Juan AGUIRRE SORONDO
Como docente usted ha sido testigo de la evolución del sistema educativo y cultural desde la segunda mitad del siglo XX. ¿Cuál es su análisis al respecto?
A partir de los años 1960, por la explosión demográfica y por el importante desarrollo del movimiento industrial, los intereses económicos prevalecieron sobre los intereses específicamente intelectuales. La búsqueda o la exigencia de eficacia superó a la exigencia de la verdad. Se reclamó a la universidad que abasteciese a la sociedad de individuos preparados y adaptados a las diversas tareas. Así dispondríamos de ingenieros de la cultura igual que hay ingenieros para las fábricas. Y en ese movimiento, tanto el estilo como los métodos y la misión de la universidad cambiaron. Y todo cambió. Por tanto, después de un cambio cultural se produjo un cambio de finalidad social acompañados de un cambio demográfico, el cual fue cuantitativo al mismo tiempo que cualitativo.
A esto debe añadirse algo que considero mucho más profundo, mucho más clandestino, pero que arrastra a toda la sociedad. Se trata de algo que empezó hacia los años 1910, antes de la Primera Guerra Mundial por tanto, en Estados Unidos, aunque fueran franceses los más activos. Y ello fue un cierto nihilismo. Marcel Duchampes quien lo inicia. En aquellos años, en Nueva York, Marcel Duchamp no es más que un extravagante entre otros muchos, que no se debe a nada, no se interesa por nada, lo denigra todo y de quien sería inimaginable pensar que, cuarenta años después, sería considerado como el pionero de la nueva cultura. Sin embargo, esa nueva cultura se llamaría a partir de los años 1970 “contracultura”. Pero contracultura es el nombre que debería habérsele dado desde el comienzo, en 1910, y que es una forma de nihilismo. Este nihilismo supone algo similar a un maremoto cultural —pertenece a la historia de las mentalidades— que se ha llevado todo por delante: cursos donde nada se cursa; investigaciones que no investigan nada...
En resumen, al mismo tiempo que se venía abajo un sistema de valores se instauraba de manera insidiosa, subrepticia, un nuevo modo de relaciones entre los hombres donde la verdad, la elegancia, la belleza —que ya no desempeñaban papel alguno— eran reemplazadas por una forma simplificada de diversión blanda. Claro que esto es difícilmente compatible con los imperativos de la verdad ni, en mayor medida, con los imperativos de la eficacia. Todo ello explica el deterioro de la universidad y su desplome intelectual al mismo tiempo que, a su abrigo, acuden millones o decenas de millones de jóvenes todavía incultos. Esta es la situación, realmente difícil, en la que nos encontramos donde conservamos palabras que no corresponden a nada e intentamos perpetuar lo que ya no soportamos.
“A partir de los años 1960, por la explosión demográfica y por el importante desarrollo del movimiento industrial, los intereses económicos prevalecieron sobre los intereses específicamente intelectuales”.
En las sociedades democráticas como las nuestras, ¿cuál es el lugar y el valor del pensamiento crítico?
La intervención crítica no es un lujo de la democracia, no es un esclarecimiento suplementario que le ofrecen personalidades excepcionalmente competentes. La crítica es inherente a la democracia misma, le es consustancial: decir democracia y decir crítica mutua de unos y de otros es lo mismo. Asimismo, no hay democracia allí donde el juicio de los unos no es objeto de juicio por parte de los otros. Este es el sentido mismo que los griegos, los antiguos griegos del siglo V a.C., daban a la democracia cuando se reunían para contrastar los argumentos de unos y de otros en la búsqueda común del bien y del interés colectivo.
