Olga MACÍAS MUÑOZ, Universidad del País Vasco
Bilbao como la ciudad industriosa y cosmopolita en la que se estaba convirtiendo a finales del siglo XIX, no podía sustraerse de los cambios sociales inherentes a este proceso. Nuevos hábitos y nuevas costumbres surgieron al amparo de la metamorfosis que estaba sufriendo la ciudad, y estas nuevas actitudes no siempre eran lo más edificante que una villa como Bilbao podía soportar. Las borracheras no eran algo nuevo que en este trasfondo de cambios socioeconómicos tenían que sufrir los bilbaínos. Precisamente, si algo caracterizaba a Bilbao era el buen número de tabernas, tascas y txakolies que jalonaban no ya sólo sus calles, sino también el perímetro urbano de la villa. Ante esta significativa presencia de establecimientos donde se expendían bebidas alcohólicas a precios más o menos asequibles y, la mayoría de las veces, de dudosa calidad, no era difícil ver a propios y extraños pululando por las calles de Bilbao bajo los efectos de los vapores etílicos. Sin embargo, lo que sí llegó a preocupar seriamente a las autoridades y almas moralizantes de la villa fue la profusión de estos beodos en la vía pública, situación que llegó a tomar tintes auténticamente dramáticos.
La taberna, óleo obra de Javier Ciga Echandi hacia 1915. |
La primera voz de alarma ante el cariz que estaba tomando la cuestión de las borracheras públicas en Bilbao surgió en 1885. En marzo de dicho año, se decía que la prevención de la villa estaba los domingos llena de gente, en su mayoría conducida hasta este local por promover altercados y reyertas en las calles bajo los efectos de una soberbia filoxera. A mediados de año, tal vez como consecuencia de los calores estivales, los cuartos de la prevención se veían muy favorecidos los domingos por las noches, en que las borracheras y los consabidos escándalos menudeaban más de lo que era habitual. De seguir así, se decía, si esa situación seguía progresando, como parecía que lo estaba haciendo, no se podía saber hasta donde llegaría. Se aseveraba que de seguro, las personas sensatas y dignas no iban a poder salir a la calle una vez anochecido, sin el riesgo de exponerse a cualquier exabrupto. Es más, se apuntaba el caso de un respetable vecino de Bilbao que marchaba con su esposa por la calle de la Tendería y que se vio insultado por un borracho, sin otro propósito que meterse con ellos sin más ni más. El caballero en cuestión al querer rechazar tal atropello, recibió por parte del provocador una buena sarta de bofetadas. A consecuencia del suceso, fueron detenidos cuatro individuos, entre ellos, el agresor.
En octubre de 1885 las cosas no parecían haber variado y los domingos por la noche la prevención estaba de bote en bote. La mayor parte de los detenidos eran borrachos, pero borrachos a los que había que conducir hasta estos locales en carro de manos. Muy comentado en Bilbao fue el caso de una conocida aguadora de la villa que fue llevada en el consabido carro a la prevención por escandalosa y amiga de coger filoxeras. Y también fue muy comentado por los periódicos madrileños el mandato del Ayuntamiento de Bilbao de utilizar estos carros de manos para conducir a los borrachos a la prevención según el grado de la pítima correspondiente. La prensa de Madrid pretendió tomarle el pelo al consistorio bilbaíno a cuenta de esos carros especiales que mandó construir para trasladar, según se terciara, a los heridos hasta el Hospital Civil o a los borrachos hasta las dependencias municipales. Los rotativos madrileños daban a entender, chiste más o menos, que poner a disposición de los beodos los consabidos carritos, valía tanto como fomentar el feo vicio del vino, porque habría quien se extralimitase en el ejercicio de sus funciones tabernarias, nada más que porque lo llevasen en coche. El Imparcial añadía que los consumidores de Bilbao, al ver lo que había inventado su Ayuntamiento podrían vivir y beber en la confianza de que había concejales que velaban por ellos.
Para los periodistas bilbaínos, sus colegas de Madrid no les habían visto la punta al asunto de los carritos, porque a pesar de todas las chirigotas, la tenía y mucha. No se podía negar que el Ayuntamiento se había dispuesto a proporcionar a los curdas todo género de comodidades en su calvario por las calles de la Bilbao hasta arribar a puerto seguro para dormir la mona. Sin embargo, profundizando un poco, se adivinaba al instante que esa no era la madre del cordero y que los carritos tenían más filosofía de lo que parecía. Por una parte, el consistorio no podía suprimir el vino porque además de rendir muy buenos productos al erario municipal, tampoco podía abolir a los borrachos, puesto que las moscorras eran libres. Pero, aún así, el Ayuntamiento sí que podía evitar ciertos indignos espectáculos en la vía pública y, de este modo, apartar de los ojos de sus ciudadanos muchas repugnantes escenas. Que un borracho yacía en la calle como un saco de patatas, al carrito con él; que hay que llevarle a remolque a la prevención, también al carro. Después se corría un velo sobre la papalina y todo se quedaba en casa. Los redactores bilbaínos aplaudían la idea de los carritos especiales, puesto que habían ido a llenar un vacío que se hacía sentir en la población.
