En la Argentina los vascos han tenido fama de honestos y trabajadores. Tan reconocido y bien ganado ha sido este carácter de los inmigrantes que trascendió la tradición oral popular para instalarse incluso en el discurso de intelectuales y estadistas.
En la pampa argentina los peones vascos se contrataron de palabra. En los pueblos los lecheros tenían las llaves de las casas de sus clientes y entraban discretamente durante las madrugadas a dejar su valioso cargamento en la intimidad de las familias.
Esta buena reputación fue coronada con una frase que integró durante décadas el saber popular nacional: “palabra de vasco”; síntesis perfecta de la calidad humana y la altura espiritual de la mayor parte de los inmigrantes de ese origen. Ninguna otra colectividad europea en Argentina puede sentirse honrada de haber generado una expresión que calara tan hondo en el saber popular y que reflejara valores tan altos para un país en plena emergencia y organización.
Pasaron los años. La frase quedó como un componente más de la riqueza del habla local; sin embargo las nuevas generaciones no pueden reconocer fácilmente el contenido profundo de la expresión. Sería apologético e infundado decir que hoy en día estas palabras tienen el peso que tuvieron décadas atrás. Si bien en casos individuales persiste su ajuste a la realidad, socialmente no es generalizado. Es que aquí hemos tenido –como siempre ha sucedido, pero pareciera que cada vez más - muchos vascos mentirosos, taimados, irresponsables, pusilánimes, ladrones de gallinas y ladrones de guante blanco, deshonestos, delincuentes... toda una colección de los peores exponentes que se pueden conocer. El resto lo hizo el paso del tiempo, la pérdida general de valores en la sociedad a lo largo del último siglo, el nihilismo y la corrupción generalizada. Hoy en día no nos reconocen por valoraciones positivas como sucedía entre los siglos XIX y XX.
En tanto el proceso de desmembramiento social producido por la corrupción y otros factores llegaba a un punto de hartazgo en la Argentina, la sociedad amaneció al siglo XXI reclamando honestidad, trabajo, respeto, solidaridad social... un conjunto de demandas compartidas por una inmensa mayoría -generalmente silenciosa- que confluyen en un reclamo de un nuevo modelo de país. El nuevo carácter nacional se busca pero no se encuentra. Los ladrones y los mentirosos nos dejaron –y nos siguen dejando- un saldo fatal para varias generaciones de jóvenes descreídos y desesperanzados; y para los marginados sociales que se desangran por millones en nuestra tierra.
En esta hora de la Argentina –un momento que comparten, con sus más y sus menos, muchos de los países latinoamericanos- debemos preguntarnos nuevamente, para proyectar el futuro: ¿qué podemos aportar hoy los vascos a la refundación que espera el país? ¿Qué valores que reclama la sociedad podemos encontrar en nuestras coordenadas de identidad que sean un aporte especial, que se entrelace con las contribuciones de todos los demás grupos sociales y ayude a recrear un futuro común que sea digno de ser esperado? Si hurgamos en nuestro pasado lejano y cercano encontraremos varias coincidencias con las demandas sociales vigentes en nuestro país: la honestidad -a la cabeza de los reclamos- y la consideración privilegiada del trabajo y la familia, entre otros. ¿Podemos recrear estos y otros valores dentro de nuestras familias, en nuestro colectivo y por ende en nuestra sociedad? Es una pregunta que deberíamos responder individual y grupalmente.
Son momentos críticos para nuestros países y requieren respuestas comprometidas y no discursos demagógicos para halagar a visitantes o audiencias de turno, pero vacíos en la vida cotidiana. Es oportuno recordar la esperanza del ex presidente Carlos Pellegrini en este grupo humano –expresada, naturalmente, en un lenguaje propio de la época, pero aún no hecha realidad-: “que la misma marcada influencia que ha ejercido el vigor y la energía del euskaro en nuestro progreso material y desarrollo de nuestras industrias rurales, la ejerza también su nativa altivez y espíritu independiente, su energía, su franqueza y su honradez en la formación del carácter nacional, para que la sociedad argentina del porvenir no revele ese abolengo sólo por los apellidos, sino y principalmente por las sólidas cualidades de ese pueblo noble, simpático y fuerte”.
