Harkaitz Cano Escritor |
Urkiri SALABERRIA
Fotografía: Karlos CORBELLA
Traducción: Koro GARMENDIA IARTZA
Jatorrizko bertsioa euskaraz
Harkaitz Cano nació en Lasarte, en agosto de 1975. Pese a haber estudiado la carrera de Derecho, se dedica profesionalmente a la escritura, “¿a qué si no?”. El 28 noviembre recibió el Premio Euskadi de Literatura por su obra “Belarraren ahoa”. Entre los libros que ha editado, cabe destacar “Kea behelainopean bezala”. Susa, 1994 (poesía); “Paulov–en txakurrak”. Erein, 1994 (narración híbrida); “Radiobiografiak”. Elkar, 1995 (cuentos); “Beluna jazz”. Susa, 1996 (novela); “Telefono kaiolatua”. Alberdania, 1997 (cuentos); “Bizkarrean tatuaturiko mapak”. Elkarlanean, 1998. (cuentos); “Pasaia blues”. Susa, 1999. (novela); “Piano gainean gosaltzen”. Erein, 2000 (crónicas de Nueva York); “Norbait dabil sute–eskaileran”. Susa, 2001 (poesía); “Enseres de Ortopedia Inútil”, 2002 (cuentos)… La trayectoria de este joven escritor es muy jugosa. A los catorce años tenía muy clara su vocación de escritor; a los dieciocho, entró a formar parte del Grupo Lubaki, y a los diecinueve publicó su primer libro. Además, ha colaborado en otros ámbitos artístico–humanísticos como la música, el cine, el dibujo o la fotografía. Le encantan las “actividades multidisciplinares”. El día de la entrevista ha amanecido frío y lluvioso. Tras las presentaciones de rigor, y con la lluvia de fondo, buscamos un lugar donde resguardarnos. Harkaitz Cano es un hombre simpático, natural y tranquilo, de los pocos que conceden todas las facilidades. Decidimos meternos en un bar, cual polizones. Un camarero nos conduce hacia una mesa situada junto a la cocina. Cuando ve que el jefe se acerca, baja el volumen de la música. Así hemos estado, calentitos, entre el sonido de los pucheros… ¡y esperando a que el jefe apareciera!
He preparado un guión con varias preguntas, pero podríamos seguir con la conversación, que a veces resultan más sustanciosas…
Pues sí, casi siempre. De acuerdo, prosigamos con el tema… Los críticos, por ejemplo. Algunos críticos de cine son excelentes, y analizan y recuerdan todos los detalles: actores, directores, planos y secuencias… pero, luego, no son capaces de escribir el guión de una película, de crear una película. La memoria pisotea la creatividad, y viceversa. Siempre recordamos el tópico despiste del poeta, genio o creador.
¿Qué me dice de su memoria?
Que es mala. No es que sea pésima, pero tampoco muy buena.
Entonces, ¿qué hace para dominar tantos recursos lingüísticos?
¡Hombre! Eso se debe a que me paso todo el día trabajando con el idioma. No es cuestión de memoria, sino de práctica.
¿Memoria histórica?
Sí, pero tenemos memoria porque nos obligamos a ejercitarla. En realidad, no la tenemos; es la compensación de una carencia. Por eso escribimos o “reescribimos” lo que ha pasado y lo que no. Al escribir, puedes pulsar la tecla de borrar, y volver a ese instante en el que todavía no ha pasado nada… Es un momento muy interesante.
Por ejemplo…
“Belarraren ahoa” germinó gracias a un poeta polaco, que, sosteniendo la primera fotografía de Hitler en sus manos, escribió: “En la frontera entre Austria y Alemania ha nacido un niño, pero nadie sabe en qué se convertirá cuando sea mayor. ¿Será cantante de ópera? ¿Se casará con la hija del alcalde? Nadie lo sabe… Está en la cuna, con el sonajero en sus manos, con el babero…¡Ayyy, qué niño tan bonito!!!, se escucha en casa de Hitler…”. Y mira en qué se convirtió. De niño, se parecía a todos los niños y a ninguno… La literatura sirve para eso, para detenerse en un momento “anodino” en el que todavía no ha pasado nada.
He leído que le gusta el símil del “iceberg”: no se le ve más que la punta y parece que es inmóvil, pero hay que ver todo lo que esconde bajo el agua…
Esa teoría del iceberg la utilizaba Hemingway. Pero se ha trampeado mucho; muchos aseguran hallarse en esa situación: “Es que parece que no pasa nada, pero pasa…”. Pero lo cierto es que, en realidad, no son más que cubitos de hielo flotantes… Ahora tengo un símil más bonito… el del glaciar.
