Obra
bien Euskonews
& Media (nº 197) al recordar la efeméride del
fallecimiento del escritor Félix Urabayen Guindo (véase
más información en el Fondo
Estornés Lasa.) Tan ilustre como ignorado. Figura brillante
de la literatura castellana en Euskal Herria. Su talante liberal
y republicano de izquierdas le supuso en el franquismo persecución
y cárcel, que apremiaron su muerte ocurrida el 8 de febrero
de 1943. Tras ella, además, reprobación y silencio.
Sesenta años después el agravio no ha sido justamente
aliviado en su tierra natal. Lo cual dice poco en favor, aún
hoy, de una sociedad como la navarra tan parca en literatos. La
censura ha hurtado a varias generaciones de lectores el disfrute
de quien fuera considerado uno de los mejores prosistas de su época.
No está de más un sencillo recuerdo so pretexto del
folclore que animó sus escritos.
 | |
Felix Urabayen en 1931 a los 48 años |
Hace unos veinte años, con motivo del centenario de su nacimiento
(Ultzurrun, 1883) se vivió en Navarra una cierta agitación
en torno a Urabayen. Con cabales artículos de prensa (vr.
gr. José Mª Romera en Navarra hoy 3 de julio
de 1982) y edición de sus libros. La editorial Auñamendi
reeditó, en facsímil de las originales de Espasa Calpe,
sus tres novelas de ambiente navarro: La última cigüeña
El Barrio Maldito, y Centauros del Pirineo, que hacían
los números 136, 135 y 137 de la colección "Auñamendi"
(1982) y al año siguiente, el Gobierno de Navarra, los Folletones
publicados en el diario el Sol entre 1925 y 1936, con prólogo
y estudio de su sobrino el periodista Miguel Urabayen. Atraído
por las referencias biográficas del autor, leí aquellas
obras y sucumbí al hechizo de la lírica más
delicada que reflejaba con suavidad y realismo los paisajes, personajes,
costumbres y pasiones tan caros y próximos a mis propios
sentimientos. Mi entusiasmo folclorista se vio conmovido por las
exquisitas y finísimas descripciones de danzas y músicas
que con una admirable intuición poética Urabayen ofrecía
en sus páginas. Subrayé algunos de aquellos deliciosos
párrafos y hoy, estimulado por su recuerdo en nuestra publicación
electrónica, quiero compartir con sus lectores, a los que
certifico que las cualidades de Urabayen no se limitan a lo folclórico,
ni mucho menos, sino que sus descripciones plenas de vitalidad,
realismo y agudeza se derraman por los costados de su prosa. Para
esta ocasión, y por no abusar, he extraído alguno
de los más significativos de su novela El barrio maldito.
Para la paginación sigo la mimada y manejable edición
que hizo Pamiela -como acostumbra- en 1988 con prólogo de
Manuel Bear e ilustraciones de Pedro Osés.
|
 |
Portada de la editorial Pamiela de el Barrio
Maldito |
El barrio maldito es la segunda novela de su trilogía
navarra y fue publicada en 1925. En ella al tiempo que rinde homenaje
a los montañeses valles deduce testimonio fiel de los gozos
y miserias de sus habitantes. El estilo lírico y ensalzador
de paisajes y costumbres no perjudica la crítica ácida
a los comportamientos egoístas e injustos fruto del primitivismo
y de la falta de cultura. A través de su protagonista, el
arizkundarra Pedro Mari Echenique, que infringiendo la regla atávica
se casará con una agote, presenta Urabayen la tensión
entre los habitantes del viejo valle y el enfrentamiento entre la
cultura rural y la urbana. Destaca el bello acabado de sus descripciones
de situación y retratos de especimenes populares. Muchos
de sus analistas coinciden en afirmar que sobresale sobre posteriores
y más afamados escritores, su descripción de las fiestas
de San Fermín. Comparto con ellos la idea de que Hemingway
escribió desde fuera de la fiesta pensando quizá en
lejanos lectores, mientras Urabayen lo hizo desde dentro fascinando
a los de casa. Pero vayamos al particular aspecto que ahora nos
ocupa: su mirada poética sobre las danzas y melodías
tradicionales.
