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Sabin SALABERRI
La noche del 17 de Febrero de 1923 se estrenaba en el Teatro Apolo de Madrid, cuna del género chico, Doña Francisquita de Amadeo Vives, considerada como una de las mejores zarzuelas de todos los tiempos. Jesús Guridi, que desde Bilbao, donde era director de la Sociedad Coral y profesor en el Conservatorio de Música, seguía de cerca la evolución ascendente de Vives, no perdió la ocasión de asistir a una representación de la nueva zarzuela.
Guridi y Vives se conocían y apreciaban desde años atrás. Vives era un autor experimentado (había compuesto ya Bohemios y trabajaba en la ópera Maruxa), cuando Guridi, muy joven aún, se asomaba a la escena en 1910 con Mirentxu, obra que gustó mucho al compositor de Collbató. Durante los años siguientes ambos autores se apoyaron mutuamente, mientras trabajaban en la gestación de sus respectivas óperas: Maruxa (del catalán) y Amaia (del vasco).
No fue estéril el viaje de Guridi a Madrid. Vives presentó al compositor vitoriano a Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw, autores del libreto. Se aprovechó el encuentro, para insinuar al compositor vitoriano la idea componer una zarzuela. Los libretistas aceptaban el trabajo de redacción de la parte literaria.
Guridi agradeció la sugerencia, pero, en principio, la rechazó. Él ya había obtenido notables éxitos en sus dos incursiones en el mundo escénico (Mirentxu en 1910 y Amaya en 1920). Pero no le emocionaba la idea de recalar en el mundo de la zarzuela.
Un año más tarde, durante el verano de 1924, don Luis Urquijo y Landecho, Marqués de Bolarque, invitó a Guridi a pasar una semana en su residencia de Llodio, Álava. Urquijo, notable financiero, diplomático y musicólogo, se había ocupado desde joven en ayudar y conceder becas para ampliación de estudios a muchos músicos: Ataulfo Argenta, Juan Tellería, Teresa Berganza, Inés Rivadeneira, Víctor Martín, Enrique García Asensio, Joaquín Achúcarro, etc. En su palacio de Llodio, de donde era oriundo, solía reunirse durante el verano lo más selecto de la sociedad bilbaína, para asistir a las veladas culturales que diariamente se celebraban allí.
Guridi se encontró en Llodio con muchos personajes de la cultura vasca y conoció a varios artistas y compositores de música vasca. Es allí donde brotó la decisión de componer una zarzuela de carácter y ambiente vasco. Se rumió, incluso, el tema y su título: El Caserío.
Don Luis Urquijo se ocupó de los contactos entre Guridi y los libretistas de Doña Francisquita, a quienes Guridi ya conocía desde su encuentro en Madrid hacía un año. La colaboración entre ellos fue altamente satisfactoria y se prolongó luego a varias zarzuelas más.
Teatro Príncipe de Vitoria-Gasteiz.
El estreno de El Caserío en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, el jueves 11 de noviembre de 1926, supuso para Jesús Guridi uno de sus más resonantes éxitos. Tras sus experiencias escénicas anteriores, Mirentxu y Amaya, y sin abandonar el ambiente vasco en su obra, quiso emprender un nuevo camino con la zarzuela, confiado en que su maestría y olfato teatral habrían de situarle entre los grandes del género. La representación fue un éxito total. A la salida del teatro y a pesar de que llovía torrencialmente, un numeroso público esperaba para aplaudir nuevamente al autor.
Dos meses más tarde, el 15 de enero de 1927, la obra se presentó en el Teatro Príncipe (más tarde Teatro Guridi) de Vitoria – Gasteiz. La representación fue acogida con entusiasmo como un gran acontecimiento popular y mereció los más encendidos elogios por parte de la crítica.
El Caserío, como queda dicho, fue excelentemente recibido por público y crítica, tanto en Madrid como en Euskadi. Los comentarios de encomio, muchísimos, puede condensarse en el juicio del gran director de orquesta Enrique Fernández Arbós: “Cada cinco o seis años surgen obras maestras en el teatro lírico. Ahora con El Caserío le ha tocado el turno a Vasconia”.
Pero no todo fueron elogios y alabanzas. Si El Caserío fue muy bien recibido por las masas populares y en casi todos los medios de comunicación, no ocurrió lo mismo en ciertos recodos de la crítica. José de Orueta, que repartió su vida activa entre la economía, la industria, la política y la literatura, casi a partes iguales, aun reconociendo la gran acogida popular de la obra, fue muy duro en sus comentarios.
