Nana y las retamas en florEscuchar artículo - Artikulua entzun

AIZPEOLEA, OskarOskar AIZPEOLEA

Ayer volví a visitar la casa de Nana. Lo que aún perdura...Caminé una vez más por la calle de tierra hasta llegar al portoncito de madera. Ahí está. Olvidada. Sin puertas y con vidrios rotos. No hay glicinas en flor. Apenas la retama amarilla de la calle, esa retama que Nana veía desde su cocina.

Me acompañó mi primo Cristian. Hacía años que no visitaba el pueblo de Nana.

Cristian en la calle del pueblo
Cristian en la calle del pueblo.

Nana se llamaba Juana. El apellido era Vasco, a secas; seguramente porque a quien la recibió en Migraciones le resultó indescifrable el original y lo tradujo así: Vasco. ¿acaso no era ella del país de los vascos? Bueno, eso daba por terminado el trámite. Era común en la Argentina de aquellos tiempos. Apellidos de lejanas tierras se trasformaban en castellanos patronímicos. No fue lo peor que le pasó a los inmigrantes. Se sabe, no todos “hicieron la América”. ¿Fue Nana una de ellos?.

Había nacido en Getaria, frente al Cantábrico. Allí vivió hasta cumplir 11 años. Un día su madre le anunció la buena nueva: gracias a unos familiares iba a viajar a América, a Argentina, donde sí había un futuro.

Nana  
Nana.

Fueron varios meses de preparativos en los que la niña sólo compartía momentos con su compañero de juegos, el hijo de la modista, a quien Nana siempre mencionó como “Tobal”.

Nana y Tobal, Tobal y Nana. Hablaban, jugaban y soñaban con un mundo mejor. Y fue Tobal junto a la madre de Nana quienes la despidieron cuando subió al carro tirado por bueyes rumbo a Burdeos de donde saldría el barco a Argentina.

Nana los vio por última vez uno junto a otro congelados por el frío y el dolor de la despedida. Ella llevaba un abrigo azul, regalo de la madre de Tobal y una bolsa con sus pocas pertenencias. En el largo camino a Burdeos, Nana y sus compañeros de viaje comieron un poco de queso y pan. La niña que era guardó para la mujer que llegó a ser el trozo de tela en que su madre le había envuelto la comida.

En el puerto de Buenos Aires, el primer desencanto. La familia que había prometido hacerse cargo de ella no apareció nunca. Las cartas se perdían o los que debían llegar al puerto se atrasaban por distintos motivos. Y así, a Nana la retuvieron en el Hotel de Inmigrantes -hoy museo- donde recibió comida y atención sanitaria. Se estremecía al recordarlo: un montón de mujeres y niñas desnudas cubiertas por un polvo blanco.

Desde lo que fue el dormitorio de Nana se ve la llanura pampeana
Desde lo que fue el dormitorio de Nana se ve la llanura pampeana.

Nana sobrevivió al desconcierto, la angustia, el llanto. Era como el roble de Gernika. Una familia sin hijos se encariñó con ella y le dio nuevo destino; así fue como Nana conoció La Pampa y un pueblo de exótico nombre: Villa Mirasol. Sin mar. Sin montañas. Apenas un pueblo en medio de la llanura infinita.

A la familia que la llevó a La Pampa la perdió en alguna circunstancia. Cuando la conocí, trabajaba en la casa de unos italianos llenos de dinero. Ellos sí habían “ hecho la América” comprando y vendiendo cereales.

Cristian frente a la casa
Cristian frente a la casa.

Nana ahorraba todo lo que ganaba con estoicismo ejemplar en estos tiempos de consumo sin sentido. Así pudo construir una casa con galería, árboles y la glicina que ya no está. Eso es lo primero que recordé al entrar acompañado de Cristian: las glicinas. Y a Nana sentada tejiendo mantillas para las muchachas que se iban a casar.

La conocí una tarde de verano en que yo llegué en bicicleta, solo, a ese pueblo, a pocos kilómetros de distancia del mío. Pensé que era una actriz retirada, una Greta Garbo en busca de paz. Por esa época ya tenía su casa pero seguía trabajando con los italianos.

  Portoncito de entrada
Portoncito de entrada.
Ese día de nuestro primer encuentro ella se acercó y me ofreció agua que sacó de un aljibe. Nunca olvidaré el sabor de ese agua que bebí con deleite en un jarro de latón. Le encantaba mirar películas, como a mi. Nos hicimos amigos. Ella despertó mis sueños y posiblemente fui el único que conoció su secreto: todos los años para Navidad, Nana recibía un misterioso paquete desde algún lugar de Europa. Los empleados de correos, intrigados, desesperados, la enloquecían a preguntas. ¿ quién enviaba las encomiendas si ella ya no tenía familia?. Decían que los paquetes venían de Francia, Nueva York, y ¡hasta llegaron a afirmar que desde Hollywood!. Nana respondía con vasca austeridad:

- Los manda un amigo.

El niño que esto escribe era el único que sabía que los paquetes los mandaba Tobal. Ese Tobal que había reencontrado cuando comenzó a escribir a su tierra natal en busca de sus lazos familiares. Ya perdida su familia fue la madre de Tobal quien contestó las cartas y seguramente fue quien la conectó con su compañero de sueños de la infancia.

El día que Nana me contó su secreto me llevó por primera vez a su cuarto y abrió un baúl en el que estaban los regalos de muchas Navidades. Un vestido de fiesta por cada Navidad. -¿no son maravillosos? preguntó y agregó: - acá no los puedo usar, se burlarían de mi. Tobal no lo sabe y le cuento que los uso en fiestas que sólo existen en mis cartas.

  Interior de la casa en ruinas
Interior de la casa en ruinas.
Nana se ponía los vestidos a solas, por la noche, mientras pensaba que bailaba con él, su amigo de la infancia. No se casó nunca pero fue la novia, madre y hermana de todos los hombres de buen corazón. Conmigo jugaba a ser otra, la “condesa de No Sé Qué”. Se ponía los vestidos, bailaba y cantaba en vasco. Era un desfile interminable, actuaciones maravillosas. Siempre en la intimidad de su casa. Cuando todo terminaba guardaba las ropas con amoroso cuidado y cerraba el baúl con llave.

Me hizo jurar que no revelaría su secreto. Cumplí hasta hoy. Hoy que Nana es un bello recuerdo y su casa está abandonada en un pueblo fantasma. Y son las retamas en flor, amarillas como el sol, las que me dan permiso para terminar la historia. Cuando Nana se fue para siempre fui yo quien retiró el baúl y lo llevó a un lugar solitario al medio del campo para cumplir lo prometido. Saqué todos los vestidos y los quemé uno a uno. Por entonces yo estudiaba en Buenos Aires y sabía algunas cosas más. Fue increíble descubrir que toda la ropa de Nana llevaba la firma de Balenciaga.

Cristóbal Balenciaga era el Tobal de “mi” Nana, nacida en Getaria del otro lado del mar.

KOSMOPOLITA
 Aurreko Aleetan
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2005/04/08-15