En sus primeras páginas, cuando el escritor nos presenta
a su protagonista, Pedro Mari, aún niño incluye una
muy expresiva escena que refleja de forma un tanto chocante el carácter
del entonces joven monaguillo. Subraya el carácter sagrado
de la danza y su funcionalidad de vehículo de comunicación
con la divinidad con alusión al Antiguo Testamento al tiempo
que refiere y distingue dos danzas tradicionales cuyas características
rítmicas identifica y contrapone con habilidad.
"Además, nuestro monago, a semejanza de todos los
grandes hombres, era víctima de una pequeña debilidad
que le ha-bría hecho olvidar cosas más graves que
los ojos mansos de los agotes. Apenas llegaba al rellano de la escalerilla
que conduce al coro se detenía; dejaba la Santa Paz en el
suelo y, libre de indiscretas miradas, rompía a danzar con
la gravedad de un Rey de Israel ante el Arca sagrada. Era un baile
solemne que participaba de la pirueta aschanti del aurresku y el
compás saltarín del zorcico. Todos los monacillos
de Arizcun habíanse caído por aquellas escaleras atacados
de igual furor coreográfico; muchos se habían roto
las narices. Y a él, que danzaba más que todos juntos,
nadie le pilló nunca en sus piruetas sagradas. Caso raro
que demuestra palpablemente la protección divina..."(45,46)
Más adelante retrata a Izurdiaga el bailarín
al que sitúa en plenas fiestas sanfermineras destacándolo
como notable danzari. La estampa va más allá porque
señala en Izurdiaga las cualidades que el romanticismo de
la época, que en cierta medida ha perdurado, exige del modélico
dantzari vasco.
"La especialidad de Izurdiaga consistía en presentarse
en la plaza del Castillo al anochecer del día 6 de julio,
y durante los cuatro días con sus cuatro noches bailar indefinidamente,
sin que sus piernas conocieran el menor instante de reposo"
(...)
"Bailaba siempre en primera fila, y destacándose
de tal forma que allí donde sus piernas tejían graciosas
grecas o trenzaban complicadas contorsiones, brotaba inmediatamente
el corro de fieles dispuestos a admirar su artística danza
con embobados ojos.(...)
" allí donde sonase un chistu o llegase el rumor
de una gaita, se tenía la certeza de encontrar a Izurdiaga
impecable, pulcro, sin una mancha de vino en las albas alpargatas,
ni la más pequeña laguna de grasa en el pantalón
blanquísimo. (...) Todo él era casto, limpio y severo,
hasta su baile. Las ágiles piernas bordaban vueltas y piruetas
con una unción sacerdotal, no estudiada, sino naturalmente
fisiológica.(...)
"Tampoco exigía un compás determinado; le
daba igual jota que polca, zorcico o aurresco. Para él no
hubo nunca difi-cultades. Poseía ese obscuro secreto del
ritmo que da elegancia a la línea, austeridad al movimiento
y serenidad clásica a los miembros. Habría podido
bailar en una pagoda a la hora del culto. Era el hombre primitivo
danzando en la selva después de la batalla campal; era el
bailarín por esencia, presencia y potencia.
El público veía en el gran Izurdiaga al oficiante
perfecto. Aunque bailase en corro, a los ojos de sus fanáticos
admiradores aparecía siempre solo, siempre aparte, como si
en sus piernas, de una vibrante masculinidad, estuviese concentrada
la quinta esen-cia del ritmo."(100,101)
En los párrafos transcritos ¿No encuentra el lector
algo muy familiar en Izurdiaga? Antes de que la danza vasca popular
perdiera la estima social de la que gozó, cada pueblo o barrio
de nuestra geografía ha conocido un personaje similar que
todos, sin mayor esfuerzo, podemos identificar en nuestro entorno.
