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Mikel LARRAÑAGA ARREGI
Para las mujeres que vivieron en el País Vasco a lo largo de la Edad Moderna acceder al cargo de serora (o “beata”, “freira”, “sacristana”, “ermitaña”, “benoîte”, etc.) ofrecía la oportunidad de subsistir y de llevar una administración autónoma de sus bienes y en ocasiones, incluso, podía ser un medio importante para enriquecerse. Pero esto, a su vez, llevó a que se endurecieran los criterios y requisitos para seleccionar a las candidatas ya que distintos ámbitos de poder de la sociedad deseaban apropiarse del cargo de serora. Solía haber seroras en parroquias, ermitas, santuarios, hospitales y albergues bajo diversos patronatos (municipales, eclesiásticos, particulares o mixtos) y el servicio en las parroquias de las villas estaba especialmente codiciado por los beneficios derivados de los servicios en los panteones familiares y las distintas actividades económicas del entorno (fundamentalmente emolumentos, velas, tejidos e hilos).
En este artículo nos centraremos en el caso de la parroquia de San Pedro de Bergara para repasar los requisitos exigidos a las candidatas al cargo de serora en las parroquias. A comienzos del siglo XVI se fijaron ya los primeros requisitos mediante las órdenes de los visitadores del obispado; algunos de ellos se cumplían; otros sin embargo eran ignorados. La norma que exigía llevar el hábito de alguna orden aceptada (normalmente franciscana, dominica o carmelita), posteriormente habitual en las parroquias, fue implantada en San Pedro durante el mandato del obispo Juan XV Castellanos Villalba (1516-1518). También se fijó entonces como requisito el certificado de aprobación del obispo, que no fue regulado hasta las Constituciones Sinodales del obispado redactadas en 1602. Durante el mandato del citado obispo se ordenó también que hubiera una única serora en la parroquia, pero podemos observar que para 1525 había ya cuatro o cinco seroras.
Bergara (Gipuzkoa). San Pedro de Ariznoa.
A menudo, con los beneficios mencionados anteriormente se construyeron las casas para las siguientes seroras, tal y como ocurre en el caso de la parroquia que nos ocupa en 1572. La serora Catalina de Ondarza fundó la casa de las seroras de San Pedro en su testamento, con el dinero que había conseguido mediante el negocio de las velas en los panteones familiares, así como con el que acumuló mediante préstamos. Fijó varios requisitos que debían cumplir las seroras (se establecía ya que debían ser tres) que fueran a ocupar la casa en los años venideros: debían ser “limpias castas y de buena bida fama y opinyon” y “lexitimas hijas de buenos padres”, y fijó la dote mínima para acceder al cargo en 12 ducados, y a partir de ahí “lo que quisieren”. También otorgaba el derecho a elegir a las mujeres que ocuparían esa casa al párroco y a los dos mayordomos. Además, las candidatas de su familia debían tener prioridad (los Ondarza eran una de las familias pudientes de Bergara que, por ejemplo, tenía el patronazgo del convento de la Trinidad desde que fuera fundado en 1563 por Andrés Martínez de Ondarza y Uzarraga) y posteriormente las seroras serían enterradas en el panteón de su familia (“de la casa de Maesterreca de donde yo dependo”) y debían gastar la dote que trajeran en misas por las almas de la propia Catalina y de su familia. Si no se cumpliera este último requisito ordenaba que la dote fuera destinada al hospital de la Magdalena para la atención de sus enfermos y desamparados.
Algunos de esos requisitos eran muy habituales: la vida “limpia” y apropiada que se esperaba de una mujer, nobleza familiar y aportación de la dote. También era frecuente que se diera prioridad a familiares, en ocasiones mediante la fundación de la casa de la serora y en otras, cuando el patronazgo y el derecho de elección eran privados, simplemente, porque la seroría venía considerada como otro ámbito más de poder, adjudicable a familiares o afines. Sin embargo, no era lo habitual que el derecho de elección lo fijara o lo concediera la serora fundadora porque dicha potestad solía estar en manos de otros ámbitos de poder de la parroquia (y seguramente por eso no se le hizo caso en los años venideros).
