Fueron
siete años, siete oscuros años repletos de saqueos,
de violencia, de heridos, de mutilados y de muertos -tanto civiles
como soldados-. Fue una guerra de nuestros tiempos, y, por tal motivo,
brutal y prácticamente sin cuartel. La finesse de
los caballeros del siglo XVIII desapareció junto con las
nieves de Villon. Sería una buena manera de resumir la primera
carlistada (1833-1839).
Desafortunadamente para el "pretendiente" y sus fervientes
seguidores, y afortunadamente para otros vascos, llegó a
su fin. Sucedió en Vergara, en la campa del "Abrazo".
Para suscribir la paz se congregaron por parte de la Reina Isabel
II de España el general Espartero, y por parte de Carlos
V el general Maroto. Los soldados de gorra blanca y roja -que hasta
la víspera habían sido los voluntarios más
impetuosos y osados de Carlos V- estaban cansados de tanta gloria
y lucha. A fin de cuentas, los Fueros, considerados el objetivo
principal, ya estaban asegurados gracias al acuerdo alcanzado. Por
lo tanto, ¿tenía algún sentido el continuar
con la guerra?
En los próximos años, la respuesta sería negativa.
Pero en 1848 las cosas cambiaron. O, al menos, así creyeron
unos cuantos. Aquel año, el ambiente político se encontraba
bastante revuelto en toda Europa. Estallaban revoluciones por doquier.
La más conocida de todas fue la de París. En 1830,
la Libertad -representando la famosa escena del cuadro de Delacroix-
guiaba al pueblo en contra de la tiranía del rey. Casualmente,
ahí es donde se fijaron los revolucionarios de 1830. Este
"mal" ejemplo, por lo menos desde el punto de vista del
poder, alcanzó un éxito enorme. En el Estado alemán,
por ejemplo, un joven abogado judío llamado Carlos Marx empezaba
a fabricar sus primeras "armas". En Italia y España,
al menos en Madrid, también estallaron otras cuantas revoluciones
populares.
Había llegado la "primavera del pueblo", y los
carlistas, al parecer, vieron una bonita oportunidad en aquel revolucionario
ambiente.
Don Carlos V abdicó en 1845, pero su hijo, Carlos VI, Conde
de Montemolin, estaba dispuesto a reclamar los derechos de su linaje.
Este capítulo histórico no es muy conocido. Prácticamente
ni siquiera consta en los libros. Quizá porque se encuentre
en una especie de "limbo" entre la primera y la segunda
carlistadas. Pero hay algunos archivos que recogen su memoria de
forma majestuosa, como por ejemplo el Archivo General
de Gipuzkoa sito en Tolosa, o el del Ministerio de Francia. En este
último tenemos una carta del cónsul de San Sebastián
que trata directamente sobre este asunto¹.
El cónsul contaba a su ministro que el 24 de junio el Conde
de Montemolin y su séquito intentaron provocar una revuelta
en Gipuzkoa. Resulta que aquel mismo día el cónsul
francés se hallaba en Tolosa, en las fiestas -"les
fetes"-, en calidad de invitado. Por tal motivo, el municipio
estaba lleno a rebosar de gente. Se calcula que en aquella festividad
de San Juan se habían congregado unas siete u ocho mil personas.
Una ocasión especialmente adecuada para intentar llevar a
cabo una revuelta. Seguramente, eso mismo pensaron el Conde de Montemolin
y su Jefe de Estado.
Por lo general, en las fiestas las autoridades suelen perder buena
parte del control que ostentan. El alcohol y la atmósfera
tan singular que se respira intensifican la altanería e interpidez
de la gente
Es posible que entre aquel "barullo"
se encontraran los voluntarios que perdieron en 1839
Un viejo refrán dice que el mundo pertenece a los valientes.
Lamentablemente, tales palabras no llegaron a cambiar la Historia
para Don Carlos VI. Al menos no en 1848, en Tolosa.
Y es que en aquella festividad de San Juan nadie dijo nada. Nadie
alzó la voz a favor del Conde de Montemolin. Así indicaba
el cónsul en su carta: "Il n´y a pas eu un
seul cri pour le Pretendant".
El diplomático francés incluía además
en su misiva otro motivo que explicaba dicha reacción: la
gente estaba harta de tantas guerras. Mencionaba que algunos dirigentes
carlistas -"chefs Carlistes"- (veteranos del asedio
de Donostia de 1835) estaban sumamente interesados en mantener la
calma: "qu´ils etaient tres intéressés
au maintien de la tranquilite".
En aquellos nueve años de "tranquilite", de paz
y sosiego, los guipuzcoanos se enriquecieron. El cónsul señalaba
en su carta que tanto en San Sebastián como en Tolosa se
estaban construyendo nuevas edificaciones, que todas las personas
tenían un trabajo, y que concretamente en San Sebastián
circulaban grandes sumas de dinero. Ya para terminar, expresaba
a su superior de París su extrañeza por la nula consecuencia
que había tenido la crisis económica de Francia.
Por esta razón, podemos afirmar que la nueva carlistada
del Conde de Montemolin no encontró los miembros que desaparecieron
en 1839. Ni en los Sanjuanes de Tolosa, ni en toda Gipuzkoa, salvo
en Oñati y en el camino de los "Mártires"
-entre Bergara y Plentzia-. E incluso ahí eran muy pocos.
Sin lugar a dudas, la ocasión de Don Carlos se encontraba
en otro año, en otra fiesta y en otro lugar. Pero, como dijera
Kipling, ésa es otra historia, que nada tiene que ver con
los San Juanes de Tolosa. Al menos por ahora.
¹ Archive des
Affaires Etrangeres (París), tome 5, 1842-1845. La ubicación
de los documentos en el Archivo General de Gipuzkoa es AGG-GAO AM
000 / 648.
Carlos Rilova Jericó,
historiador |