Eduardo J. RUIZ VIEYTEZ, Profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Deusto. Director del Instituto de Derechos Humanos de la UD
La tortura, en su más amplia expresión, constituye posiblemente la acción más repudiada moral y jurídicamente por la comunidad internacional en nuestros días. Ninguno de los considerados derechos humanos reciben un respaldo tan unánime y absoluto como el de la integridad física y psíquica de las personas. Hoy en día, no existe prácticamente Estado, grupo político o ideología relevante que defienda, promueva o sea condescendiente con la tortura en un plano programático. Si en otros derechos humanos, empezando por el derecho a la vida, las discrepancias sobre su extensión forman parte del debate político y cultural (diferencias relacionadas con el aborto, la eutanasia o la pena de muerte, por ejemplo), puede señalarse que la prohibición absoluta de torturas constituye una de esas raras unanimidades de la sociedad internacional.
Este rechazo generalizado de la tortura y, por extensión, de todo trato cruel, inhumano o degradante, se traduce en un buen número de instrumentos jurídicos que así lo declaran, y, en ocasiones, prevén los correspondientes mecanismos de garantía. En efecto, el artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos humanos señala que “nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Esta misma obligación es reiterada en tratados generales sobre derechos humanos, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos (art. 7), la Convención Americana de Derechos Humanos (art. 5.2), el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 3) y la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (art. 5).
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En cualquier caso, la prohibición de la tortura se considera hoy una de las normas imperativas de Derecho Internacional, y forma parte del núcleo duro no solo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, sino también del Derecho Internacional Humanitario y que, en consecuencia, obliga a todos los Estados del mundo, con independencia de que hayan procedido o no a ratificar los mencionados tratados internacionales.
En añadidura, existen en el ámbito internacional otros tratados que específicamente persiguen la desaparición, prevención o represión de la tortura y de otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. En el ámbito de las Naciones Unidas, el texto fundamental en este sentido es la Convención Internacional contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984. Esta convención fue abierta a la firma el 4 de febrero de 1985 y entró en vigor, de acuerdo a su artículo 27, el 26 de junio de 1987. En la actualidad, 140 Estados son parte de este tratado y otros 74 han firmado el mismo. Se trata, por tanto, de uno de los tratados específicos de derechos humanos más ampliamente ratificado por la comunidad internacional.
En el ámbito regional europeo, resulta extremadamente interesante aludir al Convenio Europeo para la Prevención de la Tortura, adoptado en el marco del Consejo de Europa el 26 de junio de 1987. Este tratado entró en vigor el 1 de febrero de 1989 y son parte de él los 46 Estados miembros del Consejo de Europa. Su especificad reside en el hecho de que no persigue tanto la represión de las violaciones de la integridad de las personas ya cometidas, sino la prevención de la tortura y de los malos tratos. La filosofía de este instrumento es, pues, preventiva, y a este fin se orientan las acciones previstas en el mismo. En particular, se establece un sistema periódico de visitas a los centros de detención de los diversos países a cargo de un Comité de Expertos que conjugan conocimientos jurídicos, psicológicos y médicos. La función del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura es la de dialogar con las autoridades de los diferentes países europeos a fin de impedir que la comisión de torturas pueda repetirse y de establecer condiciones que dificulten o impidan que pudieran producirse.
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Esta idea preventiva fue también incorporada al ámbito de las Naciones unidas a través de la adopción el 18 de diciembre de 2002 del Protocolo Opcional a la Convención contra la Tortura, antes aludida. Este protocolo o anexo al tratado general contra la tortura establece para el ámbito universal un órgano específico que se encargará de realizar sistemas de visitas regulares a los centros de detención de los diversos países, siguiendo en parte el modelo europeo. Este protocolo, fue abierto a la ratificación de los Estados miembros de Naciones Unidas el 4 de febrero de 2003 y no ha entrado aún en vigor, puesto que por el momento solo dispone de 13 ratificaciones, cuando el número requerido para su entrada en vigor es de 20. Existen otros 48 Estados firmantes de este protocolo, que aún no lo han ratificado.
En cualquier caso, la prevención y eliminación de la tortura no es solamente una cuestión que afecte al Derecho. Desgraciadamente, todo este avance normativo e institucional no ha podido impedir que la tortura sea una realidad presente en nuestro mundo, incluso en países económicamente desarrollados y que disfrutan aparentemente de un sistema democrático de libertades. Al contrario, el fuerte impacto psicológico generado por la caída del bloque del Este a principios de los años noventa ha conducido a un nuevo escenario internacional en el que el antagonista de los sistemas democráticos occidentales ha dejado de ser un bloque compacto y definido de países ideológicamente enemigos. Tras la transformación del Este, las inseguridades y amenazas a Occidente provienen del Sur, en forma de presuntos integrismos religiosos, movimientos migratorios supuestamente masivos y una muy difusa idea de terrorismo internacional. Esta nueva percepción de la inseguridad ha quedado definitivamente instalada tras el significativo aldabonazo de los atentados de 11 de septiembre de 2001, confirmados por los posteriores cometidos en Madrid, Londres y otras ciudades del planeta. En esta tesitura, no son pocos los sectores que, amparándose en una supuesta necesidad de mayor eficacia en la lucha contra el terrorismo (a su vez ligado de manera injusta e inexacta a una determinada religión), señalan que los estándares clásicos de protección de derechos humanos deben ser relajados o modificados. Todo ello afecta de modo directo al derecho a la integridad física o psíquica de las personas detenidas bajo sospecha de colaborar con acciones supuestamente terroristas.