Comenzaba este autor poniendo en duda la cabida de la zarzuela en las tendencias teatrales modernas; por lo que consideraba desacertada la incursión en ese campo de Guridi, que ya había demostrado su talento lírico en Mirentxu y Amaya. El libreto le parece desacertado, casi calamitoso: “si bien el argumento puede pasar por un asunto vasco, y aun el carácter general de los personajes... está, sin embargo, perturbado por... un lenguaje que se (sic) ha querido sustituir al vasco, (que hubiera sido el natural), y que resulta ser un castellano lleno de giros y modismos locales, no muy afortunados en su exactitud y menos en su aplicación, produciendo un horrible contrates con el empleo de palabras castellanas escogidas y sólo usadas en el lenguaje literario o poético... como “añoransas”, que jamás ha empleado ningún aldeano vasco”. Opina el crítico que “para la música vascongada cantada, debe emplearse el euskera, pero de emplearse el castellano, debe ser como una traducción y, por tanto, un castellano puro”.
En cuanto a la música, “a nuestro juicio, en esta obra el maestro Guridi ha descuidado de un modo lamentable su categoría artística, llegando en materia de concesiones, a veces a lo vulgar. Pocos trozos de zarzuela pueden presentarse de tan dudoso gusto como el zortziko del barítono y la canción del tenor, y otro tanto puede decirse de la procesión y aun del aplaudido preludio del segundo acto. Únicamente en el final de la obra acusa el autor su anterior personalidad, aun cuando la línea melódica tiene demasiado parecido con la de Amaya. La instrumentación deja también bastante que desear, siendo en su mayor parte pobre e incolora, no pudiendo compararse a la de otros compositores modernos de menos fama que la suya”.
Trozo de partitura firmada por Guridi.
Hay un último apartado para Guridi. “Los que le hemos visto nacer para el arte y formarse como músico y hemos seguido con interés las vicisitudes de su carrera artística... no podemos menos de recibir una gran decepción, no por el valor intrínseco de su última producción “El Caserío”, sino por el camino emprendido, que le desvía de aquel en que tenían puestas sus esperanzas todos los amantes del arte y del enaltecimiento de la música vasca”.
Quizás fuese la de Orueta una reacción visceral y momentánea, por esperar de Guridi una continuación de su caminar por las veredas que había marcado hacía quince años con Mirentxu. Es posible que rectificara su actitud años más tarde, al comprobar que El Caserío seguía gozando de excelente acogida y crítica.
Por nuestra parte, disentimos totalmente de algunas de sus afirmaciones. Consideramos que Guridi, nunca fue “vulgar”; al contrario, todas sus partituras están revestidas de sutilezas exquisitas y originales. Su instrumentación en El Caserío es tan primorosa y llena de matices como en el resto de su obra. En cuanto al “dudoso gusto” de las romanzas del barítono y del tenor, así como “del aplaudido preludio del segundo acto”, el paso del tiempo viene demostrando que dichos fragmentos figuran entre las páginas preferidas de solistas y directores. Lo mismo podría decirse de otras partes de la obra, como dúos, coros y escenas de conjunto. Montserrat Caballé y Bernabé Martí grabaron en los años 70 un disco con fragmentos de zarzuelas; pues bien, el crítico musical de la prestigiosa revista “The New Yorker” apreció los dúos de El Caserío por encima de otros de Chapí, Bretón y Vives, al tiempo que alababa encarecidamente a su, para él, desconocido autor.
La idea central de los creadores de El Caserío es cantar el alma de un pueblo, el vasco, con los elementos, melodías y ritmos que le son propios, sin recurrir a formas de otras latitudes.
Para ello sitúan la acción en el imaginario pueblo de Arrigorri, en el entorno del caserío “Sasibill”, cuyo dueño, Santi, preocupado por el futuro de su amado caserío, depositario de arraigados valores ancestrales, se las ingenia para suscitar una chispa de atracción mutua entre sus sobrinos José Miguel, pelotari, y la dulce Ana Mari, de cuya madre estuvo secretamente enamorado. Pero no lo va a tener fácil: José Miguel, que acaba de llegar de América, es un vividor, un juerguista empedernido, que se mofa de los reproches de su tío Santi y de su prima Ana Mari: él sólo piensa en gozar del momento, porque “tiempo habrá en lo porvenir, de atender a la virtud”.