Bilbaínos en el mercado de San Antón (1860). |
A pesar de todas las medidas profilácticas de las autoridades para evitar la proliferación de las borracheras por las calles de Bilbao los domingos y fiestas de guardar, la situación empeoraba. En 1890 el goteo de noticias sobre los conducidos y encerrados en la prevención no ya sólo los días de asueto, sino también entre semana, era constante. En cuestiones de embriagues no había distinciones de género. Tal vez, los hombres daban más rienda a sus excesos los domingos, mientras que ciertos colectivos femeninos no diferenciaban los días de labor de los de asueto. Eran proverbiales las borracheras que se agarraban las cargueras que, una vez terminada la faena, se reunían en Barrencalle. Si había escándalo por medio, eran conducidas sin miramientos a la prevención. El soniquete habitual de la prensa bilbaína sobre lo acontecido los domingos en la villa era el siguiente: tal número de personas de ambos sexos ha sido detenidas por embriagues, escándalo y pequeñas reyertas en la vía pública.
Generalmente, durante el primer semestre de 1890, de ocho a doce personas pasaban la noche de los domingos durmiendo la mona en los locales municipales. Con la llegada del buen tiempo y del periodo festivo a Bilbao, en los meses de agosto y septiembre, no hubo domingo en el que no hubiera como mínimo 25 recluidos en la prevención, sin distinción de género, por haber promovido diferentes altercados en la vía pública bajo los consejos de Baco. En un deseo por atajar el problema, cabe la sospecha que más que por afán de enmienda, por la falta de local donde alojar a tanto borracho, el Ayuntamiento se dispuso a aplicar multas, no sabemos de qué cuantía, a aquellos achispados cuya merluza no les impedía cierta lucidez para ser conscientes de sus actos y cuya detención no se hacía necesaria. Se hablaba, a principios de septiembre de 1890, de hasta 30 multas impuestas en una noche de domingo a los curdas, con la prevención abarrotada de aquellos que se encontraban en peor estado.
A mediados de la década de los noventa, desde la prensa bilbaína, ya fuera de la ideología que fuese, cuando se hablaba de las borracheras que menudeaban en la vía pública, se les aplicaba el calificativo de plaga social. Se daba la voz de alarma sobre el aumento considerable de los consumidores de toda clase de explosivos, y quien más o quien menos, contaba en los fastos de su victoria una juerguecita con su correspondiente merluza. Se comentaba, también, la doble vertiente que estaba tomando este asunto, puesto que frente a un aspecto alegre, lúdico-festivo, asomaba el lado grave, serio y filosófico-moral del tema. Bajo este segundo cariz, el hombre dado al vicio del alcohol, no guardaba secreto, ni cumplía palabra, tampoco era dueño de sus actos, repugnaba su compañía y deshonraba su trato. Era una plaga social, que lo mismo firmaba su sentencia de muerte, que privaba de la vida a cualquiera. Al igual que no era dueño de sus actos, no lo era tampoco ni de su dinero, ni de su honra, ni de su vida tampoco. El borracho quedaba de este modo reducido a la naturaleza de un animal, en el sentido vulgar de la palabra, ya fuese feroz, espantable o inofensivo. De este estereotipo surgía una fauna urbana de borrachos, según la división de las chispas que agarraban, las cuales se subdividían, a su vez, en camorristas, alegres, lloronas y sordas.
Cargueras de los muelles de Bilbao en el siglo XIX. |
Un breve inciso, al hilo de la generalización del fenómeno de las borracheras en la vía pública de Bilbao, llama la atención la infinidad de nombres que se utilizaban para designar al que se hallaba en estado de cubeto, es decir a los borrachos. Cada pueblo tenía sus propios modos de llamar a estos estados de gracia, y para mínimo y escueto ejemplo, los siguientes versos:
Papalina, borrachera,
susto, mona, calentura,
turca, lobo, mojadura,
chispa, tufo, filoxera,
y pítima y zaratán
y moquero y alacrán.
Estos son de la tormenta
los nombres que el vulgo cuenta,
y son pocos ¡voto a San!