A partir de un momento, por comodidad del lenguaje, llamamos democracia a cualquier tipo de régimen, sea autocracia, monarquía, régimen despótico, llamamos democracia a todos los regímenes donde se ejerce un estado de derecho. Dado que todos esos países son grandes, es obvio que no se puede ejercer una democracia directa. No iremos a convocar a veinte millones de personas en una plaza para debatir un tema cualquiera. De manera que es inevitable que la soberanía democrática, la que tiene cada ciudadano, sea delegada y que nos encontremos así ante una democracia representativa. A los fundadores de la democracia esto les parecía una contradicción en los términos. Una democracia representativa es como un círculo cuadrado. Como decía Rousseau, entregar su propia soberanía a otro equivale a entregarle la voluntad, quedar despojado de ella. Asimismo decía que los ingleses en 1740, en 1760, que en efecto gozaban de una democracia representativa, no eran libres más que un día cada cinco años, el día que acudían a votar. Tras lo cual entregaban su destino a alguien a quien ya no gobernaban dado que no lo podían criticar.
En consecuencia, estos regímenes de asamblea acogen en su seno, entre los diferentes partidos, esa actividad crítica que es la esencia misma, el ejercicio mismo de la democracia. Y el hecho de que los representantes del pueblo, los diputados, los senadores, etc., se conviertan rápidamente en un cuerpo enquistado en el interior del cuerpo social, hace que la función crítica tome dos direcciones. Unas veces la crítica se ejerce en el interior de las asambleas, es obra de la oposición, de aquellos que no están en el gobierno, y su crítica se convierte en algo institucional, sistemática, es su obligación, están ahí para decir ‘no’, para oponerse (de la misma manera que en los deportes de equipo basta con cambiar de camiseta para rivalizar con quienes la víspera eran nuestros amigos). Su labor crítica, su oposición es, por así decirlo, estructural. De tal modo que la verdadera crítica, la crítica sincera, no se puede ejercer sino desde el exterior de las asambleas, fuera de las instituciones por tanto, y por ese lado adopta dos formas: o bien una forma reglamentada, educada, medida, que es la que ejercen por ejemplo los filósofos, los periodistas, los politólogos; o puede adoptar una forma espontánea, imprevisible, es la sublevación de las masas fundidas al comienzo de cada revuelta, de cada motín o de cada revolución (pues nunca se puede saber cuándo comienza un motín, si es una simple agitación pasajera o una verdadera revolución).
He aquí como el régimen de asamblea tanto ha vuelto irrelevante la función crítica como la ha abandonado sea en manos de personas a quienes nadie escucha o sea en manos de gente cuya cólera no se puede controlar. De donde resulta que la democracia de asamblea, que toda democracia representativa, ha hecho de la crítica una cápsula de fulminato. A riesgo de provocar que todo explote. Siendo algo de lo que no se deja de hablar, que no se deja de celebrar y que no se deja de recelar.
“La crítica es inherente a la democracia misma, le es consustancial: decir democracia y decir crítica mutua de unos y de otros es lo mismo”.
Por tanto, según su opinión, la contribución que pueden hacer los/las intelectuales que se implican en la vida política es, necesariamente, muy limitada...
En la medida que esa función crítica compete a los intelectuales, o más exactamente, en la medida que son los intelectuales quienes la reivindican, dicha función crítica a menudo resulta desviada. En la medida que son sus competencias, su lucidez la que se alarma ante las decisiones de una asamblea, la crítica que manifiestan es una especie de clarificación, de suplemento de luz que aportan a sus mandatarios, a los diputados. Pero, por el contrario, cuando los intelectuales se declaran comprometidos tomando partido,tienen de hecho todo decidido de antemano, con lo cual su crítica no supone entonces más que una manifestación “guerrera” de su compromiso. Y desde este punto de vista, engrosan la infantería de los correspondientes grupos de la asamblea.
Cuando se habla de un “intelectual comprometido”, su competencia de intelectual tiende a lo fraudulento al convertir en un artículo de fe lo que es una simple opinión. Bajo pretexto de su prominente competencia en medicina, en derecho o en astrofísica, alegan esta excelencia para justificar, para fundar sus opiniones políticas pese a no tener relación alguna con su especialidad. De modo que su compromiso sería el mismo tanto si fuesen intelectuales como si no. Aunque de todos modos su competencia de intelectuales no justifica en absoluto, ni aporta ningún fundamento intelectual a su compromiso sentimental. Es una mera interpretación, una máscara, algo parecido a un maquillaje.