¿El del glaciar?
Sí. Como decía Rodrigo Fresán, el glaciar es contundente, está sedimentado y se mueve muy lentamente, pero se mueve. Esconde muchas cosas, pero, al mismo tiempo, está muy expuesto. Todo es un juego…
Si no le importa, hablemos de usted…
Casualmente, estoy preparando un discurso: “Mamá, la gente normal no existe”. Corresponde a una escena de una película de Isabel Coixet, en la que una madre y su hija van en el coche, charlando, y la madre le cuenta a su hija que su amiga de la infancia se ha casado, que tiene una casa, que su marido es perito agrónomo, etc., y que lo único que desea es que su hija sea una persona “normal”. La hija, entonces, harta ya, para el coche y le dice: “Mamá, la gente normal no existe”. Aparentemente, casi todos somos gente normal, pero en cuanto uno empieza a escarbar un poco, aparecen neuróticos, psicópatas, etc. ¿Quiere que siga hablando de mí?
¡Uff!? (sonríe)
A los catorce años me cambié de colegio, y me fui de Lasarte al Liceo Santo Tomás de San Sebastián. En el colegio de Lasarte éramos muy “silvestres”; pasábamos el recreo en el monte, entre árboles. Y cuando vine a San Sebastián… Tengo una anécdota muy divertida. En Lasarte teníamos la costumbre de llevar hojas de laurel en la boca, y resulta que el único árbol que había en el nuevo colegio era un laurel… Para entonces yo ya escribía. Uno de los primeros días de colegio, oí cómo un grupo de chavales hablaba de mí, y uno decía: “el de adelante mío escribe y además come hierba”. Y yo pensaba para mis adentros: “¡Estos urbanitas! ¡No saben ni distinguir el laurel y la hierba!”
Ya desde pequeño…
Sí, el percatarse de esa singularidad, asumirla y presumir de ella forma parte de un proceso. Luego, en clase de Lengua Española nos mandaron leer un texto, cuyo tema era “Recuerdos de un viejo trompetista”. Nadie me conocía y toda la clase se me puso a aplaudir.
Y en ese momento, decidió ser escritor…
Es lo que suelo decir en todas las entrevistas, pero en realidad no es así. Es una mentirijilla que utilizo con frecuencia… Pues esos son mis “orígenes” (sonríe).
¿Qué es para usted la escritura: una terapia o un acto de generosidad?
Ni lo uno, ni lo otro. Termina por convertirse en una terapia, pero no es su finalidad principal. Si se fija, casi todos los adolescentes escriben, pero luego dejan de hacerlo… Dejan de sentir esa necesidad. Karlos Linazasoro decía a este respecto: “¡Pero qué pregunta tan absurda! ¿Qué por qué escribo? ¿Acaso se puede hacer otra cosa?”. Ése es nuestro sentir (el de los escritores); los raros son los que no escriben. “¿Qué haces si no escribes?”. Escribir no me supone ningún sacrificio; es un terreno que me gusta.
¿Hay algún otro ámbito en el que se sentiría complacido? ¿En la música quizás?
Yo, en la música, fracasé, conque los músicos,
para mí, son de una madera especial. Los admiro. De hecho, algunos
de mis mejores amigos son músicos. Me encanta hacer cosas con ellos…
Imagínese la ilusión que me ha hecho ganar el Premio Euskadi
de Literatura. Pues el hecho de que Xabier
Muguruza cante mi letra me hace la misma ilusión…
¿El dibujo?
Siento envidia de los dibujantes… ¿Qué me queda?
La creatividad que lleva dentro, y que de algún modo tiene que salir…
Yo creo que es cuestión de carácter. Estoy seguro de que, si no escribiera, estaría en algún otro lugar, más templado y más triste…
Estudió Derecho. ¿Por qué?
Por casualidad. No pensaba que estudiar una carrera fuera
una decisión importante. En BUP fui por ciencias porque mis amigos
estaban en ciencias… No relacionaba lo que estudiaba con lo que hacía.
Quizás porque no tenía amigos en Derecho, no me desanimaron
para estudiar la carrera, que, a fin de cuentas, era un hobby para mí.
Lo realmente serio me parecía escribir. De todos modos, mi padre estudió
Derecho, y no quería que yo estudiara lo mismo…
Ya que menciona a su padre, tiremos un poco del hilo… ¿Cómo es su familia? ¿Dónde vive? ¿Con sus padres?
