evaristo Fernández comandó la Agrupación, el navarro Jesús Monzón fue el jefe político de la resistencia española en Francia, el pasaitarra Zamud organizó el aparato de pasos y un tipógrafo de Oria, Jesús Beguiristain, fue pieza de clave de los equipos de falsificadores. La mayoría de los guerrilleros vascos actuaron en la 10ª y la 35ª brigadas, mandadas por el lasartearra Victorio Vicuña y el navarro José Antonio Mendizábal, respectivamente. La 10ª Brigada, que actuaba en los Bajos Pirineos, merece un breve comentario: pese a que sus efectivos nunca excedieron de 300, causó más de 500 bajas al enemigo.
Guerrilleros de la 10 Brigada en Bajos Pirineos.
“Memoria de los vascos en la II Guerra Mundial. De la Brigada Vasca al Batallón Gernika”. Existieron dos intentos de las autoridades vascas exiliadas para constituir una unidad propia en el Ejército francés. Una primera iniciativa en 1942 resultó un fiasco, pues sólo se apuntaron 80 voluntarios, en su gran mayoría iberoamericanos. Finalmente el 28 de diciembre de 1944 se organizó el Bataillon de volontaires basques-espagnols, más conocido como Batallón Gernika. Cuando entró en combate, a las 15´35 del 14 de abril de 1945, disponía de 180 hombres en plantilla. Lucharon valientemente hasta ocupar su objetivo, las formidables fortificaciones de la Pointe-de-Grave, sufriendo 5 muertos y una veintena de heridos.
Encuadrados en unidades norteamericanas hallamos desde socialistas bilbaínos como Barrios, Alcorta y Chamorro, hasta nacionalistas de buena familia, como José María Gamboa o Ramón de la Sota. Pero, sobre todo, vascos de segunda generación. Túnez, Las Ardenas, Nueva Guinea, Guadalcanal... son algunas de las campañas donde combatieron. Sin duda, los más singulares fueron los hombres del capitán de marines Franc D. Carranza, quien organizó un servicio de transmisiones en euskara con 60 vascos para eludir el descifrado japonés. A los estadounidenses se les unieron en las postrimerías del conflicto algunos vascos de la Fuerza Aérea Expedicionaria mexicana: los pilotos Miguel Uriarte o Sandoval Castarrica volaron sobre los cielos de Filipinas desde mayo de 1945. Monumento al Batallón Gernika. Bajo el epígrafe etrangers los 5 muertos del Gernika.
Pocos nacidos en Euskal Herria combatieron con las fuerzas de la Gran Bretaña. La mayoría sirvió en la marina mercante, como el cocinero bilbaíno Francisco Pérez, de 50 años, desaparecido con su buque el 31 del julio de 1940. En noviembre de 1941 permanecían 416 adolescentes y jóvenes evacuados en el Reino Unido. De ellos, 25 murieron durante la guerra. Por lo menos uno, el donostiarra Alfredo Ruiz, participó el Día D en la invasión de Normandía, balizando los campos de minas y lanzando cortinas de humo para cubrir las lanchas de desembarco canadienses en la playa Juno. Las autoridades franquistas le privaron de su nacionalidad y, pese a sus intentos, ninguna institución, vasca o española, se ha ocupado de reparar su caso.
La guerra se cebó especialmente con los 2.000 niños evacuados desde Bilbao a Leningrado en 1937. Fueron carne de cañón o de “distrofia alimentaria”, el término con que los médicos rusos designaban la muerte por inanición. De los 74 chicos y chicas que se ofrecieron voluntarios para defender Leningrado, la mayoría mintiendo sobre su edad, fallecieron 67. Allí perecieron los eibartarras Enrique Echevarría, Paulino Arrizabalaga y Enrique Escudero. En la Aviación combatieron una docena, la mayoría antiguos “niños de la guerra”. La mayoría murió porque un novato con escasas horas de vuelo tenía pocas posibilidades de sobrevivir en el frente del Este. El más hábil, el eibarrés José Luis Larrañaga, derribó cinco aviones. Hábil, pero no afortunado: tampoco él sobrevivió a la guerra. Otros, como José Luis Larreta o Indalecio el eibarreta, fueron a las guerrillas. Por lo menos uno, el teniente Manuel Alberdi, tuvo la satisfacción de entrar como vencedor en Berlín. Republicanos exiliados en la academia militar Frunze. Los espías
“Espías vascos”. Mención especial debe hacerse a la excelente labor desarrollada por las organizaciones de espionaje. Desde la Red Álava, que trabajaba para el Deuxiéme Bureau francés, desarticulada en diciembre de 1941 con 20 condenas de muerte, de las que afortunadamente sólo se cumplió una, hasta los servicios dirigidos en Francia por los hermanos Mitxelena y en la Península por los hermanos Ajuriaguerra, que trabajaban para el OSS norteamericano y el MI británico. Otra red funcionó en Iberoamérica al servicio del FBI. De su importancia da muestra que recibía 6.500 dólares mensuales en 1944. Hubo espías vascos en todos los continentes, desde Guinea Ecuatorial hasta la selva filipina, donde el hacendado Higinio Uriarte fue pieza clave de la organización de información de Mac Arthur. Las redes de evasión en Euskal Herria cobraron especial importancia a partir de 1942 al facilitar la huida de pilotos derribados, prisioneros huidos, judíos y jóvenes deseosos de enrolarse con los Aliados. ¿Y las mujeres?