El primer acto arranca al amanecer de un día festivo. Un Preludio intencionadamente modal por la alteración descendente del séptimo grado de la escala, encuadra la historia en el entorno evocador de “Sasibill”. El coro interno “Quiero contemplar cómo sale el sol y en mi caserío viene a dar” sobre la base rítmica del “ariñ-ariñ”, contribuye a crear este ambiente de paz. Suenan la dianas a cargo del txistu y el tamboril, anunciando la fiesta. Ana Mari, madrugadora, se encuentra con su primo José Miguel, trasnochador, y le afea su conducta. El pelotari se ríe de los reparos de su prima; él es ahora joven y fuerte, y ya llegará el momento “de atender a la virtud”. Rompe la tensión el cuarteto del trébole. El momento más emotivo es la romanza “Sasibill, mi caserío” de Santi. Coro y personajes se unen para entonar una anticipación del final feliz.
“Quiero contemplar cómo sale el sol y en mi caserío viene a dar”.
El “Preludio” del segundo acto es uno de los números más célebres de la obra; una pequeña joya orquestal, que conduce a una serie de escenas festivas tradicionales: ceremonial religioso, partido de pelota, el callejeo entonando canciones a coro, la “espatadantza”, etc. José Miguel, triunfador del partido, reflexiona y toma conciencia de sus verdaderos sentimientos, cantando una deliciosa romanza de ribetes sudamericanos: “Yo no sé qué veo en Ana Mari”. El acto se cierra con un nuevo encuentro de todos los personajes, coro incluido.
El tercer acto concentra el mayor suspense y dramatismo de la obra. La naturaleza, el monte y la lluvia crean el ambiente para el lamento “En la cumbre del monte” de Ana Mari, cuya sencilla religiosidad se subraya por medio de una melodía con lejanos ecos de cantos de iglesia. A este número le sucede, en un vivo y feliz contraste, el inevitable dúo cómico “Dise mi madre, Chomin, que me espabile”, con la alusión irónica al deseo de contraer matrimonio de los solteros. Poco a poco cada cosa se coloca en su sitio; se van aclarando conceptos y situaciones; y el enredo se encamina hacia su resolución final en medio de grandes celebraciones.
Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw escribieron un excelente libreto de ambientación vasca. Buenos conocedores del funcionamiento del teatro, pusieron elementos para mantener el interés dramático en las añoranzas de un veterano labrador, junto a una historia de amor entre sus dos sobrinos; todo ello ambientado con el dosificado empleo de expresiones y palabras en euskara y la utilización de giros sintácticos particulares del castellano hablado en las aldeas del País Vasco. Entre los personajes de la trama se encuentran representados los diferentes estamentos sociales (el cura, el alcalde, el secretario, la gente del pueblo) que conviven en una población pequeña. La acción transcurre con paso firme hasta su previsible final. La narración cuenta con las justas dosis de ingenuidad y humor, sin olvidar por supuesto las notas pintorescas: cánticos, festejos, danzas, procesiones... y un curioso desafío de “bertsolaris” entre Chiquito de Arrigorri y Chomin de Amorebieta, los dos pelotaris que se han batido en el frontón, en el partido organizado para celebrar la fiesta del pueblo.
La música es una excelente muestra de la gran técnica creadora de Jesús Guridi. La orquesta y el coro son elementos sustanciales y tienen entidad propia, sin limitarse al papel de simple soporte de romanzas y conjuntos vocales. El autor llegaba a la zarzuela con un importante bagaje de experiencia coral y sinfónica: no en vano había estado ligado a la Sociedad Coral de Bilbao y había publicado ya los poemas orquestales Leyenda vasca y Una aventura de Don Quijote. El dominio técnico de Guridi queda patente, entre otros lugares, en los preludios y coros iniciales de los tres actos. Hay otros coros destacables: “Pello Josepe tabernan dala” y la “Procesión”. Luego, a lo largo de la acción, la vena lírica de Guridi dará lugar a melodías sencillas, emotivas y de una brillante elasticidad. Números como las romanzas de Santi y de José Miguel, han entrado por derecho propio a formar parte de la más selecta serie de fragmentos de zarzuela. También son notables los dúos y números de conjunto: “Buenos días” entre José Miguel y Ana Mari; “Con alegría inmensa” de Ana Mari y Santi; el duelo entre los “bertsolaris”; los dúos cómicos entre Inosensia y Chomin; el cuarteto cómico “Con el trébole y el toronjil”. Mención especial merecen los magníficos “concertantes” de las escenas finales de cada uno de los actos.
En Mirentxu y Amaya, las obras escénicas que precedieron a El Caserío, Guridi había seguido con mayor o menor precisión los dictados del drama wagneriano.
El Caserío es otra cosa. Su estructura es la de una zarzuela en números consecutivos, con preludios e intermedios orquestales, romanzas, concertantes y coros. El autor, experto en utilizar materiales del folklore en su música sinfónica o de escena, mezcla con maestría melodías populares con temas originales perfectamente asimilados al sabor de aquellas. “Con el trébole” toma su melodía de “Gabon gabean oitutzen dogu”; el preludio del segundo acto está basado en el “Zortziko de San Juan”; “Pello Joshepe” es directamente una canción popular; el dúo de Ana Mari y José Miguel del tercer acto se basa en la canción “Oi Gurutzea”.
