297 Zenbakia 2005-04-22 / 2005-04-29
Eran seis mujeres jóvenes. A instancias de su madre y con ella, dieron la espalda a la sociedad de su tiempo.
Regresaron a la casa de los abuelos maternos en el Barrio del Alto, calle de la Plaza Chica (hoy Bolívar 549), a pasos de la que habitaran con su padre.
La vivienda era espaciosa y confortable como correspondía a una de las familias más influyentes del Buenos Aires colonial. Siguiendo las pautas de la arquitectura de la época y de acuerdo a los materiales conque se contaba, el exterior de las viviendas era modesto.
Rejas coloniales. El lujo estaba dado en el interior, que se vestía con tapices, platería, cristales y ricas telas. La fachadas eran de ladrillo y yeso, las ventanas con rejas . Las macizas puertas de madera se abrían a un zaguán que comunicaba con el primer patio. A él daban las habitaciones de recibo y los salones. Los dormitorios y la sala, centro de la vida familiar estaban en el segundo patio, con un gran aljibe en el centro. El tercer patio estaba reservado para la huerta, el gallinero y las habitaciones de los sirvientes.
Éste fue el lugar de reclusión elegido por doña Magdalena de la Karrera e Inda para ella y sus seis hijas solteras: María Andrea de 24 años, María Ángela de 23, Paula de 21, Tiburcia, de 19, María Agustina de 18 y María Atanasia de 16.
Sería la gran puerta con pesados aldabones de bronce, la que las separaría del mundo. Los ruidos de la calle y los hechos de esa sociedad despreciada, llegarían amortiguados por postigones cerrados y pesados cortinados.
Martín de Alzaga. El resto de los hijos e hijas ya casados (eran trece hermanos) eludieron el silencio elegido. Y fueron de alguna manera el nexo entre el mundo real y el reducido universo creado para manifestar el dolor y la indignación provocados por la muerte del padre y marido, don Martín de Alzaga y Olabarria.
La figura y trayectoria de don Martín son por demás conocidas y discutidas. Comerciante emprendedor, ciudadano destacado, funcionario honesto, no dudó en arriesgar vida y hacienda en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas.
A partir del momento en que las tropas napoleónicas atacan el imperio español, comienzan sus discrepancias con quienes habían compartido con él funciones de liderazgo.
Fiel partidario de la monarquía española y acusado de confabular contra el gobierno, en 1812 es sentenciado a morir luego de un juicio sumarísimo.
Pero no es intención de esta historia hablar de este vasco de Aramayona, sino de su mujer, doña Magdalena de la Karrera e Inda, que ante los hechos que culminan en la muerte de su marido, se encierra en su casa y según su propia expresión se condena y condena a sus hijas solteras a “un mar de luto”.
El dolor, la rabia, la indignación, la afrenta sufrida fue sentida con la magnitud del que no acepta consuelo y no entiende razones. La lealtad se había vuelto traición, el honor deshonra. Hasta la fortuna personal corría riesgos.
Patio colonial. En este ambiente vivido como de incalificable injusticia y humillación social, sólo les estaba permitido andar el corto camino hasta la Iglesia de San Ignacio de Loyola, para asistir cada mañana a la misa de 6. Iglesia que curiosamente había servido de bastión durante la defensa de Buenos Aires, encabezada por su padre.
A lo largo de sus vidas (casi todas murieron a avanzada edad) se hicieron y deshicieron gobiernos, se ganaron y perdieron batallas. Puertas afuera, un país que les era ajeno se fue formando.
Atadas a una decisión que no tomaron, ninguna de ellas quebrantó el pacto. Fue la ciega obediencia a la férrea voluntad de su madre la que moldeó la voluntad de estas mujeres o con el tiempo, la imposición materna fue tornándose propia. ¿Fue María Ángela, como se dice, la que tomó el papel de la madre para no permitir el olvido?
Torres de San Ignacio. Lo cierto es que la casa se convirtió en el único mundo conocido. Una casa que es casi un personaje más en esta historia de clausura y rencor.
Transitar sus patios, recogerse en las habitaciones, reunirse en la gran sala familiar, siempre juntas, siempre aisladas. Jóvenes, sanas, fuertes, detenidas en el tiempo y en el espacio. Día a día repitiendo los mismos gestos, recorriendo los mismos límites. Sólo los sirvientes tenían permiso de salida, sólo los parientes directos autorización para visitarlas. María Atanasia, la menor de todas fue la última en partir. Tenía 84 años. La gran puerta de madera con aldabones de bronce se abrió finalmente para ella, como se había abierto para su madre y sus hermanas. Dejaba un mundo que no le permitieron ni se permitió conocer. “Martin de Alzaga Olabarria” artículo de Josemari Velez de Mendizábal.