La clave simbólica descansa en la identificación idealizada,
y aún exaltada, del danzari ritual con la pureza. Todo un
estímulo para la antropología cultural. Símbolo
que hábilmente refuerza con expresiva descripción
de las cualidades del buen bailarín: Poseía ese
obscuro secreto del ritmo que da elegancia a la línea, austeridad
al movimiento y serenidad clásica a los miembros.
El narrador nos informa, indirectamente, de la menor duración
de las fiestas en aquella época y de la fuente musical ordinaria
de la danza popular: el txistu y la gaita. Obsérvese que
Urabayen prefiere el neologismo chistu, probablemente ya
en boga, frente término usual en la época chunchún
y, de ahí, chunchunero que reserva, con acierto, para quien
lo acredita.
El cambio de siglo lo fue también de modas y tradiciones,
y tuvo su consecuencia inapelable en la música popular. El
mudable repertorio de la misma y su carácter se deja ver
en distintos pasajes de la obra:
"El coro enmudecía de admiración oyendo silbar
a Lasarte. Los zorzicos, sobre todo, brotaban de sus labios con
la suave unción de un rezo de Iparraguirre. Las polcas y
habaneras marcaban por sí mismas el ritmo del baile; hasta
la jota riberana, tan bronca y tan altiva, tan fieramente individualista,
adquiría en los carrillos del gran Lasarte cierta sonoridad
or-questal."(147)
Anota el artista en breve pasaje las formas musicales en transición:
los zortzikoak en 5/8 que Iparraguirre inyectó en el alma
vasca, los nuevos aires recién llegados de las ciudades nacidos
en lejanas aldeas europeas y la ya arraigada jota. Simples adjetivos
retratan la personalidad de cada estilo, suavidad, ritmo o altanería.
Un específico interés presenta la referencia al viejo
chunchunero Echeverría.
"En un banco retirado, Javier Echeverría, el gran
chunchunero de Esquíroz, un gitano de noventa años,
solitario y melancólico, desgranaba las notas indígenas
de lento compás. So-lía tener más mirones que
bailarines. Frente a la Diputación poníase el chunchunero
de Anoz. Sus purrusaldas y zorzicos acu-saban ya el mestizaje de
la transición artística; sabían un poco a jotas
y polcas. Al fin Anoz es un pueblo de la cuenca..."(166)
En apenas setenta palabras Urabayen condensa todo un mundo musical
en profunda transformación. Con nombre y apellido, el famoso
chunchunero de Eskirotz, aunque nacido en Salinas, Javier Echeverría
Navarlaz, gitano y euskaldun, que acudió contratado por el
Ayuntamiento de Pamplona, según era costumbre secular del
consistorio, para acompañar a los gigantes en las mañanas
de San Fermín, desde 1847, año en que ya figura en
el rolde municipal, hasta 1909. Falleció en plenos sanfermines
el día 11 de julio de 1911 a la edad, aseguran, de cien años.
Su original tamboril se conserva en el Archivo Municipal. Sin duda
ostenta el record absoluto de años de servicio musicales
a la Ciudad: sesenta y dos (marca que quizá haya batido,
un siglo después, el gaitero Elizaga). Su actuación
vespertina en la Plaza del Castillo la ofrecía por libre
a cambio de las monedas que el público le daba. Pero volvamos
a Urabayen. Es valioso su testimonio de la condición histórica
del chunchún como oficio menor y marginal, perfectamente
encarnado por el gitano de Eskirotz, que bien pudo ser agote como
los son, ya se verá, otros en la novela, propio de ciudadanos
capitidisminuidos. El txistularismo del siglo XX dará un
vuelco a esta concepción.
El repertorio de Echeverría es autóctono, indígena,
la lentitud habrá que atribuirla a la edad del ejecutante,
mientras el músico de Anoz se muestra permeable a las nuevas
formas musicales caracterizadas por los aires de jota y de polca.
La cuenca de Pamplona, abierta y en permanente scomunicación
con la ciudad, agiliza la transmisión cultural. Que el modesto
pueblecito de Anoz, oculto tras Ezkaba, tuviera chunchunero deja
traslucir el fúlgido pasado txistulari que el siglo XIX disipó.