La piloto Margot Duhalde. Las mujeres han sido las grandes sufridoras de los conflictos del siglo XX, pero cuesta atisbar sus nombres en los libros de historia. En la Resistencia antialemana destacaron Regina Arrieta, Pilar Claver – que provocó la primera manifestación en Angouleme cantando La Marsellesa, como en la película Casablanca -, la donostiarra Dolores Clavero o María Lavayro. En las redes de espionaje sirvieron brillantemente Vitxori Etxeberria, Itziar Mujica, Delia Lauroba y Tere Verdes. Catalina Aguirre y Marichu Anatol fueron elementos esenciales en las redes de evasión aliadas. Por su singularidad destaca la aviadora chilena Margot Duhalde Sotomayor, de una familia originaria de Lohussoa. Fue piloto del Air Transport Auxiliary de la RAF, realizando alrededor de 1.000 vuelos en Gran Bretaña, con todo tipo de condiciones meteorológicas y eludiendo siempre a la caza contraria. Mujer de armas tomar, celebró su 80 cumpleaños saltando en paracaídas. Vascos al servicio del Eje
División Azul. Escribir esto resulta políticamente incorrecto, pero la unidad donde más vascos combatieron fue la División Azul. A falta de un listado oficial de componentes, la extrapolación de las bajas resulta la única forma de acercarse cuantitativamente al número de vascos que lucharon por el III Reich. Los divisionarios superarían el millar, cifra importante pero inferior porcentualmente a la que le correspondería al País Vasco y a Navarra por su peso demográfico. Un número muchísimo menor combatió en la Legión de Voluntarios Franceses contra el Bolchevismo y las Waffen-SS.
No faltaron nombres vascos en la División Azul: desde cronistas literarios como el alavés Fernando Vadillo o el novelista guipuzcoano Ramón Zulaica hasta ases aéreos como Ángel Salas Larrazábal o Esteban Ibarreche Careaga. Su último jefe, el comandante Antonio García Navarro, fue de Pamplona. Pero eran sobre todo simples guripas y suboficiales que marchaban tarareando el himno de la División Azul, creado por el omnipresente Juan Tellería. Había prebostes de Falange, como Vicente Navarro Vergara o Enrique Sotomayor, anticomunistas fanatizados de diferentes procedencias políticas, desgraciados que escapaban del hambre y quintos forzados en sus cuarteles a cubrir “el cupo de los vascos”. A muchos su paso por la URSS les sirvió de trampolín político, como al futuro ministro José María Castiella y Maíz, al que sería alcalde de Iruñea Miguel Javier Urmeneta o a los diputados forales Ángel Bañón y Cesáreo Sanz Orrio. Pero un número muchísimo mayor dejó su vida en aquellas heladas tierras: guipuzcoanos como Juan Zabala o Luis Pla, alaveses como Isidro Elizondo o José Baigorri, navarros como Marcelino Zunzarren o Ángel Sola, vizcaínos como José Luis Azcárate o Juan Gardiezabal... Oficiales como Francisco Machimbarrena o José Pagola, pilotos como Estanislao Segurola o simples soldados, como Ramón Artola o José Gómez.
Banderín de Guipuzcoa de la División Azul. Otros vascos, por causas de lo más diverso, sirvieron a los alemanes en operaciones de espionaje y propaganda. Mientras el jesuita Martín de Arrizubieta dirigía la revista nazi “Enlace”, marinos y emigrados al Nuevo Mundo recopilaban información para los servicios secretos de Berlín. Vascos peninsulares como Mario Salegi y Emilio Alzugaray, continentales como Eugéne Goyheneche y argentinos como Juan Carlos Goyeneche se vieron implicados en las acciones de los servicios de información nazis.Las víctimas colaterales
Además de los combatientes más o menos voluntarios, existieron muchos sufridores pasivos. Las guerras modernas presentan una cuota altísima de víctimas colaterales, personas que mueren porque una bomba más o menos inteligente se confunde y les alcanza a ellos. Desde la hermana del lehendakari Aguirre a la marinería de los neutrales mercantes españoles, muchos civiles vascos dejaron su vida en la contienda. Más de 70 nacidos en Euskal Herria aparecen en los listados de fallecimientos de los campos de exterminio de Gusen, Mathausen, Dachau y Melk. Algunos procedentes de centros fabriles como Sestao, Barakaldo y Bilbao, otros de pequeños pueblos como Isaba o Uztarroz. Muertos como apátridas, pues Franco se negó a gestionar su liberación al no considerarlos compatriotas. Casi 1.500 empadronados en los Bajos Pirineos fueron deportados con destino a Auschwitz y Buchenwald. Ocho ciudadanos de Zuberoa fueron asesinados en los campos nazis y 14 fallecieron por las secuelas tras su regreso. Los bombardeos de las fortalezas volantes norteamericanas mataron a 99 civiles en Biarritz y 41 en Anglet. Cuarenta vascos de la colonia de Manila cayeron en la primavera de 1945 bajo las katanas japonesas o los explosivos estadounidenses. Esta presencia de sufridores llegó hasta el final de la guerra: el día que lanzaron la bomba atómica sobre Hiroshima, un jesuita vasco, el padre Arrupe, estaba allí.