Pero volvamos con la fauna que estaba surgiendo a raíz del asunto que nos ocupa. Anteriormente se ha indicado que se podían dividir las cogorzas, zurrupitos y moscorras en camorristas, alegres, lloronas y sordas. Por ejemplo, los camorristas tenían la virtud de insolentarse con su sombra, y cuanto no encontraban con quién reñir, se retiraban furiosos a sus casas y allí ardía Troya. La mujer o la patrona eran las víctimas de sus atropellos, casi siempre de fatales consecuencias para la batería de cocina. La mujer, que conocía las manías del atufado, tenía la precaución de poner a las personas y a los enseres de la casa a buen recaudo hasta que al partenaire le cesase la calentura. Por el contrario, si la borrachera era alegre, daba bendición oír al kurda disparates inofensivos y algunos con mucha gracia.
Los que la cogían llorona, no cesaban de gimotear hasta que no llegaban a la puerta de casa y si por el camino encontraban a algún amigo, conocido o no conocido que se preocupara por sus cuitas, le daban la pelmada hasta que el sufrido samaritano cansado le dejaba. Sin embargo, los beodos más inofensivos eran los que las tenían sordas, es decir, los que las dormían. De estas últimas eran las que solían padecer los aristócratas, que para todo había clases, por supuesto, menos pegajosas e insolentes que las kurdas vulgares. Y en cuestión de jerarquías etílicas aquí van estos otros versos:
Cuando se amoscorra un pobre
se le llama borrachón,
y cuando la coge un rico
¡qué célebre está el Señor!
A esta fauna de la borrachera había que añadir también los aguardentívoros, aquellos individuos que además de contar sus cogorzas como otros tantos triunfos, hacían alarde de beber tanta o cuanta cantidad de esta u otro brebaje etílico, creyéndose así ser seres superiores. El lema de estos insensatos era: la embriaguez es el estado normal del hombre. Por último, no se podía pasar por alto, para sarcasmo de la sociedad y para afrenta de muchas familias, que también había mujeres que se emborrachaban, mujeres que vivían para beber, que cotizaban su honra al precio de un cuartillo de vino, sin otro afán que sacar cinco céntimos para ir a la taberna, sucia y asquerosa, donde saciar su vicio.
Txakoli de Luciano derribado con las obras del ensanche de Bilbao en 1909. |
Dentro de un plano más metafísico del problema estético de las borracheras en la vía pública bilbaína, la prensa societaria iba más allá de lo cotidiano para adentrarse en las causas de lo que consideraba una plaga social de las muchas que afectaban a la sociedad contemporánea. Se denunciaba el maquinismo que imperaba y que reducía al obrero a la condición de una máquina, en la que no cabía preguntarse qué era vivir, y mucho menos aún, sí podía satisfacer las necesidades de su inteligencia y de sus sentimientos. Antes de atentar contra el patrono, un jarro de aguardiente y fuera ideas; antes que hacer frente al sostenimiento de la familia, mejor un vaso de vino que le permitiese al obrero aguardar entre risas un día más afortunado. De este modo, el borracho dormiría sus penas y, al mismo tiempo, se convertiría en un baremo de las condiciones sociales del lugar donde vivía. Allí donde la embriaguez era general, era un síntoma de que reinaba la desgracia, poblaciones donde la explotación social era inmensa, o donde el rudimento intelectual faltaba. Por fortuna, el alcohol igualaba a todos, lo mismo al pobre, al rico, al labrador, al hombre de negocios o al intelectual. El fin último de la permisividad que se daba a los borrachos era inutilizar su imaginación y su memoria para reducir al hombre a un animal sin raciocinio. No era la cuestión reírse de los borrachos, puesto que no eran unos viciosos. Por el contrario, eran dignos de lástima, porque, en última instancia, eran la protesta desesperada contra la tiranía y que no encontraba más salida que ahogar en vino su inteligencia.
Pero a pesar de los estudios antropológicos, más o menos típicos y tópicos de los borrachos, la situación en Bilbao no daba visos de mejorar, sino todo lo contrario. A la altura de 1899, los continuos escándalos que se promovían los domingos, sobre todo en el Arenal bilbaíno, como consecuencia de los borrachos que pululaban por este lugar, llevaron a un edil socialista del Ayuntamiento de Bilbao, a pedir en un pleno municipal que se tomaran cartas en el asunto para evitar espectáculos impropios de un pueblo culto. Solicitaba este concejal que se habilitasen cuartos de retención en diferentes partes de la villa, puesto que los dos que existían se hallaban muy distanciados y era causa de que muchas veces el beodo tuviera que ser paseado por toda la población. El señor alcalde consideró que no le faltaba razón al concejal que esta queja hacía y prometió estudiar el tema. Así quedaron las cosas, en promesas por parte de la autoridad, sin que por el momento se tomaran ningún tipo de medidas para atajar un mal que iba en aumento.
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