Un siglo en el que van a irrumpir con fuerza los gaiteros de la
mano del innovador del instrumento, el estellés Julián
Romano. También de ello se ocupa el de Ultzurrun.
"Los gaiteros suspendieron la clásica tonadilla monta-ñesa,
el zorcico mimoso que en el aire claro de la mañana hablaba
de prados húmedos y cumbres verdes, de remansos serenos y
de fuentes cantarinas, atacaron las notas valientes de la jota riberana,
como si quisieran rendir pleitesía a la otra Navarra; a la
Navarra del llano, que abajo en el ruedo parecía concentrar
en sus varas el coraje bizarro de toda la raza ibera..."
"El corro mayor lo tenían siempre los gaiteros. Pedro
Mari había visto desfilar en años sucesivos a todas
las celebri-dades del contorno. Los gaiteros de Ucar y Puente la
Reina, los de Estella y los de Viana. Iturmendi padre e hijo, Serafín
y Pío Navas, el hijo del ciego de Labiano, Nicolás
el de Ucar, Marcelo y su hermano Víctor, y por último,
los hermanos Lumbreras, cuyos formidables valses enardecían
al público al caer como cataratas de alegría esparcidas
por la plaza."(88)
Urabayen es testigo perspicaz de la transición musical que
no se limita a los aires y estilos sino que viene estrechamente
vinculada a los músicos y los instrumentos. Los gaiteros
abarcan todos los estilos. Son polivalente: del zortziko a la jota.
Baile suelto en la estival era comunal y agarrado donde fuera menester.
La nómina detalla procedencias conocidas y celebradas. La
gaita muestra facultades que la vieja flauta de tres agujeros no
había sabido explorar. Extinguíase inexorablemente
el chunchún y con él su cultura folclórica.
Lo razona así el novelista:
"En Pamplona no están ya en boga los chistularis.
El chistu es la gaita a media voz y requiere una habilidad especial
al mover los dedos utilizados en forma de silbos. La gaita, por
el contrario, es una dulzaina igual a las de Castilla y sus so-nidos
fuertes, desgarrantes como clarines, exaltan los nervios de la masa
agrupada en rebaños. El chistu es individual; necesita un
aire lento, la decoración verde del prado y al fondo unas
monta-ñas muy altas que sirvan a las notas de matriz y de
fosa. La mú-sica del chistu es tarda y tiene sabor de sidra;
la de la gaita riberana es dinámica, chillona y picante,
a semejanza de los ajos de Funes y los mostos de Cirauqui...
Hay una razón, no obstante, por la que los gaiteros triun-farán
siempre sobre los chistularis, y es que tienen un remanso donde
no gritan ni detonan (?): el dúo. Cuando las dos dulzainas
se acoplan y apoyadas en los lentos compases del tamboril marchan
paralelas, sin salirse de la ruta musical, suspiran nostálgicas
sus notas, se desmelenan como bacantes en los tonos agudos o ba-jan
cantarines con la tonalidad del arroyo que busca el llano a sacudir
los nervios de una raza de artistas, cantores y músicos.
Qué eso fue siempre Navarra a pesar de su escudo de hierro!..."(166)
La servidumbre del tópico, ¿lo era entonces?, definidor
de caracteres y temperamentos no disminuye el interés que
las apreciaciones del escritor poseen para entender mejor aquel
momento crucial. Además el tópico nunca está
exento de causa. Faltan pocos años, quizá Urabayen,
ya en su destino castellano, no los concoció, para que acudan
los txistularis municipales de Tolosa a la procesión de San
Fermín, como anuncio del devenir musical del txistu en el
siglo que se estrena. El divorcio entre el chunchún popular
del Barrio Maldito y el nuevo txistu académico será
ya inexorable. La gaita, empero, merced a Romano y la saga estellesa,
había sacado ventaja en el sálvese-quien-pueda provocado
por el cambio cultural. Y otro triunfo del escritor: el dúo,
casi espontáneo, más habitual en este oboe tradicional
se ejecuta sobre intervalos de tercera que, significativamente,
se denominan terceras paralelas. ¿Intuición o conocimiento?