Europa se ve sacudida por los debates sobre la identidad nacional. En el origen de esta crisis hay una transformación cultural de nuestros viejos Estados-nación. ¿Cómo lo interpreta usted?
El problema se planteó desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando las dos principales potencias industriales salieron en busca de un mercado más vasto para su producción industrial más allá de mares y océanos. Hablamos de la colonización. Y es que la colonización consiste en anexionar políticamente naciones extranjeras con su cultura, su identidad, pero imponiéndoles una identidad política extraña a sus costumbres, a sus usos, a sus producciones. Así pasó algo más de medio siglo sin grandes sobresaltos: los pueblos colonizados abastecían a esas naciones industrializadas de mano de obra a la vez que de una masa de consumidores. Ese inmenso mercado mundial producía y consumía de la misma manera. Todos se convirtieron en asalariados. Tal era su nueva identidad. Pero así como no existe asalariado sino en relación a un patrón, igualmente esos pueblos se descubrieron a sí mismos como proletariado frente a un capital que los utilizaba o los explotaba. De tal manera que el problema de la identidad nacional se convertía en problema de identidad social. ¿Son hombres del mismo tenor quienes padecen y quienes actúan, quienes deciden y quienes obedecen? La identidad fue puesta en entredicho por aquello que Marx llamó la lucha de clases.
Pero el final de la colonización, que no se produjo sin sobresaltos, paradójicamente fue seguido —y dijo paradójicamente en la medida que no era previsible, no era inevitable— fue seguido por una inmigración masiva de los antiguos colonizados a los antiguos países colonizadores. Sin embargo, esos colonizados se sentían tan diferentes, tan irreductibles a la nación donde se afincaban que rechazaron adoptar sus costumbres y fundirse. Así que perpetuaron su modo de vida y de pensamiento, sus prácticas religiosas en el seno de una nación en la que eran extranjeros. Jurídicamente eran ciudadanos similares a los demás, sociológicamente, etnológicamente, eran nativos extranjeros en el seno de una sociedad que no les asimilaba o en la cual ellos no querían asimilares.
Al mismo tiempo, se llegó a considerar que lo que conformaba una identidad nacional no era el tener un mismo príncipe, tener un mismo pasaporte, obedecer a un mismo código civil; no se trataba de compartir o no religiones diferentes. La cuestión era tener referencias históricas comunes. Dicho de otro modo, lo que definía la identidad no era un proyecto común sino una memoria común. Un recuerdo colectivo común. Así que todo aquel que se sentía descendiente de Voltaire y de Pasteur se consideraba perteneciente a un mismo mundo, a la misma nación. Quienes se tenían por hijos del profeta en absoluto se consideraban pertenecientes a la misma identidad que aquellos que denostaban todo, la religión, etc.
“Estamos ante una vasta agrupación de gentes que apenas reconocen nada en común”.
Nos encontramos en una situación de desintegración, de dispersión, de diáspora similar a la que se daba en Francia en el momento en que tomaba la divisa de Igualdad, Fraternidad. Es decir, estamos ante una vasta agrupación de gentes que apenas reconocen nada en común. Y añado más: incluso en el interior de un pequeño grupo social de la misma raza y con los mismos orígenes religiosos, los mismos orígenes culturales, que ha cursado los mismos estudios en las mismas escuelas, ejerciendo las mismas funciones... aquellos que admiran una tela en blanco o una piedra o una lata de conservas oxidada recogida en la playa, y aquellos que pasan horas ante el retrato de Antoine Arnauld por Philippe de Champaigne, se sienten tan extraños como si el uno fuera aborigen y el otro viniera del Polo Norte. A falta de una cultura compartida, sin expectativa, sin exigencia, sin gustos comunes, su identidad no puede sino ser un problema. Afortunadamente existe una nación, de lo contrario no tendrían nada. ¿Qué es una nación? Es el Arca de Noé donde todas las especies coexisten. Ocupa el lugar de la identidad. Mi identidad es mi domicilio; mi domicilio es un arca.