No, vivo solo… Bueno, no. Vivo a caballo entre mi casa y la de mi novia. Puede parecer algo esquizofrénico eso de vivir juntos pero en casas separadas…
Según dicen, es la situación ideal para la estabilidad de la pareja…
Pues no sé qué decir, porque al final ¡uno ya no sabe ni dónde ha dejado la camisa! ¡Ése es el problema! (risas). Con respecto a la familia, tengo una hermana, ocho años más joven, de mucho talento.
De vuelta a su ámbito laboral: en esta sociedad en la que tenemos la tendencia a reducir todas las cosas, a convertirlas en extraplanas, a acortarlas… supongo que los cuentos tendrán un gran éxito…
¡Uf! La sociedad es tan conservadora, que resulta difícil que lea cuentos. La gente está acostumbrada a la comodidad de la novela, donde, desde que entra hasta que sale, no tiene que hacer ningún trasbordo. Es difícil que se adapte al mundo de los cuentos, mucho más movido, de muchos transbordos y, por tanto, más incómodo. ¡No digamos ya a los libros de poesía! Una vez me dijeron: “yo quiero que la novela que dure”. Ya, y los cinco kilos de Dixan superconcentrado… Ésa es la postura de la gente.
Pues le aseguro que a mí sí que me gustan los cuentos…
También a los que somos aficionados a la literatura. Pero somos muy pocos. Lo tengo empíricamente comprobado. En la Feria de Durango, por ejemplo, he visto gente que al ver mi libro y echar un vistazo a la portada, saca la cartera y se dispone a pagar… pero al ver que en la contraportada pone “cuentos”, va y lo deja. La gente quiere novelas.
¿Demasiado arriesgado para los editores?
Cuando formas parte del mercado, sabes lo que hay. Y cuando te presentas ante el editor con cuarenta folios, te remuerde la conciencia. Claro que si la historia se desarrolla en cuarenta páginas, ¿para qué la voy a alargar? ¡Si se disfruta mucho más con una historia que se lee en una sentada! En una novela se pueden perdonar muchas cosas, pero en un cuento no; tiene que ser impecable. La novela es latifundista, el cuento minifundista. La novela gana por puntos, el cuento por k.o…
¿Cómo convenció al editor para que publicara su primer libro?
No me publicó el primero. Cuando estaba en COU preparé un libro de poemas, con el que anduve llamando a la puerta de un montón de editores. Finalmente, Gorka, de la editorial Susa, me dijo: “mira, este libro no te lo vamos a publicar, pero escribe otro mejor, y ese sí que te lo publicaremos”. Y así fue.
Al igual que en los cuentos, vamos saltando de tema en tema… Nueva York: ¿qué hizo allí? ¿Por qué se fue?
Pues, porque, a los 23 años, tras finalizar la carrera,
después de cumplir mi penitencia de cinco años, decidí
tomarme un año para mí, para escribir y andar a mi aire. Lejos
de casa. Quería saber qué es realmente ser escritor, dedicarse
todos los días a la escritura.
Tuve una vida muy solitaria, me relacionaba con muy poca gente. Fue un año
“sabático-selvático”, en el que, en cierto modo,
puse la olla al fuego. Tenía mi propio espacio: al levantarme, veía
la máquina de escribir sobre la mesa. La cama y la mesa compartían
el mismo espacio… Y, todos los días, la mesa me decía:
“ven, ven a trabajar”. Yo ya sabía lo que era escribir,
pero no con esa intensidad.
¿Y es posible escribir todos los días?
Nunca he sentido vértigo ante la página en blanco. Si un día no tienes nada que escribir, pues lee. La escritura y la lectura son una misma actividad: sístole y diástole, como los movimientos del corazón; absorción y expulsión…
¿Inspiración?
Motivación.
¿En qué cree, en el destino, en la magia, en la casualidad…?
Hay algo muy hermoso, una teoría del universo: dentro de dos millones de años, tú y yo estaremos realizando esta misma entrevista, con algún que otro cambio, en otra mesa quizá…
Para terminar, es obligado preguntarle por el Premio Euskadi de Literatura…
Los premios son accidentes, pura casualidad. El jurado, dependiendo del humor que tiene en ese preciso instante, ha determinado que el libro ganador debe ser el tuyo.
¿Le apetece participar en otros certámenes?
No. Antes sí que seguía el ritual de sacar tres copias, meterlas en sobres, etc. A veces ganaba, y otras no. Era muy bonito, pero sin más… La literatura no está en los premios. El premio, para mí, es escribir.
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