Pero la más completa escena, que he reservado para el final,
es la que tiene como protagonistas a los txistularis de Amaiur en
la taberna que Dionisia Pedro Mari Echenique tiene en Pamplona una
tarde de sanfermín. La doy íntegra y reservo las apostillas
para el final.
"Aquel año llegaron los chistularis de Maya con-tratados
por el Ayuntamiento para ir detrás de los gigantones con
los demás dulzaineros del país. Conocidos de Pedro
Mari y agotes desde luego, fueron a hospedarse en la posada de la
Dionisia.
Por la mañana, los de Maya cumplían su misión
oficial, y a la tarde, luego de comer, en lugar de irse a los toros,
obsequi-aban al tabernero y a sus íntimos --tratantes montañeses
en su mayoría-- con unos deliciosos conciertos que amansaban
hasta la fiereza de la indómita posadera.
Retirada la ancha mesa a cuyo alrededor los hombres baila-ban, convertíase
el comedor en una prolongación del árbol de Guernica.
Aquella música recogida, discreta, suave, tan parecida a
los prados baztaneses, sabía desentumecer la niebla que se
cierne de ordinario sobre los cerebros de la montaña, fríos
y taciturnos, como hechos para rumiar la soledad espiritual de las
Pampas, donde han de pasar su vida...
Componían una linda pareja estos dos rapsodas musicales.
El chistulari,alto, seco, acartonado, de hundillas mejillas, proba-blemente
debido al esfuerzo de la siringa vasca, habría aido un hermoso
modelo para los hermanos Zubiaurre. En cambio el tambo-rilero, rojo,
rechoncho, velazqueño, de cráneo abultado y re-vuelta
pelambrera, parecía escapado del pincel de Salaverría.
Mientras tañían incansables, actuaban además
de expertos maestros de ceremonia. A veces el chistulari detenía
el baile para aconsejar: "los pases con el pie izquierdo",
o bien:"cortar sin dar vuelta", y los bailarines obedecían
sumisos. Antes de romper a tocar explicaba el ritual de la danza
y el nombre popu-lar; luego solía advertir:"bordar los
puntos". Y en seguida las dos figuras, tan dispersas físicamente,
iban encajando hasta soldarse en un ritmo común...
La mano izquierda del chistulari corría veloz sobre los agujeros
del instrumento, sencillo y primitivo como todo lo que tiene un
soplo de eternidad. De su brazo colgaba un pequeño tam-bor
con el que marcaba el compás, mientras el tamborilero, redo-blando
fuertemente, se adaptaba al canto del chistu, envolvién-dolo,
abrzándolo varonilmente, con la casta naturalidad de una
caricia hecha a la mujer a quien se ha poseido muchas veces.
Descansaban un momento, lo indispensable para trasegar sen-das copas
de coñac, y en seguida el de Maya anunciaba: "La Sagar
dantza" (baile de las manzanas). Y rompía a tocar una
música llena de cabriolas y saltos, un ritmo extraño
que hacía pensar en muchas bandadas de adolescentes retozando
por los prados. Nada de inspiración cerebral; todo simple,
alado, campestre, obra de al-gún Homero anónimo que
tejió sus notas con aroma de manzanas do-radas, de hierba
fresca y centenarios robles... Una composición llena de gracia,
que casualmente recogió el chistu, al salir de los divinos
mofletes de los faunos que decoran los frisos del Partenón...
Qué gozo el de Pedro Mari al volver a escuchar la mutil danza!
Recordaba la primera vez que le admitieron en el corro de mozos
de un baile formal. Rígido y serio, jamás danzarín
ninguno marcó el compás con tanta precisión
y gracia. Su figura esbelta crecía a sus propios ojos al
verse en el inmenso círculo dinámi-co, atento sólo
a las palmadas con que el coro marca el tiempo que las piernas han
de permanecer en el aire. De buena gana ha-bría pasado Pedro
Mari la tarde entera escuchando el mismo lento son, tan evocador
y nostálgico: pero ya la dulce voz del chistulari alto y
seco anuncia: "Canto de la boda; cuando van a la iglesia..."