Desde esta perspectiva, lo mejor a lo que acaso pueden aspirar nuestras sociedades sea a parecerse a lo que debía de ser Ámsterdam en tiempos de Spinoza. Donde todas las gentes de todos los orígenes, de todas las religiones eran toleradas. Se respetaban a condición de respetar los contratos firmados entre sí. De tal manera que un único deber se impondría entre las personas: el deber de Estado. “Yo cumpliré exactamente con aquello que usted espera de mí”.
El comercio es el fundamento de la comunidad, y es una comunidad sin comunión.
En nuestro mundo globalizado, ¿qué representan en su opinión las culturas minoritarias?
Nada sería más engañoso que determinar lo propio de una cultura o el valor de una cultura por el número de los que la practican o que la conocen bien. Por el contrario, deberíamos llamar cultura a todo terreno humano en el cual una personalidad se arraiga y debe empapar con su savia para llegar a manifestar lo más singular que posee. La cultura en este sentido es aquello por lo cual nos reconocemos a nosotros mismos en todo lo que un hombre crea. Minoritario quiere decir simplemente: tan específico, tan singular y al mismo tiempo tan intenso que no se difunde a menos que medie una adhesión. Es minoritario aquello que no se conoce, que no se comparte, que no se interioriza espontáneamente. Hay que quererlo para comprenderlo. Exige un compromiso. A resultas de lo cual es minoritario lo que está más allá de la ley general, es decir, lo privilegiado.
En este sentido muchas culturas que antaño denominábamos regionales, o determinados campos abandonados por la educación, han venido a constituirse en culturas minoritarias. ¿Qué son los jeroglíficos egipcios? Los testimonios, las marcas de una de las culturas más extendidas, mayoritarias, y que ha prevalecido sobre todas las demás durante mucho tiempo al punto de haber merecido la admiración de los griegos, empezando por Platón, hasta llegar a convertirse en 1805 en vestigios incomprensibles que un modesto teniente francés intentó dilucidar con la piedra de Rosetta. Otro tanto ocurre con la cultura griega que ha estructurado la conciencia como mínimo francesa, latina en una gran medida, inglesa, en definitiva que ha estructurado la cultura europea y que es hoy para nosotros lo mismo que era la lengua egipcia en la época de Napoleón.
Si tenemos un mínimo de sentido histórico hay que pensar en lo que fue Alejandría en el siglo II d.C., en lo que fue Bizancio, y nos sorprenderá ver que allí donde floreció la más brillante cultura y adonde todos iban a explorar, a investigar testimonios, textos, ya no quedaban sino unos cuantos cabreros con sus cabras pastando entre las ruinas. Sin duda, ese será también nuestro destino.
La opinión de los lectores:
comments powered by DisqusNicolas Grimaldi (Paris, 1933)
Nicolas Grimaldi (Paris, 1933). Profesor de las Universidades de Brest (1971-1973), Poitiers (1973-1976), Bordeaux III (1976-1983) y Sorbonne-Paris IV (1983-1994, Catedrático de Historia de la Filosofía Moderna y de Metafísica). Dirigió el Centro de Estudios Cartesianos en Paris (1988-1989).
Es autor de una treintena de obras, entre otras: L'homme disloqué, Traité des solitudes, Descartes et ses fables, Socrate, le sorcier, Le livre de Judas, y recientemente, Le crépuscule de la démocratie, sobre las expectativas y las limitaciones del sistema democrático. En enero de 2016 ha visto la luz su más reciente libro: Les nouveaux somnambules, una investigación sobre la construcción del pensamiento fanático.
Reside en Sokoa desde 1975.
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