Hoy en día, el problema generado por la tortura y los malos tratos no consiste, desde luego, en una insuficiente normativización o en la definición de los estándares de protección. La clave de un correcto funcionamiento de éstos se encuentra en la actualidad en la trasparencia de la actuación policial y judicial respecto a las sospechas de torturas o al riesgo de su comisión. De igual modo que el Derecho ha evolucionado a lo largo de estos últimos sesenta años, también desgraciadamente las técnicas de torturar se han podido ir adaptando a diversas situaciones de modo que su prueba o persecución resulta más difícil. En gran parte de los casos, las víctimas de la tortura se enfrentan a imposibles jurídicos, como la prueba de la identidad de los agentes implicados, o la propia prueba del mal trato, toda vez que tienden a utilizarse técnicas más camufladas que las que provocan lesiones físicas evidentes pero no por ello menos dañinas (ejercicios físicos extenuantes privación de sueño, presión psicológica, desorientación espacial y temporal del detenido, incomunicación, asfixia parcial por la aplicación de bolsas de plástico en la cabeza, posturas corporales insoportables, etc.).
A la dificultad en la prueba de la comisión de este tipo de malos tratos, hay que añadir el sinfín de problemas que derivan del enjuiciamiento en su caso, de tales situaciones, cuando los agentes presuntamente involucrados pertenecen al aparato estatal y, sobre todo, cuando la presunta víctima es considerada, con razón o sin ella, como perteneciente a entidades frente a las que algunos imponen “razones de Estado”, lo que provoca una notoria falta de voluntad y colaboración en la investigación de los posibles malos tratos por parte de jueces, fiscales, abogados de oficio, médicos forenses, mandos policiales o responsables gubernamentales. En último caso, la lucha contra la tortura se ve en ocasiones burlada aun cuando se ha conseguido el seguimiento de un proceso judicial que termina en condena, si la autoridad ejecutiva correspondiente procede a indultar antes o después a las personas responsables o si se procede a un reconocimiento indirecto de las mismas a través de un ascenso en su escalafón profesional.
Puesto que la tortura y cualquier suerte de malos tratos están tajantemente prohibidos por todo sistema jurídico, debería presumirse que existe un consenso moral que avala tal rechazo categórico. Sin embargo, la realidad muestra que desgraciadamente la tortura o el maltrato forman parte de nuestra realidad en pleno siglo XXI con la participación directa o indirecta de instituciones públicas y, según los casos, con la aquiescencia o pasividad de una buena parte de la población. Frente a esta cruda pero existente realidad solo cabe oponer una cultura de los derechos humanos que se legitime por su propio valor ético y su coherencia y una acción encaminada a arrojar luz sobre los espacios más opacos de la actuación policial y judicial. Esto significa adoptar todas las garantías posibles que hagan muy difícil la comisión impune de torturas a ningún detenido. No hay razón de Estado que pueda avalar semejante práctica, con independencia de la personalidad de la víctima. En este sentido, deben adoptarse medidas preventivas que dificulten la impunidad, entre las que debe resaltarse la necesidad de eliminar de modo tajante todo tipo de detención incomunicada. Al mismo tiempo, cabe adoptar otra suerte de garantías complementarias como la grabación de todos los interrogatorios, el acceso de médicos independientes durante el periodo de detención, o la elección de abogados de confianza para la defensa de los detenidos. Estas y otras medidas tenderían sin duda a dificultar sobremanera la comisión de torturas o, al menos su impunidad. En el fondo, no se trata de novedades institucionales, puesto que todas y cada una de ellas han sido reiteradamente propuestas por los organismos competentes de las Naciones Unidas y del Consejo de Europa. A partir de ahí, solamente la voluntad política de los Estados puede hacer que las mismas se apliquen y funcionen correctamente, puesto que en última instancia, los derechos humanos de los individuos quedan al amparo de lo que los Estados decidan proteger. En la medida en que las prácticas de torturas y malos tratos se produzcan o consientan, muy particularmente sobre poblaciones vulnerables (como es el caso de inmigrantes o los presos), el Estado en cuestión no está sino mostrando un serio desprecio por el propio ordenamiento jurídico y un grave defecto en su evolución moral y política en relación con la idea de derechos humanos.
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