Hay un revuelo en la sala. El alma montañesa encuentra su
cauce romántico en las agudas notas de sabor familiar que
tantos años tardó en volver a oír. El canto
de la boda es para ser to-cado por profesionales muy expertos y
la fama dice cuánte es la maestría del chistulari
de Maya...
Efectivamente, un redoble largo y frenético del tamboril
rompe el silencio abriendo marcha, en tanto el chistu, suave y discreto,
se rezaga como los protagonistas de una historia de amor. A ratos
el coro, personificado en el tamborilero, se acerca resoplando sordamente,
únese al canto nupcial, pero en seguida vuelve a alejarse,
a marchar delante, trenzando una sorda des-carga en la endecha final.
Es un contraste casi divino entre el bronco temblor del redoblante
que camina a ras de tierra y el motivo alado, ideal del chistu que
rasga el aire como el ala sa-bia de una golondrina. El uno anda,
el otro vuela; y a pesar de ello, el que vuela queda siempre rezagado,
lo mismo que en la vida...
Al finalizar la tarde, luego de haber gustado toda la en-traña
musical de los valles montañeses, el Uru-puntúa, el
Eta-guría, el salmodiante Irudamacho, los zorcicos clásicos
que la ilusión vestía con los románticos arreos
del atormentado Iparraguirre, el chistulari de Maya tocaba la "socadanza".
Apenas el redoblante iniciaba la introducción, esa especia
de alalá... o llamada que el txistu teje en una escala de
gritos iniciales, poníase en pie doña Dionisia llevando
el pañuelo en alto. En seguida se formaba el corro dando
principio al baile; un baile casto, sencillo y viril en que los
danzarines saltan impe-tuosos, trazando rúbricas en el aire,
unidos solamente por la extremidad de un pañuelo. Al comienzo,
el tambor redobla suelto y el chistu sube y baja en un desgranar
de notas rápidas; mas en cuanto empieza seriamente la danza,
el redoblante se une al tierno y acompasado son del tamboril, y
ya los dos unidos llevan durante toda la marcha el ritmo inconfundible
del zorcico.
Estamos, sin género de duda, a cien leguas del chotis ma-drileño
ejecutado sobre un ladrillo. Y hay su razón geográfica.
La una es música de cumbres; la otra, de franca decadencia,
afrodisíaca y pegajosa, es el estimulante necesario a las
razas agotadas por la excesiva civilización. Que solamente
es de razas primitivas encender muy lejanas y muy altas las fogatas
del amor..."(169-173)
No conozco la identidad de los de Amaiur, pero no será difícil
averiguarla. Si fijamos los sanfermines literarios en el recién
estrenado siglo, pudo tratarse de Pixu el txistulari de Amaiur que
fuera maestro del célebre Antonio Elizalde (padre del no
menos popular Mauricio Elizalde y custodio cabal de la rica tradición
folclórica de Baztán). Es muy pronto para el propio
Antonio, aún demasiado joven ya que nació en 1882,
coetáneo, por cierto, del novelista, que sí aparecerá
contratado, con su compañero, en 1923. El escritor los descubre
como agotes, lo fueran o no, ya que interesa al fondo de la novela
favorable a la raza menospreciada y solidaria con el débil.
La costumbre fue y sigue siendo que los gigantes sean acompañados
de sus propios músicos. Hoy se extiende por toda la geografía
foral y aún de Euskal Herria. En Pamplona, a finales del
XVIII la mayoría de los músicos con los gigantes son
juglares de flauta y tambor, es decir, chunchuneros o tamborileros.
El cambio habido en el XIX hace que a su fin tan sólo el
último miembro de las cuatro parejas, la giganta negra, baile
al son del txistu. Al igual que ocurre en la actualidad. La obligación
de los de Maya parece limitarse al acompañamiento de la comparsa,
menester que encaja en los usos municipales en la materia.