Enrique Fernández Arbós.
Opinan algunos comentaristas, que, en la canción, melodía y letra forman un todo orgánico, y que esta unidad se rompe con la traducción del texto a otro idioma. Se podrían aportar muchos ejemplos contrarios a esta opinión. Es verdad que la traducción del texto de una canción y su traslado a otro idioma, en ocasiones es desafortunada y hasta espantosa, con un resultado que no pasa de la categoría de “bodrio”. Pero no siempre. La canción puede incluso revitalizarse con un cambio de texto o con su traducción a otro idioma.
En el caso de Guridi, la aplicación de texto castellano a melodías vascas en El Caserío es modélica. Sirvan como ejemplo la identidad silábica, de acentos y de carácter entre “Con el tré-bo-le” y el original vasco “Ga-bon ga-be-an”. Como también hay coincidencia total entre “Di-meal o-í-do que no meen-ga-ñan” y el texto original “Zu-re- be-so-tan, oi Gu-ru-tze-a”.
Guridi utiliza con frecuencia ritmos de danzas, como la “espatadantza”, el “ariñ-ariñ” o la “biribilketa”. Destaca especialmente el “zortziko”, que aparece en muchas páginas, amoldado al carácter de cada acción: evocador en la “Romanza” de Santi, con carácter épico en el “Prólogo” del segundo acto, con fuerte sabor popular en el “Desafío de los bertsolaris” y pujante en el arranque del final del acto segundo.
Pero no todo es ritmo y melodía vasca. Hay números de otros colores y sabores, como la canción de José Miguel de claro sabor sudamericano; o la seguidilla del dúo cómico del tercer acto; sin olvidar el dúo de Ana Mari y José Miguel del primer acto, en la más clara tradición operística italiana.
El Caserío fue el inicio de una colaboración fructífera entre Jesús Guridi y los libretistas Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw.
Poco después pasaron los tres una temporada en Galicia, trabajando en La meiga, de ambiente gallego y amplios vuelos líricos y sinfónicos. La nueva zarzuela se estrenó en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el 20 de diciembre de 1928. El musicólogo e historiador Federico Sopeña y los mismos hijos del compositor consideraban que, a pesar de no triunfar en la misma medida, era musicalmente mejor que El Caserío.
El último trabajo en colaboración de los tres autores fue el “retablo popular” Peñamariana, “inspirado en las farsas religiosas de La Alberca, Salamanca”. El triunfante estreno de 1944 en Madrid, fue seguido por una larga gira, que llegó hasta Lisboa. Guridi pensó transformar Peñamaria en ópera, pero el proyecto, una pena, no se llevó a efecto.
Es realmente encomiable la decisión de TRITÓ Edicions de publicar la zarzuela El Caserío de Jesús Guridi. La ocasión no podía ser más adecuada, puesto que este año de 2011 se celebra el 125 aniversario del nacimiento y 50 de la muerte del compositor vitoriano. Es verdad que el catálogo de Guridi no se agota con sus obras escénicas, sino que se amplía largamente al campo coral, instrumental y sinfónico. Pero también es verdad que en sus creaciones para la escena palpitan los impulsos más íntimos del compositor.
Quizás El Caserío, su primera zarzuela, no sea la más conseguida de las suyas. Pero la experiencia le ayudó a progresar en la composición de las siguientes. El Caserío, a los 95 años de su composición, se sigue representando; es, entre sus zarzuelas, la que más aceptación despierta en el público. Contribuye a ello la perfecta ambientación local y la combinación de sentimientos hondos (arraigo a la tierra, nobleza de comportamientos, amor juvenil puro) con escenas de comicidad ingenua, que dan “salsa” a la narración.
Gusta esta zarzuela, porque son pocos los que no se emocionan oyendo al tío Santi cantar a Sasibill, su caserío; o los que no sonríen viendo a Inosensia pescar novio con aquello de “Dise mi madre, Chomin, que me espabile y, para que me case, que te convensa”. Y gusta, además, por la extraordinaria partitura, que congenia lirismo, un tratamiento casi nacionalista de lo folklórico, un magnífico tratamiento coral y una soberbia orquestación. Jesús Guridi, un perfeccionista al que no le gustaba dejar ninguna nota al azar, un hombre afable al que, según quienes lo conocieron, era difícil verle enfadado, se merecía este “obsequio” en esta efemérides tan importante.
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