Aunque normalmente no era considerado un requisito, no era rara la costumbre de enterrar juntas a las seroras; por lo que hemos sabido, en el País Vasco Norte se siguió enterrando a las seroras en tumbas o estelas comunes. También es conocido el caso de Sara; allí, la tumba y el sepulcro de las seroras estaba, y está en el altar (es decir, en lugar privilegiado), junto a las tumbas de los curas. También era frecuente que las seroras de las ermitas quisieran ser enterradas en la propia ermita. Estos datos que parecen simples curiosidades tienen su importancia ya que la posibilidad de elegir el sepulcro no era una cuestión menor. Dado que en el momento de la muerte y en el enterramiento de una persona u otra, el espacio sepulcral era una afirmación de simbolismo social, daba a conocer el ámbito que esa persona consideraba como propio; no era lo mismo desear ser enterrada junto con las demás seroras —o en la ermita en que se prestó servicio— y, de esa manera, considerar el cargo de serora como algo por encima de los lazos familiares, que desear ser enterrada en la tumba familiar al igual que todos los demás y, en consecuencia, dar prioridad a la familia frente al valor del cargo de serora. En cualquier caso, se daban ambas situaciones y en el caso de Catalina de Ondarza nos encontramos con una solución intermedia ya que parece que al obligar a las futuras seroras a gastar su dote en misas a favor de su alma y de las de sus familiares fallecidos quisiera utilizar el requisito del sepulcro común en beneficio propio y de sus familiares.
En 1657 fue necesario alcanzar varios acuerdos en la parroquia debido a conflictos sobre los beneficios del servicio en panteones familiares. Por una parte, se definieron las funciones y los beneficios de las tres seroras de la parroquia, de las seroras externas, las terciarias y las servidoras laicas y, por otra, se hizo lo mismo con las funciones y los beneficios de las propias seroras de la parroquia. Fundamentalmente, se estableció que los emolumentos recibidos en pan y en dinero correspondían a las tres seroras parroquiales (aunque las mujeres de fuera pudieran hacer el servicio), se aumentó la cantidad de la dote de acceso de 12 a 42 ducados (los 30 ducados para la fábrica de la iglesia) y se fijó una edad mínima de 30 años (aunque el Obispado de Calahorra tenía fijado el límite en 40 años). En lo concerniente a las relaciones entre las seroras de la propia parroquia, se establecía que vivirían juntas en la casa de las seroras, que cada una tenía derecho a tener bienes propios y a disponer de ellos libremente y que deberían hacer todas las tareas de la iglesia en común y repartirse los beneficios de la misma de forma equitativa. Para entonces ya no se cumplían algunos de los requisitos definidos en su testamento por Catalina de Ondarza: el alcalde también participaba en la elección y se pretendían obtener de las dotes beneficios para la fábrica de la iglesia (algo muy habitual, por otra parte). Y aunque la prioridad de las familiares de la fundadora, por su parte, seguía siendo un requisito importante a comienzos del siglo XVII (Chariaco de Aguirre, candidata a serora en 1611, tuvo que esperar hasta 1618 para acceder al cargo debido a las pruebas de parentesco), para finales de siglo, como veremos posteriormente, había perdido ya su relevancia como criterio de selección. El requisito de la edad mínima era bastante habitual y, al igual que desde el propio obispado, solía ser fijado por las autoridades de los distintos territorios históricos o por las autoridades locales, aunque era muy variable (casi siempre 30, 40 o 50 años) y no se tenía en demasiada consideración (fueron muchas las seroras admitidas sin que cumplieran dicho requisito). Asimismo, era habitual que vivieran en la casa de seroras que les correspondiera.
Foto: CC-BY. MOVIBILE.
En 1689, cuando murió la serora Francisca de Beistegui, la competencia entre las distintas candidatas se complicó un poco. Se aprobó conceder la vacante a Antonia de Vidaurre y a Mariana de Zavaleta que se presentaban a sí mismas en calidad de seroras con hábito franciscano (fijando una dote de 50 escudos), ya que el cura y los mayordomos de la iglesia propusieron a la primera candidata y el alcalde y los mayordomos de la fábrica, por su parte, propusieron a la segunda; pero unos días más tarde, como Mariana de Zavaleta no respondió en el plazo de la concesión Tomás de Argarate, vicario de la parroquia, envió al obispado la solicitud de Catalina de Veldarrain (ésta también era “serora”) ofreciendo 50 escudos y esgrimiendo como argumento la experiencia de su candidata. El alcalde, el cura y los mayordomos aceptaron a la tercera candidata.