La configuración del espacio para la danza transforma la
prosaica taberna en espacio sagrado. Suenan las mutildantzak baztanesas
pues no otra pueden ser aquella música recogida, discreta,
suave, tan parecida a los prados baztaneses
y salta como
un chispazo el recuerdo de la hemorragia de la emigración
tan cruda y severa en la montaña navarra. La pareja de músicos
es la formación al uso: txistulari solo acompañado
de caja o atabalari (tamborilero). Como en el matrimonio,
la experiencia nos muestra que la disparidad de tipos y temperamentos
en esta tan mínima sociedad es frecuente. Para su retrato
Urabayen usa sus concocimientos pictóricos.
Revela la acción uno de los rasgos, en trance de desaparición,
del txuntxunero tradicional: el de ser maestro de danzas. Por su
experiencia, formación y dedicación el txistulari
ha ejercido históricamente de enseñante y transmisor
de las danzas tradicionales. Velando por su conservación
en puridad. Y más en aquellas danzas, como el mutildantza
baztanés, que exigen un considerable esfuerzo de memorización.
Muchas de ellas, extensas, carecen de lógica interna y su
secuencias deben memorizarse por completo. De ahí la oportuna
indicación del txistulari maestro. Más necesaria si
cabe en una taberna de Iruña en plenos sanfermines. Las exactas
indicaciones que transcribe el novelista nos permiten aventurar
que Pedro Mari y sus compañeros bailaban Xoxuarena. Quién
haya conocido maestros de danza como los presentados en la novela,
sabrá de la importancia que tiene para la correcta ejecución
del repertorio baztanés, y aún de toda la montaña
navarra, el marcar bien los puntos. Desafortunadamente, deficientes
enseñanzas unidas a la velocidad de ejecución de muchos
músicos hacen que el paso se difumine al no "bordar
los puntos".
Insiste después Urabayen en hermanar lo divino, la eternidad,
con lo sencillo y primitivo, en postura deliberada de homenaje a
su tierra natal, para a continuación, con muy destacable
sensibilidad, explicar la función del tambor en la construcción
de la danza que en los buenos atabalaris va más allá
del mero acompañamiento.
El repertorio es casi completo. En el repaso sistemático
de las piezas más singulares del patrimonio musical baztanés,
destaca, a mi juicio, la sorprendente percepción del autor
al describir la melodía de compás inaprensible de
la Sagar dantza de Arizkun que aún hoy sigue cautivando a
los txistularis precisamente por su gozosa irregularidad: una
música llena de cabriolas y saltos, un ritmo extraño(
)Nada
de inspiración cerebral; todo simple, alado, campestre,
¿Cuántas
veces escuchó Urabayen esta danza? ¿Dónde y
cómo la conoció?
 | |
Etxeberria y su compañero año 1907 |
Al hablar de la mutildantza, el baile tradicional más preciado
de Baztán, subraya el valor social de la iniciación
en la danza para el joven baztanés, indica la correcta postura
física y sicológica e insinúa el efecto sobrenatural
que el círculo mágico causa en el mutildanzari. La
mutildantza, el texto cita la primera de la colección "bilantziko"
o "hiru puntukoa", da paso al "canto de boda",
eztai soinuak, colección de melodías adheridas
a la identidad baztanesa que sus txistularis han mantenido vivas
con fervor tal como aparecen y se escuchan en el pasaje transcrito.
La tarde culmina con una sokadantza, que presumimos mixta pese al
adjetivo viril ya que es Dionisia la que aparece como aurreskulari
provista de pañuelo.
La digresión que cierra la escena, exaltadora de la raza,
debe tomarse en el contexto e intencionalidad de la novela. Y de
la época. No puede interpretarse literalmente con ojos de
hoy. La novela entera es un cumplido a la montaña de Navarra,
origen del escritor que luego abrazó amoroso otras muy diferentes
tierras. Recordemos que Urabayen es un intelectual de izquierdas
de amplia cultura. No hay ingenuidad ni yerro. Sí cierta
mordacidad y presentimiento.
Mikel Aranburu Urtasun
Fotografías: Auñamendi |