Al analizar los valores que cultivaron los vascos de ninguna manera puede considerarse casual que fueran uno de los pueblos más católicos del viejo continente. Para nadie queda oculto que diez siglos (o más) de cristianismo en Euskal Herria dejaron una huella honda en la cultura de un modo particularmente único. Si bien todos los pueblos europeos fueron cristianos al punto que Cristiandad y Europa se confunden -muy a pesar de muchos políticos, intelectuales y periodistas que hoy en día pretenden borrar de la memoria colectiva parte de la historia- los vascos se convirtieron al cristianismo de un modo muy especial y comprometido, al punto que, sin ser apologético, se debe reconocer que el catolicismo estructuró su vida como “la fuerza coercitiva más considerable de cuantas informan a la sociedad vasca actual y la que la ha movido desde fechas bastante remotas en momentos decisivos” –como indicó Julio Caro Baroja hace no tantos años-.
Así, los valores de la familia, el esfuerzo y el sacrificio, o la verdad, que irrumpieron en Europa merced a la acción de una secta judía cuyas creencias se convertirían en la religión de millones de personas, encontraron en el caso vasco y debido a sus particularidades socioantropológicas un sustrato adecuado para afianzarse de modo sólido.
Pretender explicar por medio de variables étnicas una tendencia religiosa o antirreligiosa es completamente inadecuado, pero la cultura vasca edificada a lo largo de siglos se movió al ritmo de la religiosidad católica. De modo que hoy en día no es inadecuado considerar que al perder el vasco su religión pierde un componente sustancial de su identidad (cada individuo en particular y todos como pueblo). Decir esto frente a un gran público –especialmente el europeo- que cree torpemente que ser antirreligioso o anticatólico es signo de modernidad y altura intelectual, parece bochornoso; pero no es más cierto que lo que indica la historia y la cultura.
Ahora bien, si no se quisiera reconocer el origen cristiano de muchos de los valores vascos tradicionales bien se podría recurrir a una explicación natural de ellos que igualmente cala hondo en la historia colectiva. Mencionamos un sustrato adecuado sobre el que se edificó el cristianismo en Euskal Herria. Pues bien, parte de ese sustrato –al igual que los mandamientos del Antiguo Testamento- no hacen otra cosa que reflejar aquello que está inscrito en la naturaleza. La familia edificada sobre la base de la unión de un hombre y una mujer, la verdad y la honestidad y el valor del trabajo podrían reducirse a una respuesta adecuada a la realidad que presenta el mundo natural, aunque no se recurriera a su valoración trascendente.
En estos términos, resulta evidente reconocer como algunos de los aportes vascos a la cultura humana la dedicación especial al trabajo, la honestidad puesta en práctica de modo radical y la valoración positiva de la familia; y, de modo complementario, ver que en la medida que los vascos pierden su religión estos valores también quedan en el camino.
Si bien en Euskal Herria estos valores están en declinación, como lo muestra la realidad patentemente, como lo promueve parte de la legislación actual y como lo señalan las encuestas, por si quedaran dudas; en los países de la diáspora el cambio social no se da del modo acelerado que parece propio de Europa. A la par que el viejo continente pierde su religión, los vascos pierden los valores que los han identificado de modo casi único a lo largo de siglos. En los países americanos, la religiosidad vivida de un modo diverso todavía alienta esperanzas en que los vascos, como otros, puedan aportar a cada una de sus comunidades locales aquellos valores que han identificado a sus abuelos y que siguen latentes.
Si algo es considerado un valor debe ser promovido de modo permanente y proactivo. Si creemos que la veracidad y la honestidad, el trabajo honrado y la vida familiar son positivos para nuestros hijos y para nuestras sociedades deberíamos adecuar nuestros esfuerzos para promoverlos. Ese podría ser un aporte sustancial e importantísimo de los vascos a la Argentina; y a otros países que requieren un replanteo fundacional de las bases en que se asienta el desenvolvimiento social. Apuntalar esos valores sería un reconocimiento de nuestras señas de identidad más auténticas. Debería ser más importante para un vasco llevar en el corazón ciertos valores que lo identifican que en el documento el apellido.
No hay idea más desvariada que pensar que la promoción de la familia, el esfuerzo y el trabajo honrado y la honestidad de vida son actitudes propias de algún tiempo pasado, retrógradas (¡¿?!) o que puedan ser negativas para cada individuo y cada sociedad. Algunos reconoceremos en aquellos valores la más auténtica tradición cristiana, otros reconocerán únicamente valores inscritos en la naturaleza humana. Sea como fuere, un apoyo proactivo y renovado con fuerza a favor de nuestras sociedades según lo señalado podría indicar un cambio sustancial dentro de nuestros colectivos de la diáspora. ¿Seremos capaces de generar un compromiso de renovación espiritual dentro de nuestras familias y de nuestros grupos que redunde en beneficios para nuestras sociedades? Quienes confiamos en que las personas y los grupos humanos pueden cambiar para bien creemos que esto es posible y esperable.
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