Mariana de Zavaleta envió una queja al obispado, diciendo que una vez empatadas en la elección la decisión última correspondía al propio obispo y al vicario general, y dando a entender que en la solicitud de Tomás de Argarate había habido “juego sucio”. Afirmó ser pariente de Catalina de Ondarza (por lo visto, Catalina de Veldarrain no podía decir lo mismo) y, además, sostenía que Catalina de Veldarrain no era hija de feligreses de la parroquia y, por esa razón, no cumplía los requisitos. Por todas esas razones, solicitó que se anulara la aceptación de la nueva candidata. El alcalde, el cura y los mayordomos, en vista del panorama, decidieron en primer lugar analizar el acuerdo de 1657 y, posteriormente, dejar la contienda en manos del tribunal del obispado.
A Catalina de Veldarrain no le gustaron las denuncias de Mariana y se presentó aportando pruebas y testimonios. Esgrimió los siguientes argumentos a favor de su candidatura: el caserío de su familia, Labeaga, del barrio de Elosua, traía la mitad de sus diezmos a San Pedro y toda la primicia, por su parte, a la parroquia de San Andrés de Elosua adscrita a San Pedro. Además, junto con su hermano, era propietaria del panteón del caserío Labeaga ubicado en San Pedro (donde estaba enterrada la madre de ambos). Su padre ostentaba un título de nobleza y su hermano había sido elegido para cargos públicos municipales en más de una ocasión, lo que probaba que era considerado ciudadano. Además, la propia Mariana de Zavaleta que le acusaba de no ser feligresa de San Pedro era en realidad la tramposa, porque la casa de Zabaleta siempre llevaba sus rentas a la parroquia de Santa Marina en lugar de a la de San Pedro. Y presentó testigos para reforzar su posición, testigos que corroboraron su versión punto por punto. Y, además, subió la oferta de su dote a 100 ducados. En consecuencia, ser feligresa de la parroquia era considerado requisito necesario aunque, tal y como veremos a continuación, si la oferta de dote era suficientemente alta se ignoraban y anulaban rápidamente todos los demás requisitos.
Antonia de Vidaurre aprovechó este momento de conflicto entre las otras dos seroras para solicitar al obispado que optaran por su candidatura, pero su petición no prosperó. Mariana de Zavaleta, seguramente debido a que no tenía otra forma de rebatir los argumentos de Catalina de Veldarrain, aumentó la oferta de su dote hasta diez ducados más que Catalina. Antonia de Vidaurre, aunque cumplía debidamente todos los requisitos, abandonó la disputa porque, según parece, no tendría medios para aumentar su oferta. En la última diligencia que conocemos sobre el caso Francisco Antonio de Ondarza y Galarza, recién nombrado mayordomo de la fábrica, envió una petición al obispado explicando que la parroquia estaba muy necesitada de dinero y que, por una vez, se resolviera la disputa optando por la mayor oferta económica. En consecuencia, el único requisito considerado fue el de la mayor oferta; ni siquiera se hizo mención de los demás argumentos esgrimidos por las seroras, que Mariana de Zavaleta fuera pariente de Catalina de Ondarza o que Catalina de Veldarrain, a diferencia de Mariana, fuera feligresa de San Pedro (y que tuviera allí el panteón y llevara las rentas allí) y hubiera demostrado la nobleza de su familia. Por lo que conocemos hasta hoy, la oferta de Mariana de Zavaleta era la más alta...
Para finales del siglo XVII ya no se observaban con demasiado rigor los requisitos para acceder al cargo de serora de San Pedro implantados desde comienzos del siglo XVI, y según todos los indicios, el proceso para acceder al cargo se regía ya por las normas propias de la subasta.
Información general y bibliografía:
- En euskera: LARRAÑAGA ARREGI, M.: Serorak Debagoienean (XVI-XVIII). Bergara: Bergarako Udala, 2010.
- En castellano: LARRAÑAGA ARREGI, M.: Las seroras en Vasconia durante la Edad Moderna. En: Antzina; 10. Asociación de Genealogía Antzinako, diciembre de 2010; pp. 44-64.
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